Israel Centeno

Una meditación cristiana sobre el dolor que vuelve y la gracia que transforma
El dolor tiene memoria.
Y no porque la herida sea débil, sino porque el alma recuerda en presente.
Cuando evocamos una injusticia, no recuperamos solo un hecho pasado:
reactivamos un sentido inconcluso.
El recuerdo vuelve porque quedó incompleto, porque exige verdad, porque desea justicia.
El alma humana no tolera el mal como un simple dato:
lo lee como una fractura del ser,
y por eso duele al recordarlo.
La memoria actualiza lo que aún no ha sido resuelto.
Pero aquí entra el misterio:
cada recuerdo es potencia.
Puede reabrir la herida
o puede transformarse en semilla.
Puede repetir el ciclo
o puede iluminarlo.
Entre esos dos caminos se juega nuestra libertad.
El escándalo del perdón
Cristo propone algo desconcertante:
perdonar setenta veces siete.
No es sentimentalismo.
No es olvido.
Y tampoco es renuncia a la justicia.
Es una invitación a sacar la herida
del dominio del tiempo
y colocarla en la eternidad.
Perdonar no significa que el mal no importe.
Significa que el mal no tendrá la última palabra sobre tu identidad.
El perdón cristiano rompe el ciclo.
Es una interrupción ontológica.
Es el acto por el cual el alma se niega a ser moldeada por la herida
y se abre a la luz de Dios.
La otra mejilla y el misterio del ser
“Poner la otra mejilla” es un gesto incomprendido.
No es pasividad, ni docilidad, ni ingenuidad.
Es una revolución interior:
un rechazo a la lógica del agresor.
Significa:
“No me convertiré en lo que me has hecho.”
“No permitiré que tu mal dicte mi respuesta.”
“La violencia no tendrá eco en mí.”
Ese gesto es acto puro:
la voluntad tocando su propia libertad.
Lo que podría haber sido un reflejo automático —resentimiento, venganza, repetición—
se transforma en una decisión luminosa.
Aquí se ve la hondura del Evangelio:
solo quien ama puede romper la cadena del odio.
El cristiano entre el ‘fue’ y el ‘todavía no’
La pregunta —“¿Quién habita entre el fue y el aún no soy?”—
toca el corazón del discipulado cristiano.
Ese espacio intermedio es donde vive el creyente.
No somos aún la gloria prometida,
pero ya no somos lo que éramos en la caída.
Habitamos un umbral:
la potencia esperando convertirse en plenitud.
Y es allí donde recordamos el dolor.
Donde perdonamos.
Donde avanzamos a tientas hacia la luz.
Es natural que duela.
Pero en ese dolor —cuando se entrega a Dios—
crece algo invisible:
fortaleza, humildad, claridad, ternura.
La gracia trabaja en silencio dentro de la memoria.
El perdón como transfiguración de la memoria
Cristo no pide que olvidemos.
Pide que entreguemos.
Él sabe que el corazón humano no puede borrar el pasado:
pero sí puede recibirlo transformado.
Cuando Dios entra en la herida:
– el hecho permanece,
– pero el veneno se disipa;
– la memoria ya no acusa,
– sino que ilumina.
La herida se vuelve ventana.
Y lo que dolía
se convierte en lugar de encuentro con Dios.
Ese es el verdadero milagro:
no que dejemos de recordar,
sino que empecemos a recordar desde la gracia.
Cuando llegue la plenitud
Vendrá un día —cuando la potencia alcance su acto total—
en que veremos cada dolor bajo una luz distinta.
Comprenderemos por qué volvió tantas veces.
Comprenderemos por qué perdonar fue tan arduo.
Comprenderemos cómo cada herida entregada a Dios
se convirtió en gloria.
Y entonces sabremos que el perdón
no fue una obligación moral,
sino la disciplina de los santos:
el modo humano de participar
en la misma victoria del Crucificado.
Porque el perdón es la manera en que el alma aprende a vivir
con la luz del Reino
mientras aún camina
por las sombras del tiempo.
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