El susurro que dio forma a la historia

Israel Centeno

Siempre he sentido que la historia de Dios con el mundo avanza como un susurro que atraviesa los siglos sin romper el silencio. Un soplo antiguo, imperceptible, que se mueve entre las grietas del tiempo, sobre la arena, entre pergaminos, en el temblor de una mano que escribe sin comprender del todo lo que escribe. Ese soplo no grita: llama. Y llama desde siempre.

Durante siglos no tuvo nombre. Fue apenas una vibración en el corazón de un pueblo. Pero un día, en una aldea sin importancia, un hombre se levantó y dijo palabras imposibles: «Yo soy la serpiente que levantó Moisés», «Yo soy el que habló a Abraham». No fue un anuncio; fue una revelación. Como si de pronto, el hilo invisible que unía desierto, templo, profecía y memoria revelara su forma. Y así, la historia dejó de ser un mapa disperso y se convirtió en un rostro. No hubo decreto, ni maestro, ni escuela que pudiera producir ese momento. Fue simplemente la hora en que la Luz decidió mostrarse.

El pueblo que guardó esas palabras, sin saberlo, estaba escribiendo una carta milenaria: una carta de amor trazada con polvo, lágrimas, dudas y un anhelo que no sabían nombrar. Cada rollo escondido, cada vasija enterrada, cada manuscrito olvidado era una sílaba esperando oídos dispuestos. No era un libro: era un misterio esparcido. Fragmentos de un mismo latido escondidos en distintos siglos. Y, sin embargo, todo apuntaba hacia alguien. Alguien esperado. Alguien herido. Alguien victorioso.

Cuando Jesús apareció, no interpretó las Escrituras: las encarnó. No explicó el rompecabezas: fue la imagen que lo armó. Bastó que dijera «Mirad», y los salmos comenzaron a cantar distinto. Isaías dejó de ser promesa para convertirse en carne. Y el Salmo 22 se volvió un espejo donde el cielo mismo temblaba. La Iglesia, siglos después, solo recogió lo que ya estaba vivo. Las piezas no nacieron juntas, pero siempre pertenecieron a la misma figura.

Incluso los textos periféricos —Enoc, los apócrifos, los manuscritos del desierto— forman parte de ese soplo. No necesitaban canon para cumplir su función: eran ecos del mismo viento. Aunque estuvieran incompletos, aunque se perdieran en lenguas olvidadas, el Espíritu seguía hilando una misma melodía. Una melodía que se escuchaba antes de ser comprendida.

Ningún emperador pudo inventar ese entramado. Ningún concilio podría haberlo tejido desde cero. Mucho antes de Constantino ya había un fuego ardiendo —oculto, perseguido, indestructible. Un fuego que dio forma a los mártires, a las cartas clandestinas, a las comunidades que se reunían en catacumbas con el corazón convertido en lámpara. No era política: era revelación. No era estrategia: era presencia.

Las primeras herejías intentaron suavizar el escándalo. Querían un Cristo que no sangrara, un Dios que no descendiera tan hondo. Pero la verdad que permaneció fue la más dolorosa: la de un Dios que aceptó la fragilidad como lengua, que abrazó la herida como camino, que eligió la cruz como pronombre. Esa verdad, tan humana, tan expuesta, fue la que reconoció el mundo antiguo: no porque fuera razonable, sino porque olía a vida real. A lágrimas auténticas. A amor que no se defiende.

Para los paganos fue un desconcierto luminoso: un Dios sin espada, sin trueno, sin victoria aparente. Un Dios que no prometía poder sino cercanía. Un Dios que, al morir, abrió una puerta que nadie sabía que existía. En un mundo donde el Hades era final, la resurrección era un amanecer imposible. Y sin embargo ocurrió. No como mito, sino como memoria viva que nadie pudo sofocar.

Así, sin ejército, sin tratados, sin propaganda, la fe se extendió como un viento que atraviesa montañas. De Galilea a Damasco, de Antioquía a Roma, de Roma a los confines del imperio. No porque hubiera mapas, sino porque había fuego. Un fuego que se transmitía de corazón a corazón, de mesa en mesa, de llanto en llanto.

Y así llegó hasta mí. No como imposición histórica, sino como susurro. Como ese mismo soplo que un día rozó a Abraham, que despertó a Isaías en la noche, que estremeció a un pescador temeroso, que encendió a un perseguidor en camino a Damasco. Ese soplo atraviesa generaciones para pronunciar lo mismo: «Estoy aquí».

Todo lo que ocurrió —profecías dispersas, martirios anónimos, concilios apasionados, iglesias naciendo en cuevas— solo confirma la verdad más sencilla: que Dios decidió entrar en la historia no con truenos, sino con carne; no con mandatos, sino con heridas; no con poder, sino con amor.

Y ese amor, silencioso y ardiente, sigue soplando. Lo siento como un eco antiguo que me atraviesa, como una llama que no se apaga, como una palabra pronunciada antes de que yo existiera. Platónico. Eterno. Nuestro. Pero siempre encarnado. Siempre humilde. Siempre vivo.

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