Israel Centeno

(y otras supersticiones modernas)
Tú no quieres renunciar. Lo tuyo es pura renuencia.
Te enorgulleces de ser un saco de químicos lleno de instintos, una criatura consciente de su propia inconsciencia. Presumes que no tienes alma, que todo es estructura, impulso, supervivencia, código genético. Te pavoneas de tu animalidad ilustrada como quien exhibe una herida abierta, y a la vez exiges ser tratado con una dignidad que solo tendría sentido si existiera algo más que carne.
Pretendes valer más que el venado que matas, la lapa que cazas, el cochino que destripas o la hormiga que pisas sin pensarlo. ¿Por qué? ¿Por tu discurso? ¿Por tu angustia? ¿Porque puedes escribir tu sufrimiento en primera persona mientras observas un atardecer con filtro?
La naturaleza —esa diosa de plástico biodegradable que has entronizado para reemplazar a la trascendencia— no escoge, no honra, no bendice. Devora. Devora todo. El animal, la planta, el río, la piedra, la especie, la emoción. No distingue entre el alga y el emperador. No sabe lo que es un hijo. No recuerda. No promete. No perdona. Así que si has decidido vivir sin Dios, no esperes compasión cósmica: no la hay.
Y sin embargo, hay quienes siguen citando a Nietzsche como si descubrieran fuego. Pero lo que fue martillo hoy es souvenir. Lo que fue rebelión hoy se imprime en franelas. Los que una vez escarbaron el abismo ahora venden cursos de productividad emocional. Y el superhombre —si alguna vez existió— tiene hoy forma de influencer nihilista que repite “nada importa” mientras cobra por dar conferencias. Lo que queda es el humo de una transgresión transformada en estética de marca.
Esos mismos lloran por el mal, se indignan por la injusticia, preguntan por qué Dios permite esto o aquello, como si esperaran una respuesta. Olvidan —o fingen olvidar— que si todo es azar y biología, entonces todo está permitido y nada requiere explicación. Si no hay alma, no hay deber. Si no hay eternidad, no hay culpa. Si no hay Dios, no hay sentido. Entonces, ¿por qué lloran?
Lo que duele no es la injusticia, es saber que según su propia doctrina, eso no debería doler. Que su dolor es un residuo. Una herencia incómoda de lo que niegan. Pero igual gritan, como quien lanza un mensaje en una botella sin mar.
Y por cierto: la biosfera —no se nos olvide— es un accidente del azar. Eso dicen. Podrías ponerle muchas comillas a ese “azar”, pero ni siquiera crees en las comillas. Las consideras debilidad. Prefieres afirmarlo todo con brutalidad empirista. Perfecto. Entonces asume tu azar. Juega tu lotería. Vive este día como el último, no como consigna de autoayuda, sino con el peso real de tu fe: mañana no es que se apaga la luz, es que no hay nadie que la vuelva a encender.
Y esto no es una amenaza. No es chantaje. Es una elección.
Cada quien decide: ¿trascendencia o descomposición?
Pero no vengas a pedir consuelo.
Si renunciaste a todo lo que te hace eterno,
abraza tu saco de químicos.
Y mastícalo en crudo.
Leave a comment