Dios en el Fade Out

Israel Centeno

Estuve pensando en Roberto Roena toda la tarde. No fue nostalgia. Fue otra cosa. Un sacudón por dentro. Un bajo, desde lo más hondo, se activaba y empezaba a remover cosas viejas. Y en medio de esa sensación aparecieron los recuerdos del 79, 80. Yo con 19 o 20 años. Saliendo de la adolescencia pero todavía sin escudo. Medio ñángara, medio malandro, en ese punto en que uno quiere cambiar el mundo y, al mismo tiempo, se derrumba si la mujer que quiere lo ignora.

Vivía en el oeste de Caracas. Y allá la salsa no era una estética ni una pose. No era para turistas que visitan “El maní es así”, ni para la clase media haciendo su ronda emocional en Sabana Grande. Era nuestra manera de hablar del dolor sin quedar en ridículo. Era la manera de sentir sin tener que explicar tanto. Y en esa banda sonora, Roberto Roena tenía un lugar central. No era ídolo: era clave. Sus discos no eran colección de éxitos. Eran fragmentos de una verdad no revelada.

Y claro, estaba Denise. La Negra. Una flaca hermosa y terrible. Se movía en sol mayor y en carne viva. Estaba perfecta. Pero no era para mí. Aunque a veces, por momentos, parecía que sí. En otra fiesta, semanas antes, me cayó a besos con maldad. Parecía una corroncha. Me dejó el cuello marcado. Al día siguiente todo el mundo jodiendo: “A ti te chupó un mosquito bembón”, “¿Tú eres marico?”, “¿Donaste sangre o qué?” Y uno ahí, entre la burla y la satisfacción de haber sido mordido por la negra, queriendo defender algo que ni siquiera entendía. Porque el amor, cuando no es claro, es una trampa que uno se pone solo.

Y luego, aquella tarde en casa de Kike. No había rastro de besos ni de corronchería. Solo distancia y dialectica. Denise me bailó un par de temas, sonreía no debía nada, y de pronto se lanzó a la pista con otro. Uno más suelto, más calle, más decidido. Yo me quedé quieto, con el vaso en la mano, la lengua seca y el pecho abollado.

Y entonces sonó “Mi Desengaño”. La percusión entró seca, el bajo pesado. Tito Cruz no cantaba. Declaraba. “Cuando despierte, diré… mi desengaño.”  la melopea de lo que yo no aceptaba. El Apollo Sound no fallaba. Era exacto. Era música y percusión con precisión asesina. Roena sabía dar espacio. Sabía cuándo dejar que las palabras hicieran daño y cuándo meter los metales para levantar al muerto.

Y entró “Marejada Feliz”. Más melódica, más suave. Pero no por eso menos feroz. “La playa de mi cariño…” decía, y yo entendí que la felicidad era una banalidad del mal. Viene como un regalo, castiga y se va. Yo la miraba. A Denise. Girando, riendo, soltándose. Su cuerpo me descargaba y me decía: qué va, mi amor, contigo ni pa’ la esquina. Música, y Roena predicando. Era el pastor del fin de mis tiempos.

Y ahí pasó algo que no entendí del todo. No fue iluminación ni milagro. Fue más bien una certeza sin forma. Alguien se sentó al lado mío, invisible  y no dijo nada. Solo era presencia. Un silencio que no juzga. Un acompañamiento mudo. Y supe —o creí saber— que Dios estaba ahí. No el Dios de las templos del reino, no el de los sermones. Uno más callado. Más discreto. Uno que viene y se sienta contigo cuando no queda nada y espera a que respires de nuevo. 

La fiesta seguía, pero para mí ya todo estaba en bajada, era El guagancó del Adiós. El sonido se iba apagando. Roena entraba en fade out. Denise se alejaba. El timbal sonaba, marcaba el final de lo que nunca había comenzado pero estaba ahí, pulsátil; una hinchazón de encía. Y en medio de ese apagón lento, supe que era todo. No había más vuelta. La Negra no era mía. El amor no se fuerza. La música puede enseñarte cosas que ni los libros ni los amigos saben.

Y cuando todo calló, cuando quedó solo la vibración en el cuerpo, yo sentado permanecí tranquilo con las remoras del alcohol, escuchando el silencio de una última nota. Y sentí que había algo más. Algo pasivo. Aunque Denise ya no estuviera, aunque el momento se hubiese perdido, aunque las bromas de los panas siguieran flotando como zancudos en la memoria, algo adentro pulsaba.

Y era eso.

Era el fade out.

Era Dios.

Sin palabras.

Sin redoble.

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