Israel Centeno

Todo comenzó en Lourdes, pero no como comienzan las leyendas. No hubo relámpagos ni voces, sino algo más perturbador para un hombre de ciencia: un hecho que no encontraba acomodo en sus certezas.
Alexis Carrel era entonces un joven médico francés, formado en la disciplina rigurosa del positivismo. Creía —como creían muchos de su tiempo— que el universo era, en esencia, un problema técnico aún no resuelto. La fe, para él, pertenecía al dominio de la sugestión y del consuelo. Viajar a Lourdes en 1902 no fue un acto de devoción, sino de vigilancia intelectual: iba a observar, a constatar, casi a refutar.
Allí presenció la curación repentina de una mujer gravemente enferma, un caso que desafió su saber clínico. Carrel no se convirtió ese día. Y ese detalle es crucial. Lo que ocurrió en Lourdes no fue una adhesión, sino una grieta. La razón no fue derrotada; fue puesta en cuestión por su propio rigor.
Durante años, guardó silencio. Continuó su carrera con una excelencia que lo llevaría al Premio Nobel. No usó Lourdes como argumento ni como bandera. En su interior, sin embargo, la experiencia persistía como un problema sin resolver, una nota discordante en la música exacta de la ciencia. Como en ciertos relatos borgianos, el acontecimiento decisivo no es el visible, sino el que se demora y madura en la conciencia.
Su conversión, llegada mucho después, no fue una negación de la ciencia, sino una ampliación de su alcance. Carrel comprendió que explicar no siempre equivale a comprender, y que el ser humano —objeto último de su estudio— no puede reducirse a mecanismos. En Lourdes no encontró una respuesta, sino una pregunta más grande.
Históricamente, este itinerario resulta incómodo para los relatos simples. No confirma ni desmiente la modernidad: la complejiza. Carrel no abandona la razón; descubre su frontera. Y en ese descubrimiento silencioso, sin propaganda ni estridencias, se cifra una enseñanza duradera: la verdad no siempre se impone; a veces, espera.
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