El pájaro Guarandol

En los restos oxidados de lo que alguna vez fue la república, en las costas erosionadas del oriente venezolano, más allá de las ruinas del Puente Angostura y el eco de los discursos huecos que alguna vez retumbaron en Caracas, se alzaba la comunidad de Los Últimos Orientales. No tenían bandera, ni himno, ni calendario. Pero tenían un ídolo de piedra: una estatua bifronte y mutilada, con un rostro mirando al este y otro al oeste. Uno era sonriente y aguileño, el otro cansado y venerable. Nadie recordaba sus nombres. Sólo sabían que uno había sido el último en perder y el otro el último en pactar. Los llamaban, en clave reverente, El Enrique y El Rafael.

Alrededor de aquella estatua —que algunos afirmaban surgió del fondo del Orinoco durante el terremoto silencioso del año 0 PD (Post-Derrumbe)— los orientales tejieron una religión sencilla, casi infantil: si le rezaban lo suficiente a los Dos Rostros, el pájaro guarandorGuarandol binario vendría.

El pájaro Guarandol binario no tenía alas como los pájaros de antes. Su plumaje parecía un mosaico digital: hexágonos en tonos verdes, lilas y naranjas que cambiaban según el viento. Tenía un canto dual: por un lado gorjeaba como un ruiseñor, y por el otro siseaba como si alguien estuviera decodificando una frecuencia antigua.

No se posaba en ramas ni en antenas oxidadas. Se posaba sobre los hombros de los elegidos.

Y elegía a todos.

Cada cierto tiempo, el Guarandol binario descendía en espiral sobre la plaza de la estatua bifronte. Uno por uno, hacía el amor con los miembros de la comunidad —no como un acto carnal, sino como una epifanía sensorial donde cada quien revivía, en un instante, el amor que nunca vivió. A los viejos les devolvía una pasión adolescente; a los niños, una ternura absoluta. A los confundidos, les daba claridad por un parpadeo. Luego se iba, dejando en el aire un aroma entre coco rallado y ozono.

Las mujeres quedaban embarazadas. Pero no sólo ellas. Algunos hombres también, y no había escándalo. Parían todos, sin distinción, bajo las hojas anchas del moriche. Nacían bebés sin género, con ojos oblicuos, orejas pequeñas como escamas y una piel que brillaba apenas con la luna llena.

Decían los más sabios (una anciana con la voz rota y un muchacho que recitaba versos sin saber leer) que el Guarandol binario venía del futuro. No del nuestro, sino de uno paralelo donde la jerga andaluza —los miarma, los illo, los ozú— se había convertido en lengua imperial, y el Caribe había sido borrado por las series de televisión. El pájaro era una grieta en esa distopía, una criatura enviada para preservar la rareza, la contradicción, el canto propio.

Por eso, cada vez que una cría del Guarandol binario nacía, los orientales celebraban como si un dios hubiera aprendido a bailar tambor. Reescribían sus oraciones, quemaban diccionarios heredados, y prohibían la palabra “chévere”, por demasiado domesticada.

Una tarde sin sol, un niño nacido del canto del pájaro preguntó:

—¿Y si algún día no regresa?

La estatua bifronte pareció estremecerse.

La cara de Enrique derramó una lágrima de piedra.

La cara de Caldera sonrió con la resignación de quien ha pactado, incluso con lo imposible.

Entonces el niño levantó su mano al cielo binario y sus dedos se encendieron en azul y rojo, y en su lengua sin género pronunció una palabra que aún no existía, pero que, dicen los abuelos, será la clave para reescribir Venezuela cuando el mundo vuelva a empezar.

Y el pájaro Guarandol binario descendió una vez más.

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