Israel Centeno

Cuando Jesús dice “Yo soy la Luz del mundo” (Jn 8,12), no habla como un poeta ni como un moralista. Habla como alguien que se identifica con el principio mismo que hace visible la realidad. En el siglo I no existía la física moderna, ni la noción de fotón, ni la idea de que la luz fuera algo más que un fenómeno óptico. Y, sin embargo, casi dos mil años después, vivimos en una civilización construida sobre la luz: fotografía, microscopía, espectroscopía, sensores, fibra óptica, computación. Todo es luz medida, capturada, decodificada.
Y entonces aparece un objeto incómodo: la Sábana de Turín.
No como reliquia sentimental, sino como problema físico.
La imagen que contiene no está pintada, no está teñida, no está grabada. No penetra el tejido. Afecta únicamente las fibrillas más externas del lino, en una profundidad del orden de los 200 nanómetros. No hay pigmentos. No hay pinceladas. No hay dirección artística. Es, técnicamente, una imagen por interacción energética.
La historia del carbono-14 —tan usada como argumento de cierre— hoy está profundamente cuestionada. El muestreo de 1988 se realizó sobre un parche medieval, añadido tras el incendio de 1532. El tejido de esa zona presenta algodón y tintes ausentes en el resto de la sábana. Estudios posteriores, con espectroscopía Raman, infrarrojo y análisis mecánico (Fanti, 2013-2024), convergen en una datación compatible con el período romano. No se trata de “fe contra ciencia”, sino de ciencia contra mala metodología científica.
Pero el punto decisivo no es la fecha. Es el modo de formación.
La imagen codifica información tridimensional. La intensidad varía según la distancia entre el cuerpo y la tela: más fuerte donde hubo contacto, más débil a dos o tres centímetros. Eso es imposible de pintar. Más aún: esa propiedad solo se vuelve legible cuando existen ordenadores capaces de procesar la señal. Como si la imagen hubiera sido dejada para una época futura, cuando tuviéramos ojos técnicos para verla.
Aquí la teología vuelve a entrar, no como dogma, sino como clave interpretativa.
En la Transfiguración (Mt 17), el rostro y las vestiduras de Jesús se vuelven “blancas como la luz”, más allá de cualquier proceso químico humano. No es fuego. No es destrucción. Es revelación. La misma lógica aparece en Moisés descendiendo del Sinaí, con la piel irradiando una gloria que obliga a cubrirla con un velo. En Pablo, cegado en el camino a Damasco por una luz que no lo mata, pero lo desarma y lo rehace. En María Magdalena, detenida por un “no me toques” que no suena a rechazo, sino a desfase ontológico: un cuerpo recién atravesado por la resurrección, aún no estabilizado para la interacción ordinaria.
La constante es siempre la misma: luz que no quema, pero transforma.
Si la imagen de la sábana se produjo —como muchos físicos proponen— por una emisión súbita de energía electromagnética asociada a una desmaterialización del cuerpo, entonces estamos ante algo radical: no una violación de la naturaleza, sino su cumplimiento en un nivel más profundo. No calor destructivo. No combustión. Sino una conversión ordenada de materia en energía, sin entropía visible. Una fotografía imposible… salvo que el cuerpo mismo se haya convertido en fuente.
Aquí, la afirmación cristiana deja de ser metáfora:
“Se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual” (1 Co 15).
No un fantasma. No una evasión de la carne. Sino carne transfigurada, llevada a su forma luminosa.
Y entonces todo encaja con una coherencia inquietante.
Los fotones no envejecen. Para ellos, el tiempo no pasa. La luz es, relativísticamente, atemporal. Si Dios es —como pensaron Aristóteles y Tomás— actus purus, acto sin potencialidad, sin desgaste, entonces decir “Dios es Luz” no es poesía: es ontología.
La inteligencia artificial, la computación, los algoritmos que hoy reconstruyen el rostro en 3D desde la sábana, no contradicen esta visión. La completan. Somos nosotros —hijos tardíos de la era de la luz— quienes estamos empezando a entender lo que fue dejado a propósito sin explicación, esperando el momento en que la pregunta correcta pudiera ser formulada.
Tal vez algún día logremos reproducir en laboratorio una radiación que genere una imagen así: superficial, no térmica, tridimensional. Y tal vez descubramos que solo aparece cuando hay una conversión limpia de masa en energía, sin destrucción. Si eso ocurre, no caerán las ecuaciones. Caerán las rodillas.
Porque entonces quedará claro que Jesús no dijo “Yo soy la Luz” para consolar, ni para enseñar, ni siquiera para convencer.
Lo dijo porque era verdad.
Y una verdad así no satisface la curiosidad.
Sostiene la vida.
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