Job y el misterio de la Cruz

Israel Centeno

Hay historias que solo se entienden cuando se miran desde otra más grande. Y así me pasó con Job: durante años traté de comprenderlo desde su propio libro, desde su sufrimiento, desde sus preguntas. Pero un día, casi sin buscarlo, descubrí que Job no se explica desde Job: se explica desde la Cruz. Todo lo que él vivió —la pérdida, el silencio, la injusticia, el derrumbe interior— encuentra su verdadera luz en ese Hombre colgado del madero, que también gritó: “¿Por qué?”. Y desde allí, desde ese Calvario que ilumina toda sombra, Job comenzó a revelarse de manera nueva para mí.

Siempre pensé que Job era la historia del sufrimiento humano frente a Dios. Pero cuando lo miré desde la Cruz, entendí que es la historia del sufrimiento humano con Dios. Job no está solo en su polvo; Cristo también se sienta en la ceniza. Job pierde hijos, bienes, salud; Cristo pierde sangre, amigos, dignidad. Job clama hacia el cielo sin respuesta; Cristo clama y el cielo se oscurece. Job se siente abandonado; Cristo también: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Y sin embargo, tanto en Job como en Jesús, el abandono no es ausencia: es misterio. Misterio de un amor que no evita la herida, pero la transforma.

Leer Job desde la Cruz me mostró algo que antes no veía: Job no fue probado porque era débil, sino porque era imagen anticipada del Justo que sufriría sin culpa. El límite que Dios pone a Satanás —“toca su carne, pero no su vida”— se vuelve eco de lo que ocurre en el Calvario: los enemigos pueden herir el cuerpo, pero no pueden arrebatar la entrega interior. La vida profunda, la que pertenece a Dios, permanece intacta. Y así entendí que, incluso en mis propias pruebas, hay una Cruz que no destruye, sino que revela. Una cruz que no me arrebata el alma, sino que me la devuelve más verdadera.

Siempre me inquietó el diálogo entre Dios y Satanás, pero la Cruz me enseñó a interpretarlo de otra manera. En Job, el mal pide permiso para acusar; en la Cruz, el mal se atreve a tocar al Hijo. En ambos casos, Dios no negocia: expone. Expone la mentira del acusador y la verdad del amor. Satanás dice: “Job te ama porque lo proteges”; la Cruz responde: “Aquí hay uno que ama hasta sin protección”. Job soporta la pérdida; Cristo soporta la entrega absoluta. Job permanece fiel; Cristo permanece amor. Y en ambos, Dios demuestra que existe una fidelidad que el mal no puede romper.

Pero lo más grande que descubrí al mirar Job desde la Cruz fue esto: el sufrimiento no es la prueba para ver si somos dignos; es el lugar donde Dios se hace más cercano. Job se rasga las vestiduras; Cristo, desde la Cruz, se rasga el cielo. Job se sienta en el polvo; Cristo cae al suelo con la cruz a cuestas. Job desea morir para no sufrir; Cristo muere para que el sufrimiento no tenga la última palabra. Y al final, cuando Dios responde a Job con la grandeza de la creación, entendí que esa respuesta tiene su cumplimiento en la Cruz. Porque allí, en un madero, el Creador vuelve a hablar: no con truenos, sino con amor crucificado.

Mirar mi propio miedo desde la Cruz me cambió. Ya no veo la prueba como un castigo, ni la cruz como una amenaza. Si llega el dolor, no me toca a solas: me toca con Él. Y si la noche se vuelve larga, no es ausencia: es compañía. Job me enseñó a preguntarle a Dios; Cristo me enseñó a quedarme con Él incluso sin respuesta. Y al final, cuando pienso en mi cruz, en la posibilidad de una prueba grande, ya no tiemblo igual. Porque ahora sé que la Cruz no es para quebrarme, sino para hacerme más suyo.

Job no se entiende sin la Cruz. Y la Cruz, cuando la miro de cerca, me dice lo mismo que Job descubrió: sé que mi Redentor vive. Vive incluso en el dolor. Vive incluso cuando todo parece perdido. Vive incluso cuando yo ya no tengo fuerzas.

Y con eso, basta para seguir caminando.

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