Israel Centeno

En la historia del pensamiento resuena una afirmación que no pertenece a los límites del tiempo: «Yo soy». Con ella, el Dios del Éxodo se revela como fundamento del ser, y con ella, Jesús de Nazaret se identifica en los Evangelios, no como intérprete del misterio divino, sino como su presencia viviente. A la luz de la filosofía de Edith Stein, esta palabra no es mera declaración teológica, sino el acontecimiento decisivo donde el Ser eterno entra en la finitud para transfigurarla desde dentro.
Stein distingue tres estratos del ser.
El primero es el ser real, característico del hombre: temporal, frágil, siempre recibiéndose. El segundo es el ser esencial, el orden de las formas que hacen inteligible la realidad. Por encima de ambos se halla el ser eterno, plenitud sin cambio, acto puro, origen de todo. Ese ser eterno no depende, no deviene, no se actualiza: es, del mismo modo que Cristo dice simplemente: «Yo soy».
En Cristo, según Stein, no hay composición entre esencia y existencia. Él no participa del ser: es el Ser. Por eso sus palabras «Yo soy el Camino, la Luz y la Verdad» no describen funciones religiosas, sino atributos ontológicos del Ser eterno manifestado en la historia.
Decir «Yo soy el Camino» significa que el Ser eterno se vuelve tránsito para el ser finito. La humanidad, marcada por la potencia y el devenir, encuentra en Él el modo de regresar a su origen. El camino no conduce a Cristo: es Cristo.
Decir «Yo soy la Luz» es ubicarse en el nivel del ser esencial. Si las esencialidades son las condiciones de inteligibilidad de toda vivencia, Cristo se presenta como la fuente de toda claridad del ser. Él no ilumina: es la Luz mediante la cual todo lo demás se vuelve comprensible.
Decir «Yo soy la Verdad» es afirmar que en Él sentido y fundamento coinciden. La verdad no es proposición, sino presencia. Cristo es la unidad perfecta entre lo que algo es y el acto que le otorga ser. Lo que en lo finito aparece como participación limitada, en Él es plenitud.
Todo esto se comprende desde una frase que Stein interpretaría como el núcleo del ser divino: «Dios es amor». El amor no es un sentimiento, sino donación absoluta del ser. Crear es amar. Sostener es amar. Encarnarse es amar. Cristo es el Amor eterno hecho forma visible.
Pero este horizonte metafísico no alcanza su plenitud sin la Cruz. Porque el «Yo soy», para ser verdaderamente Camino, Luz y Verdad en el terreno humano, debe entrar en el punto donde el ser finito se quiebra: la muerte. Y no como víctima necesaria, sino como quien asume la precariedad del ser recibido.
En la Cruz, Cristo pronuncia:
«En tus manos encomiendo mi espíritu».
Aquí el Ser eterno entra en la experiencia donde la criatura pierde el ser que no es suyo. El que es la Vida experimenta, sin dejar de ser, el borde de la nada que define la finitud. Ningún límite humano le queda ajeno. La entrega del espíritu es el acto supremo por el cual la eternidad se deja atravesar por el tiempo.
El Credo afirma que Cristo bajó a los infiernos, y Stein proporciona un marco para comprender este descenso. No se trata de geografía ultraterrena, sino de profundidad ontológica. Cristo entra en el ámbito donde el ser real ha sido arrancado, donde la esencialidad aún señala lo que algo fue, pero su realización se ha extinguido. En ese lugar donde el ser ya no puede darse a sí mismo, el «Yo soy» introduce vida.
Allí el Camino se abre,
la Luz irrumpe,
la Verdad nombra,
y el Amor recrea.
Por eso se dice que anuncia la salvación a quienes estaban allí: porque el Ser eterno toca lo que había quedado fuera del acto de ser. La muerte, que para el ser finito es límite absoluto, es atravesada por un ser que no puede dejar de ser.
Aquí resuena la afirmación más alta del Evangelio:
«Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí no morirá».
Según Stein, la finitud vive en un perpetuo recibir el ser. La muerte es la interrupción de ese acto. Pero Cristo, al decir «Yo soy la Vida», afirma ser acto puro, plenitud que no nace ni cesa. La vida que Él es no puede ser tocada por la muerte porque no pertenece al tiempo.
Y cuando dice «Yo soy la Resurrección», revela que no solo posee la vida eterna, sino que la comunica, la abre, la dona. La Resurrección no es un evento externo, sino la manifestación de lo que Él es: una vida más fuerte que la nada, una plenitud que no puede ser confiscada por la muerte. Quien cree en Él no muere, porque su destino ya no está encerrado en la finitud, sino en la participación del Ser eterno.
La Resurrección al tercer día es la proclamación visible de que la muerte ha perdido su esencia de límite. Donde el ser finito se extinguía, la Vida eterna entra y transforma. No devuelve simplemente la existencia anterior, sino que inaugura un modo nuevo de ser: la finitud asumida y elevada por la eternidad.
Así, el «Yo soy» atraviesa la muerte sin apagarse.
El Camino pasa por el abismo y lo convierte en paso.
La Luz cruza la noche y la transfigura.
La Verdad soporta la mentira sin quebrarse.
El Amor desciende al fondo del no-ser y lo convierte en comienzo.
Desde Edith Stein, Cristo no es solo maestro o redentor: es la transparencia del Ser eterno en la historia.
En Él, lo que somos —seres finitos, cambiantes, necesitados de ser— descubre su origen y su destino.
Lo que parecía devenir hacia la nada, se revela como camino hacia la plenitud.
Y el ser humano, al creer en Él, entra en este movimiento más profundo que el tiempo:
no ya recibir el ser momentáneo, sino participar de la Vida que no muere.
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