Más cerca de Huxley que de Orwell

Israel Centeno

Torre de Alejandría

Nos advirtieron de un futuro de represión violenta, cámaras omnipresentes y ministerios de la verdad. Pero lo que llegó fue más sutil y más efectivo: un mundo donde ya no hace falta vigilar porque todos se entretienen. La tiranía suave del placer ha reemplazado al látigo. Este ensayo explora cómo el autoritarismo del siglo XXI no castiga: seduce.


El nuevo autoritarismo: placentero, blando, total
Por Israel Centeno

Durante décadas, el imaginario político-cultural nos preparó para resistir una distopía brutal, opresiva, con ecos metálicos de botas sobre adoquines, ojos omnipresentes y la humillación pública de quienes no obedecieran. Nos entrenaron para el mundo de Orwell: 1984 como el manual de advertencias, como la pesadilla por venir. Pensamos que el totalitarismo llegaría con uniforme, con censura explícita, con un rostro que gritara “¡Control!”.


Lo que llegó —pausadamente, con tacto, con algoritmos— fue más seductor. No se impuso; se ofreció. No vigiló con fuerza bruta; sedujo con acceso. No reprimió; anestesió. Y esa fue la verdadera victoria.

Aldous Huxley lo anticipó en Un mundo feliz, y en su famosa carta a Orwell lo dejó claro: el futuro no sería una cárcel, sino un parque de diversiones. El poder no necesitaría torturar si podía distraer. El miedo no sería el principal instrumento de dominio, sino el placer.


En lugar del Gran Hermano, tenemos feeds infinitos y dopamina en forma de notificaciones. En lugar de Ministerios de la Verdad, tenemos plataformas que moldean la percepción desde el entretenimiento, desde la comedia, desde la empatía dirigida. La verdad no necesita ser prohibida; basta con que sea irrelevante. Basta con que compita con mil versiones más atractivas, más digeribles.

Y así, la pregunta no es si estamos vigilados, sino si hemos renunciado voluntariamente a la privacidad. No se necesita un policía del pensamiento si el usuario denuncia a su vecino en nombre del bien común. No se necesita censura estatal si todos saben instintivamente qué no se debe decir para no ser cancelado. La autocensura se volvió un reflejo, no una orden. La obediencia se volvió moral, no política.


El nuevo autoritarismo no te hace desaparecer; te hace viral. No te prohíbe libros; te da acceso a millones y te enseña a no leer. No quema ideas; las vuelve memes. No aplasta tu cuerpo; lo domestica con confort. El panóptico ya no es un edificio, es un estilo de vida: conectado, satisfecho, vigilado por ti mismo.

Los nuevos dictadores no se parecen a Big Brother. Se parecen a tus amigos, a tus influencers favoritos, a tus terapeutas virtuales. No tienen uniforme, sino branding. No te asustan: te agradan. Y no se sostienen con bayonetas, sino con likes.


Orwell nos enseñó a temer la represión. Huxley nos pidió temer la indiferencia. Orwell temía el dolor como herramienta de control. Huxley, la distracción. Orwell imaginó un mundo donde la lectura era un crimen. Huxley, uno donde nadie quería leer. Orwell vio un futuro de vigilancia; Huxley, uno de complacencia.

Y es en este segundo escenario donde estamos. No bajo la bota, sino bajo la anestesia. No con miedo, sino con fatiga. No censurados, sino sobreestimulados hasta el colapso.

Huxley tenía razón: el control más eficaz no es el que se impone por la fuerza, sino el que se desea.
El que te da todo… excepto la libertad de querer otra cosa.


Tal vez aún no sea tarde. Tal vez podamos, en medio del zumbido constante de estímulos, apagar la pantalla y hacer la pregunta huxleyana por excelencia:
¿Estoy eligiendo esto, o lo estoy consumiendo porque es lo único que me dejan elegir?

Porque en un mundo feliz, el primer acto de rebelión no es gritar. Es despertar.

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