Israel Centeno

Epístola Uno: A Carlos Marx
23 de Enero, Caracas, baluarte del socialismo del siglo XXI,
Estimado señor Marx:
Le escribo desde el futuro. No el futuro glorioso que usted prometió. No la tierra sin clases donde los hombres se abrazan bajo la bandera roja de la igualdad. Le escribo desde las cenizas, desde los escombros de los regímenes que nacieron de su pluma y de sus pústulas. Le escribo desde la historia real, no desde su versión teológica del progreso.
¿Recuerda usted, Karl, cuando afirmaba con seriedad profética que la historia tenía una dirección y un desenlace? ¿Cuando hablaba del proletariado como redentor universal? ¿Cuando creía que el motor de la historia era la lucha de clases y que el comunismo era su culminación lógica?
Le informo que todo eso fue intentado. Varias veces. En Rusia, en China, en Camboya, en Corea del Norte, en Venezuela, en Cuba. Millones marcharon convencidos de que su lógica era infalible. Pero lo que encontraron al final del camino no fue la emancipación del hombre, sino la dictadura del burócrata, la vigilancia del camarada, el silencio del fusilado.
Sus discípulos más fieles construyeron campos de trabajo, paredones, gulags, estructuras de delación y represión; convirtieron el hambre en herramienta de Estado, las hambrunas genocidas en estrategia de control, y el exilio en una condena para millones. Elevaron al Partido por encima del alma, y llamaron “reeducación” a la tortura. Bajo su bandera se destruyeron religiones, se exterminaron tradiciones, se quemaron libros, se empujó a millones a la uniformidad mental.
¿Sabe qué fue lo que realmente se logró, don Karl? Una maquinaria que funciona con odio, una economía planificada por comités incompetentes, una élite que vive como zar mientras predica la igualdad desde balcones adornados con retratos suyos.
Y mientras eso sucedía, usted —sentado en su sillón maltrecho, con el trasero en carne viva por las hemorroides y el orgullo herido por el desprecio de los alemanes a su “genio incomprendido”— escribía con desesperación a Engels. No para pedir disculpas, sino dinero. Un poco más, siempre un poco más. Porque había que seguir escribiendo el libro que cambiaría el mundo. Y lo cambió, sí. Pero no como usted creía.
Porque aunque fue usted profundamente eurocentrista, su obra más célebre, El capital, fue leída a saltos, mutilada, descontextualizada, convertida en manual revolucionario para adaptarla a la periferia, para forzar la mano del resentimiento y convertir la lucha de clases en programa de Estado. Fue leída por Abimael Guzmán, teórico y asesino; salteada por Fidel; citada por el Che entre balas; usada como comodín por Chávez en cadenas infinitas; reinventada en la Sorbona por académicos que querían parecer radicales; y ahora, su espectro baila en videos de TikTok, donde niños bien alimentados juegan a ser revolucionarios desde sus teléfonos de última generación. Su lógica —que en Europa parecía crítica— en América Latina fue convertida en dogma, en excusa de colonización ideológica. No vino a liberar al pueblo, sino a sustituirlo por una entelequia: la clase histórica, el hombre nuevo, el Estado redentor.
Usted creyó que la historia era una ciencia. Que podía ser predicha, domesticada, escrita en capítulos. Pero la historia no es una ecuación. Es un drama. Es la escena donde el bien y el mal se mezclan, donde el alma no se deja reducir al capital ni al trabajo.
Usted reemplazó a Dios con el proletariado. Reemplazó la Gracia con la necesidad histórica. Pero su religión secular no salvó al hombre: lo encadenó a nuevas idolatrías.
Le escribo desde un mundo que ya no cree en nada, ni siquiera en la revolución. La igualdad se ha convertido en una caricatura digital. La lucha de clases, en una consigna vacía repetida por influencers. Su pensamiento, en una sombra rencorosa que se niega a morir.
Y sin embargo, Marx, usted no ha muerto.
Porque después vinieron otros. Vinieron Gramsci, Foucault, Althusser, Derrida. Vinieron los que dijeron superarlo. Los que “corrigieron” su teoría con el lenguaje, el deseo, la subjetividad, la biopolítica, el discurso. Pero no lo negaron: lo multiplicaron. Convirtieron su doctrina fallida en un monstruo de mil cabezas, disfrazado de justicia, de minoría, de deconstrucción, de equidad, de inclusión. Donde usted hablaba del obrero, ahora hablan del género, de la raza, del cuerpo, de la norma. Pero el odio sigue intacto. La lógica binaria permanece. La sed de tabula rasa, viva. Usted sigue allí, señor Marx. Solo que ya no tiene nombre. Ahora es sistema. Es atmósfera. Es consigna institucional.
Usted no creó una ciencia, señor Marx. Creó un virus que mutó, un dogma que se propagó bajo nuevas máscaras. ¿Y los medios de producción? ¿En manos de quién quedaron esas cáscaras vacías, esos aparatos desvencijados que ya no producen sino obediencia? ¿Quién pudo descifrar finalmente los modos de producción que usted propuso? Nadie. Porque eran un espejismo. Y esa famosa plusvalía, esa que usted denunció como raíz de la explotación, ¿a quién engordó? Al comisariado estatal, a la policía secreta, a la nueva aristocracia del partido. Lo suyo no fue la emancipación del trabajo: fue la colonización del alma por el Estado total. Eso es lo que hemos aprendido. Eso es lo que la historia ha confirmado.
Desde el polvo de las promesas rotas,
un testigo del mundo que dejó.
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