Navidad: un nacimiento que no termina de ocurrir

Fresco Greccio, Nativity

La Navidad no sucede una vez. Ocurre, reaparece, insiste. Cada siglo la mira con ojos nuevos y, sin embargo, el centro permanece inmóvil: un Niño que no explica nada y lo pone todo en cuestión. Tal vez por eso la historia cristiana no ha dejado de escribir sobre ese nacimiento, como si cada época necesitara volver a aprender a mirarlo.

Los primeros en comprenderlo fueron los Padres. Para Ignacio de Antioquía, la Natividad fue un escándalo: Dios entra en la carne y la carne ya no puede ser despreciada. Para Ireneo de Lyon, fue una reescritura del mundo: la historia, desviada en Adán, vuelve a empezar en un niño. Y Atanasio de Alejandría se atrevió a decirlo sin rodeos: Dios se hizo hombre para que el hombre no quedara encerrado en su límite. En ellos, la Navidad no es ternura: es ontología.

Oriente custodió ese temblor. Allí, el Niño nace en una cueva que parece tumba; la luz no niega la oscuridad, la atraviesa. El icono no narra: revela. La Navidad es cósmica, casi peligrosa, porque anuncia que el universo ha sido tocado. Occidente, en cambio, aprendió a acercarse. Agustín de Hipona vio en el pesebre una lección contra el orgullo, y siglos después Francisco de Asís puso heno, animales y silencio para que cualquiera pudiera comprender con los ojos. El misterio no se rebajó: se volvió cercano.

Durante siglos, ambas miradas convivieron. Una elevaba, la otra sostenía. Una recordaba que Dios es misterio; la otra, que ese misterio tiene rostro. Pero el tiempo pasó, y el mundo cambió su manera de creer —y de no creer.

Llegamos así a la Navidad de 2025. Un tiempo cansado de ironía, saturado de discursos, gobernado por algoritmos que prometen sentido a cambio de datos. Todo se calcula, todo se optimiza, todo se explica. Y, sin embargo, cada diciembre algo se detiene. No por consenso, sino por persistencia. El Niño vuelve a aparecer como una anomalía: no produce, no compite, no se justifica. Simplemente nace.

Quizá eso sea lo más subversivo hoy. En una cultura que desconfía de los grandes relatos, la Navidad no se impone como sistema, sino como hecho. No dice “entiende”, dice “mira”. Oriente aporta nuevamente el silencio que protege el misterio; Occidente redescubre que sin ese silencio la ternura se vacía. Y los viejos Padres —sin saberlo— vuelven a ser contemporáneos.

La posmodernidad deconstruyó; la pos-posmodernidad empieza a preguntar qué vale la pena reconstruir. Y ahí, en ese umbral incierto, la Navidad no ofrece una ideología, sino una escena mínima: un nacimiento sin poder, una madre que guarda silencio, un Dios que no irrumpe con argumentos sino con fragilidad.

Tal vez la Navidad nunca fue otra cosa que eso: un acontecimiento que atraviesa las teologías, divide Oriente y Occidente, sobrevive a los siglos y llega intacto a un mundo que ya no sabe arrodillarse, pero aún sabe detenerse.

Y acaso baste con eso. Porque mientras exista un tiempo capaz de hacer una pausa ante un Niño, la historia —con todos sus desvíos— no estará del todo cerrada.

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