La conciencia como umbral: conocimiento, presencia y alma

Israel Centeno

(Una meditación desde Eleonore Stump, Teresa de Ávila y Job)

I

En la era de las inteligencias artificiales, los modelos computacionales del cerebro y la obsesión por reducir lo humano a patrones verificables, reaparece una pregunta antigua con urgencia nueva: ¿qué es la conciencia? ¿Es una función biológica emergente, una ilusión útil para la supervivencia, un subproducto del lenguaje? ¿O es, más bien, el umbral sagrado donde ocurre algo que ninguna máquina puede replicar: el encuentro con el otro, con el sentido, con Dios?

Frente a las respuestas técnicas de la neurociencia, muchos creyentes, filósofos y pensadores han sostenido que hay formas de conocimiento que no pueden derivarse de datos, ni de inferencias, ni de mecanismos. Hay saberes que brotan de la relación viva con un Tú. Y en esa experiencia —directa, inmediata, transformadora— se revela algo esencial del ser humano: que no solo piensa, sino que conoce desde el alma.

Este ensayo busca explorar esa forma de conocimiento, partiendo de una distinción clave propuesta por la filósofa Eleonore Stump: el conocimiento franciscano. Lo haremos a través de tres figuras: Teresa de Ávila, Job, y el alma contemporánea que —aunque rodeada de simulaciones— todavía anhela una verdad que no pueda ser imitada.

II

En la tradición escolástica medieval, se desarrollaron distintas formas de hablar del conocimiento. Entre ellas, Eleonore Stump recupera dos: el conocimiento dominicano, de tipo proposicional, lógico, inferido; y el conocimiento franciscano, que es relacional, experiencial, no proposicional. El primero se expresa en afirmaciones; el segundo, en encuentros.

Santa Teresa de Ávila, doctora mística de la Iglesia, lo expresa con claridad desconcertante: uno de los signos de una auténtica experiencia de Dios es que quien la ha vivido no puede dudar de que fue real. Esa certeza no se basa en argumentos, ni en sensaciones placenteras. Se basa en la presencia. No en el alma encerrada sobre sí, sino en el Yo-Tú que irrumpe en el centro mismo de la conciencia.

Es el tipo de certeza que no se puede demostrar, pero que transforma radicalmente. El alma, después de haber sido tocada, ya no es la misma. No por lo que aprendió, sino por lo que vio.

III

En el relato bíblico de Job, el protagonista pasa por el más profundo de los vacíos: el sufrimiento sin explicación. Sus amigos intentan convencerlo de que hay una razón oculta, un castigo merecido. Job, sin embargo, reclama justicia. No pide teorías: pide a Dios mismo.

Y cuando Dios finalmente le responde desde el torbellino, no le entrega respuestas. Le da su presencia. Y Job, transformado, declara:

“De oídas te conocía, pero ahora mis ojos te han visto.” (Job 42,5)

Esa frase es un manifiesto del conocimiento franciscano. Job no sabe más que antes, pero ahora sabe de verdad. Lo que recibe no es una explicación, sino un encuentro. Y eso basta para calmar su alma.

La conciencia, en este sentido, no es una máquina que analiza, sino una morada que puede ser habitada. Y ese tipo de experiencia solo puede darse en un ser con alma.

IV

La teoría del espejo neuronal ha sido invocada como explicación de la empatía, el lenguaje, incluso la conciencia. Pero estas explicaciones, por fascinantes que sean, confunden correlación con causa. Que ciertas neuronas se activen al ver al otro no significa que comprendamos al otro por vía mecánica. Menos aún que amemos.

Las máquinas modernas pueden simular el lenguaje humano. Pero no pueden experimentar la certeza de haber sido vistas, tocadas, comprendidas. No pueden vivir la convicción absoluta que tiene Teresa de Ávila al saberse en la presencia de Dios.

Eleonore Stump afirma con razón que este conocimiento solo es posible en un alma, porque requiere más que datos: requiere comunión. Es un saber relacional, que transforma no por lo que informa, sino por quién lo da. Y eso no se programa. No se calcula. Se vive.

La conciencia, cuando es auténtica, no representa: reconoce. Y en ese reconocimiento del Otro, del Tú, se manifiesta lo que ningún algoritmo puede replicar: la experiencia de la presencia.

V

Si la conciencia fuera un subproducto de la materia, ¿por qué me pregunto por ella? ¿Por qué me inquieta lo que no veo, lo que no toco, lo que no necesito para sobrevivir?

El ser humano es el único ser que puede suspender la necesidad y mirar al cielo, no para orientarse, sino para preguntarse. Y en esa pregunta innecesaria se revela algo esencial: la libertad interior.

Esa libertad no es funcional. No es adaptativa. Es el eco de algo más grande. Es el signo de que la mente humana es alma en acto, no herramienta biológica. Por eso no basta con reducir el pensamiento a química. Porque lo que pienso libremente es el signo de que soy más que lo que me compone.

El alma no se describe por sus partes, como no se describe el fuego por sus llamas. El alma es presencia unificada. Y solo desde ahí puede decirse el “yo” que ama, y el “Tú” que lo despierta.

VI

Teresa de Ávila, Job, y millones de testigos silenciosos, han afirmado lo mismo con lenguajes distintos: que existe un tipo de conocimiento que no se deduce, sino que se da; que no se calcula, sino que se revela; que no nace del análisis, sino del encuentro.

Ese conocimiento —el conocimiento franciscano del que habla Eleonore Stump— es el signo de que la conciencia humana no es un epifenómeno. Es un altar.

Allí ocurre el milagro de saberse amado. Allí se hace audible la voz que no proviene del mundo, pero que lo sostiene. Allí, en el núcleo indivisible del alma, el ser humano no solo piensa: se deja tocar.

Y por eso, ninguna inteligencia artificial podrá suplantarnos. Porque no es la capacidad de pensar lo que nos hace humanos, sino la capacidad de responder a una Presencia que nos precede

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