Israel Centeno
(Una carta para mi sobrino)

Haces una buena pregunta, quizás la única que realmente importa: ¿Dónde está el cuerpo de Cristo—ahora, de verdad? No hablo de ideas o recuerdos, sino de la realidad. No es sólo curiosidad, ¿verdad? Es algo más profundo—una inquietud, como si hubiéramos entreabierto la antigua puerta marcada “Ascensión” y algo brillante y extraño nos esperara detrás.
Hablamos de Cristo sentado a la derecha del Padre, pero eso no se refiere a una posición física. No es geografía. No se trata de “dónde”, sino de cómo. Porque si su cuerpo—todavía herido, todavía carne—ha resucitado más allá de la corrupción y la distancia, y sigue siendo cuerpo, entonces quizás siempre hemos entendido mal lo que “cuerpo” realmente significa.
La desaparición de Jesús en Emaús, la de Felipe tras bautizar al etíope… no son trucos. Son señales. No de ausencia, sino de otro tipo de presencia. El cuerpo de Cristo resucitado no es menos real—es más real. Es la realidad, encendida por la gloria.
¿Y la Eucaristía? No es sólo pan. Pero tampoco es magia. No responde a “dónde está Jesús” como lo haría un GPS. Es un velo que se corre, un destello de un mundo justo debajo del nuestro. La Eucaristía no ubica a Cristo—lo manifiesta. Y por eso necesitamos al Espíritu Santo: para percibir a Cristo, no como fue, sino como es. Sí, esto roza el misterio—pero no para ocultar la verdad, sino para invitarte a entrar.
Quizás nunca hayas oído de la Sofiología, pero es una corriente antigua que habla de la Sabiduría divina—Sofía—no como concepto, sino como la estructura misma de la realidad. Cristo no está separado del mundo. Él es el mundo transfigurado. Su cuerpo glorificado no está “allá afuera”, sino que es la semilla de lo que el mundo está llamado a ser. La Ascensión no es una partida—es una revelación.
Jesús dijo que el Reino de los Cielos es como un grano de mostaza. Pequeño, casi invisible, pero con un poder que lo llena todo. Y también dijo: “El Reino está dentro de ustedes”. No como poesía—como verdad profunda. Santa Isabel de la Trinidad lo entendió: “Llevo la Trinidad dentro de mí y me refugio allí”. No era metáfora. Era su lugar real de encuentro con Dios.
Pero el Reino no está sólo dentro. También está más allá del tiempo y el espacio. Nos rodea, nos sostiene. Cristo, como Logos, no sólo mantiene unido al universo: lo canta a la existencia, nota por nota. El Reino es esa música que hemos olvidado escuchar.
¿Y la Eucaristía? No es metáfora. Es el punto donde todo se une: tiempo y eternidad, carne y espíritu, cielo y tierra. No es un recuerdo dramatizado. Es el recuerdo hecho presente. Es el Calvario y las bodas del Cordero al mismo tiempo. El altar no es un escenario—es un umbral.
Cada misa, en cualquier parte del mundo, no es una repetición. Es participación en el único sacrificio eterno. Una sola llama, vista desde muchas ventanas. Un solo Cristo, ofrecido una vez, presente para siempre. No repetimos el Calvario—entramos en él.
¿Y el velo? Es más delgado de lo que crees. No se rompe con fuerza, se aparta con consentimiento. No se atraviesa a la fuerza—se descubre. Se pasa como el aliento en medio del silencio. Y el portal no se abre sólo en el altar, sino en toda alma lo bastante hambrienta para ver.
Entonces, ¿dónde está el cuerpo glorificado de Cristo?
En el Reino. En tu alma. En la Eucaristía. En ese pequeño acto de fe del tamaño de un grano de mostaza. Porque ese grano diminuto contiene el peso entero de una nueva creación.
El portal ya está abierto. El velo es delgado. Y la invitación sigue en pie: Ven y verás.
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