Israel Centeno

Si tuvieras que escoger el modelo supremo del poder, ¿qué imagen vendría a tu mente? El guerrero invencible. El rey en su trono. La bestia dominando la selva. Algo fuerte, indomable, resplandeciente. Eso es lo que la humanidad ha venerado siempre. Y con razón. En la lógica de la supervivencia, el fuerte sobrevive. El que gana domina. El que manda mantiene.
Pero hay una imagen que ha desafiado todo eso, no con violencia, sino con una quietud que hiere. Una figura que cuelga de un madero, en el límite del sufrimiento, desnuda, derrotada, escupida. Un condenado. Un fracasado. Un dios muerto. Y sobre esa imagen —la Cruz— millones han construido sus vidas, sus familias, sus obras, sus oraciones. No porque fuera hermosa, sino porque, para ellos, era la verdad.
Nos han dicho que esto es un absurdo. Y lo es. De hecho, fue el filósofo Friedrich Nietzsche quien lo gritó con más fuerza: esta historia del dios crucificado es la mayor ofensa a la vida. Una venganza de los débiles contra los fuertes. Una moral de esclavos que glorifica el sufrimiento, el perdón, la compasión. “¡Dios ha muerto!”, anunció Nietzsche. Pero lo dijo con amargura, porque sabía que, al morir ese dios, algo se había roto para siempre en el alma humana.
Y sin embargo… aquella locura no murió. Sigue viva. Y más aún: ha sido abrazada como saludable, como buena, como necesaria. Cada vez que alguien perdona al que lo traicionó. Cada vez que un hombre se entrega por sus amigos. Cada vez que una madre sufre en silencio para que su hijo viva. Allí, en esos gestos que desafían la lógica del poder, el eco de la Cruz resuena en la carne de la historia.
No es una ética eficiente. Desde la perspectiva del animal, es un suicidio. ¿Perdonar al enemigo? ¿Amar sin medida? ¿Encontrar fuerza en la debilidad? ¿Dar la vida por quien no lo merece? No hay manada, ni alba con su vuelo perfecto, ni colmena que funcione con esa lógica. Son principios que, como nos ha dicho la evidencia, no favorecen la supervivencia inmediata. De hecho, en los infiernos de la historia —los campos de concentración, las guerras, las traiciones—, quien sobrevive muchas veces es el que abandona esos ideales.
Y sin embargo, esas ideas —tan irreflexivas para la máquina biológica— se han convertido en los pilares de lo que llamamos “una vida buena”. Gandhi no liberó a un pueblo con armas. Lo hizo con perdón. Martin Luther King no conquistó derechos con venganza. Lo hizo con amor. Madres Teresa, Óscar Romero, Víctor Frankl —todos ellos, en sus caminos distintos— vivieron de aquella locura que dice: “Lo que parecía debilidad era mi fuerza”.
¿Por qué? Porque el ser humano no es solo máquina. Es deseo. Es memoria. Es historia. Es hilo invisible que teje su pasado con su presente. No es un objeto que responde a estímulos, sino un “yo” que se reconoce en la duda de un niño de seis años frente a una hormiga. No vive solo en el instante, sino en el recuerdo, en la esperanza, en la pregunta: ¿por qué todo esto tiene tanto peso si, al final, no soy más que átomos y tiempo?
Y allí, justo en el punto en que la ciencia no puede cruzar —el “problema difícil” de la conciencia—, allí se abre, como un filo de luz, una afirmación que lo atraviesa todo. Una voz de hace dos mil años que no dijo “sigo la verdad”, ni “enseño la vida”. Dijo: “Yo soy la verdad. Yo soy la vida”.
No es una proposición más entre otras. No es una filosofía entre tantas. Es el centro. Es la fuente. Es la única afirmación que puede sostener toda la cadena de preguntas que hemos ido desenterrando: ¿por qué recuerdo? ¿por qué me reconozco? ¿por qué el dolor importa? ¿por qué el perdón, aunque irracional, es hermoso?
Porque si es cierto que hay en nosotros una identidad que perdura, una conciencia que no se explica solo por neurotransmisores, un amor que no se negocia, una dignidad que se mantiene incluso en la esclavitud… entonces debe haber un fondo en el que todo eso tenga sentido. Algo que no sea solo un pulso de energía, ni un error genético, ni un patrón de información que se borra con la muerte.
Debe haber alguien —o algo— que diga: “Yo soy. Yo soy el origen. Yo soy el regreso.”
Y si ese alguien existe, y se revela, no puede decir algo pequeño. No puede decir: “Soy un maestro más”. Tiene que decir, como quien sabe de lo que habla: “Yo soy el camino. Yo soy la verdad. Yo soy la vida.”
Porque solo así —si esa Palabra es verdadera— todo lo demás puede tener sentido. El perdón no es locura. Es participación en un amor que no se agota. El sufrimiento no es absurdo. Es pasaje. La debilidad no es derrota. Es espacio para algo mayor. Y la Cruz, ese escándalo que repugnó a los fuertes, ese dios muerto que Nietzsche no pudo soportar, se convierte, para los que creen, en el único lugar donde el amor vence a la muerte.
Y quizás no haya pruebas científicas. Quizás nunca tengamos un escáner que mida el alma. Quizás todo siga siendo un salto. Pero es un salto que millones han dado —no por ignorancia, sino por honestidad— porque han sentido que sin aquella locura, el mundo no tendría corazón.
Porque si no hay amor al enemigo, no hay futuro.
Si no hay perdón, no hay paz.
Si no hay entrega, no hay vida.
Y si todo eso es cierto, entonces aquella voz que dijo: “Yo soy la luz, la verdad y la vida”… puede que no sea la locura.
Puede que sea, simplemente, el comienzo.
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