Dionisos, el del beso

Israel Centeno/ de la serie, Yo regalo mis historias.

De todos los monjes cartujos que habitaron la abadía suspendida de La Vangarda, ninguno fue tan inescrutable como Dionisos —no el ario y enjuto al que en los archivos vaticanos llaman Pajita, sino el otro: el que besó. Así lo conocían algunos novicios en susurros, y así lo recuerda una carta del padre Hermannus Blavatsky —homónimo hereje del ocultista—, donde se menciona “aquel que, sabiendo lo que hacía, besó en la frente al traidor”. La frase está tachada con violencia, como si nombrarlo implicara abrir una puerta sellada por siglos.

Pajita no fue un apodo gratuito. Era una deformación afectuosa, secreta, y a la vez condenatoria de Dionisio el Areopagita, el más insigne de los plagiarios santos. El primer evaporado. Aquel que falsificó su nombre hasta que la Iglesia lo canonizó por la delicadeza de su crimen.

Dionisos —el nuestro, el del beso— fue, según una hipótesis defendida en 1921 por el arabista sirio Yusef Ben-Magdal, el verdadero autor del llamado Códice Seraphim, un manuscrito tan ilegible como profundo, donde se intenta vincular —no sin insinuaciones gnósticas— a los esenios del Qumrán con las comunidades cristianas primitivas de Etiopía, específicamente con la secta de los Zëra Yacob. Esta tesis, si bien descartada por los teólogos ortodoxos, fue citada con fascinación por Elias Canetti en un apunte marginal de La conciencia de las palabras, y retomada luego por G. K. Szilárd en su apócrifo ensayo De los evangelios transmitidos por la arena.

Dionisos vivía, en los últimos años, entre el ayuno y la vigilia. Su cuerpo, privado casi del tiempo, parecía sostenido por una voluntad que no podía nombrarse. Hasta que ocurrió lo improbable: fue elegido papa el cardenal Robertus Franciscus de Chicagum, quien tomaría el nombre de León XV. El nuevo pontífice tenía exactamente la misma edad que Dionisos —ochenta y un años, cinco meses, dos semanas y tres días—. Este dato, menor para la prensa, lo trastocó.

Esa noche, mientras los canales repetían imágenes del balcón y las campanas, Dionisos sintió, no en la cabeza sino en el corazón, lo que él mismo describió en su diario como “un gusanillo que no era animal sino reminiscencia”. Era —o creía que era— la misma serpiente del Génesis, pero transfigurada en un pensamiento persistente: si él es el elegido, ¿qué fui yo entonces?

Pasó cuatro noches y cuatro días sin alimento, apenas con un sorbo de agua de císterna. Oraba. Esperaba del cielo una señal. Invocó al Espíritu Santo como se invoca a un huésped perdido. Pero no bajó la paz. Bajó la duda. No como una respuesta, sino como una certeza inversa: esta era su generación, él y León XV eran dos caras del mismo signo. En la lógica de los antiguos profetas —o de los espejos—, uno debía sobrevivir apenas unos días al otro. Dionisos intuyó que no había opción: uno moriría, y el otro seguiría apenas para confirmar la muerte del primero.

Pensó viajar a Roma. Pero no lo hizo. Una frase de Juan Filocalo, citada erróneamente por Borges en su Historia de la eternidad, lo contuvo: “Quien ve morir al reflejo, ya ha sido borrado del cristal”.

Dionisos escribió su testamento teológico en una hoja suelta, guardada entre las páginas de una edición trilingüe del Libro de Enoc. Solo dice: “Si Dios ha dispuesto que muramos juntos, es que hemos nacido el uno para la caída del otro. La eternidad, a veces, también necesita rivales.”

Nadie sabe si vive aún. Algunos sostienen que fue visto en la iglesia de Debre Damo, entre montañas coptas, disfrazado de monje etíope. Otros, como el teólogo panameño Claudio Marrón-Sobrino, afirman que Dionisos fue un doble literario inventado por León XV antes de entrar en el seminario, y que todos sus textos fueron escritos por el papa mismo durante su juventud, bajo un estilo que imita deliberadamente a los Padres del Desierto.

Lo único cierto es esto: al cumplirse un mes exacto del inicio del pontificado de León XV —el Papa del fin, no se sabe si del mundo o de los reflejos—, una paloma blanca atravesó sin razón el silencio de la celda 7 de la cartuja. Y nadie supo, hasta hoy, si vino a anunciar el fin… o a recoger un alma

Comments

Leave a comment

Discover more from Centeno's Lighthouse

Subscribe now to keep reading and get access to the full archive.

Continue reading