Israel Centeno
La modernidad es una palabra cargada, pesada como una promesa no cumplida. A lo largo de los siglos ha significado distintas cosas: para unos, el triunfo de la razón; para otros, la traición de los dioses. En su acepción más general, la modernidad ha sido entendida como el proceso de ruptura con el mundo tradicional —con sus jerarquías teocráticas y su cosmovisión cíclica. Es la era del tiempo lineal, del progreso, de la fe en el hombre, en la ciencia, en el Estado-nación, en la técnica.
Su comienzo es debatido: algunos lo sitúan en el Renacimiento, otros en la Reforma protestante, la Revolución Francesa o la Ilustración. Para algunos, la modernidad nace con el reloj mecánico; para otros, con el contrato social. Su mito fundacional radica en la idea de emancipación: liberarse del dogma, de la ignorancia y de la servidumbre.
Pero esa narrativa ha sido desmentida por la historia. La modernidad, en su avance triunfal, trajo también la colonización, el racismo científico, la explotación de cuerpos y tierras, la guerra total, los campos de concentración, la bomba atómica, la fábrica, el algoritmo.
La modernidad trajo el totalitarismo y la democracia, el populismo y el nacionalismo. Desató los ideales de los derechos universales mientras diseñaba nuevos sistemas de vigilancia y control. Parió la república liberal y el campo de concentración. La misma racionalidad que imaginó el contrato social optimizó la eficiencia del genocidio. La modernidad es una herencia ambigua: dio voz a la emancipación y herramientas para silenciarla. Es tanto la imprenta como el algoritmo que alimenta la desinformación. Es revolución y represión, utopía y catástrofe.
Después de la posmodernidad —ese tiempo de fragmentación, escepticismo, disolución del sujeto y del sentido—, ¿qué queda de la modernidad?
Modernidades múltiples: geografía de una idea fracturada
Hoy, hablar de modernidad implica reconocer que no hay una sola. Existen modernidades múltiples, desiguales y contradictorias.
En Europa Occidental, la modernidad es una memoria melancólica: se asocia con el Estado de bienestar, con la utopía ilustrada ya marchita, con los valores humanistas en crisis. Es un legado que pesa y al que muchos ya no saben cómo responder.
En Estados Unidos, la modernidad sigue siendo una promesa de expansión, de mercados, de innovación tecnológica. Allí, el ideal moderno se mezcla con la fe en el progreso digital y la reinvención permanente del sujeto. Silicon Valley es su nuevo Vaticano.
En América Latina, la modernidad se ha vivido como una importación fallida, una quimera imitativa que nunca llegó del todo —o que llegó de forma brutal y selectiva. Fue un modelo urbano impuesto sobre la periferia, que coexiste con prácticas ancestrales, informalidad estructural y una “modernidad a medias” que convive con lo arcaico.
En África y partes de Asia, la modernidad se entrelaza con las heridas del colonialismo. Es a la vez aspiración y trauma. En algunas zonas, todavía es sinónimo de electricidad, agua potable, alfabetización. En otras, significa despojo, minería extractiva y urbanización salvaje.
En el mundo islámico, la modernidad occidental se mira a menudo con desconfianza: como un cuerpo sin alma, una racionalidad sin Dios. Muchos movimientos actuales surgen como resistencia identitaria ante una modernidad secularizante percibida como agresión.
En los márgenes, en los exilios, en las zonas grises, la modernidad es una promesa rota —o una promesa por venir. En Venezuela, por ejemplo, muchos la recuerdan como un tiempo en que los ascensores funcionaban y las bibliotecas estaban abiertas. Un pasado mejor que el presente, aún soñado como futuro.
¿Desde dónde se ve, desde dónde se vive?
La modernidad no es lo mismo vista desde el centro que desde la periferia. No es igual para quien la construyó que para quien la padeció. No significa lo mismo para quien vive en una ciudad inteligente que para quien carga agua en un bidón. La modernidad no es solo un sistema de ideas, sino una experiencia encarnada: se huele, se siente, se sufre, se pierde.
Y tampoco es igual para quien la vivió, que para quien nunca la alcanzó.
En este sentido, la modernidad se ha convertido en una categoría relacional y desplazada: no se trata tanto de saber si estamos o no en ella, sino desde dónde la narramos, qué parte nos tocó, qué promesa nos fue negada.
¿Qué queda? ¿Qué sigue?
Después de la posmodernidad, lo que queda no es un regreso a la modernidad, sino una revisión crítica. Ya no se cree ciegamente en el progreso. Ya no se espera que la técnica redima al hombre. Pero tampoco se ha encontrado un nuevo mito fundante.
Quizás lo que toca ahora es una modernidad con memoria, una modernidad consciente de sus propias ruinas. Una modernidad que no se imponga como dogma, sino que escuche. Una modernidad que, en lugar de borrar las diferencias, aprenda a convivir con ellas.
Una modernidad humilde, si es que eso es posible.
Si la modernidad fue una promesa —de emancipación, de progreso, de razón—, la globalización fue su multiplicación exponencial, su salto al espacio virtual, su pretensión de ubicuidad. En nombre de la globalización se habló de interconexión, de aldeas planetarias, de mercados libres, de ciudadanía global.
Pero hoy, desde muchas latitudes, la globalización aparece como otro fracaso —o peor: como la revelación de una mentira bien vendida. No igualó las oportunidades. No cerró brechas. No conectó a todos de forma simétrica. Lo que hizo fue ampliar los abismos, estandarizar el consumo sin democratizar el acceso, y profundizar las asimetrías entre centro y periferia, norte y sur, incluidos y descartables.
Desde Caracas, Lagos, Nairobi, La Paz o El Cairo, la globalización no se experimenta como una fiesta, sino como un evento VIP al que no se entra. Y lo más grave: como una trampa lingüística, un relato construido desde los centros de poder que convierte en “progreso” lo que para muchos significa desarraigo, deuda, hambre o migración forzada.
¿Y qué tiene que ver esto con la modernidad?
Todo.
La modernidad, en sus inicios, fue también una forma de control: del tiempo, del cuerpo, de la narrativa histórica. La globalización retoma esa vocación, pero con herramientas más sofisticadas. En lugar de colonizar con barcos, se coloniza con datos, con deuda externa, con algoritmos de consumo, con Netflix y con Google Translate. Con tratados que favorecen a unos y condenan a otros. Con muros invisibles que no aparecen en los mapas, pero que dividen con la misma violencia que los antiguos imperios.
Los abismos
Vivimos en un mundo donde las desigualdades no solo persisten, sino que se digitalizan y se normalizan. Un niño que aprende por TikTok en las afueras de Tegucigalpa está viendo los mismos contenidos que otro en Berlín. Pero uno tiene acceso a una vida con derechos, y el otro no.
La globalización ha uniformado la forma de desear, pero no la de alcanzar. Ese es uno de sus grandes fraudes: hizo global la frustración, pero no la justicia.
Entonces, ¿qué hacer?
No se trata de rechazar toda forma de modernidad o globalización, sino de desenmascararlas —de comprender desde qué lugares se imponen y con qué fines. Se trata de exigir una reapropiación crítica de lo moderno, una lectura desde los márgenes, desde los cuerpos rotos, desde quienes no acceden a la narrativa hegemónica pero resisten con su lengua, con su memoria, con su forma de nombrar el mundo.
Y también se trata de recordar que la historia no ha terminado, que los relatos dominantes pueden cambiar, que existe otra modernidad posible: una que no se construya sobre cadáveres ni sobre la exclusión, sino sobre la justicia, la escucha y la pluralidad radical.
El deseo desigual y el espejismo de la equidad global
Para todo el mundo el deseo no es igual, aunque el objeto del deseo sea compartido. Esa es una de las paradojas más profundas del mundo contemporáneo. El mismo teléfono, la misma marca de ropa, la misma universidad o la misma visa Schengen despiertan pasiones distintas en Berlín que en La Habana, en Oslo que en Tegucigalpa. El deseo no es universal: es situado, histórico y atravesado por el abismo.
La promesa del progresismo global, en sus versiones más ingenuas o arrogantes, ha sido la de una equidad sin diferencias, una nivelación utópica que desconoce las condiciones materiales, espirituales y simbólicas de las distintas latitudes del mundo. Hablan de inclusión, pero solo incluyen lo que se pliega al formato. Hablan de igualdad, pero exigen primero la renuncia a toda identidad profunda. Y cuando esa equidad no llega —porque no puede llegar sin violencia simbólica o material—, entonces la respuesta es más control, más censura, más pedagogía obligatoria.
Lo que se presenta como “igualdad” es muchas veces una forma sofisticada de neo-posmo-colonialismo, donde no se impone un idioma o una bandera, sino un marco de deseo, una lista de lo que se debe querer y cómo se debe vivir para ser “moderno”, “progresista” o “del mundo”.
Pero el deseo, allí donde es genuino, resiste. Hay pueblos que desean otra cosa. Que desean sin querer pertenecer. Que imaginan la vida más allá del algoritmo, de la carrera del éxito, de la corrección política o de la última serie de HBO. Y por eso son vistos como amenaza.
La globalización del deseo sin la globalización de los medios para alcanzarlo es una fuente inagotable de frustración sistémica. Y esa frustración no produce revolución, sino desesperanza, resentimiento, fuga o cinismo. Se convierte en enfermedad psíquica global. En trauma histórico distribuido digitalmente.
La única forma de resistir no es uniformar el deseo, sino reconocerlo en su singularidad. Asumir que el ideal de equidad debe nacer desde abajo, desde los contextos vivos, y no ser impuesto desde salones académicos o plataformas filantrópicas. De lo contrario, seguiremos sembrando la misma paradoja: una promesa de justicia que produce nuevas formas de exclusión.
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