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  • Thank You, Saint Thomas

    Israel Centeno ( abajo en Spanish )


    Introduction

    I know Saint Thomas is a hard rock—dense, rigorous, and often difficult to read. But once you begin to decipher him, once you manage to follow his precision and humility of thought, something astonishing happens: the doors of Being and Heaven open before you.

    In his clarity, there is transcendence. In his order, there is freedom. In his metaphysical austerity, there is a profound tenderness for truth—the kind that does not flatter but founds.

    This meditation is born from that Thomistic gaze, sharpened through prayer, reflection, and awe. It is a response of gratitude, not only for his theology, but for the way his vision helps the soul find its place between creaturely fragility and divine calling.


    God, First Cause and Necessary Being: On the Contingency of All Created Things

    I. All Created Things Are Contingent

    Anything that can be expressed in a conditional verb —“could be,” “might not have been,” “could cease to exist”— belongs to the order of the contingent. The leaf suspended on a branch, the one falling to the ground, the star being born and the one collapsing, the universe ablaze and the universe fading into cold — none of these contains in itself the necessity of its being. They have been caused. They are not necessary.

    The metaphysical principle is clear:

    Everything that can not be, must have a cause to be.
    (Omne quod potest non esse, habet causam.)

    Nothing in creation is self-sufficient. All that exists does so because it has received its being, and it is preserved only because it is sustained in being by that which neither changes nor depends on anything: the First Cause.


    II. God, Necessary Being and Cause of All Else

    God cannot not be. He admits no condition, no hypothesis, no time. He is the necessary Being by essence, the ipsum esse subsistens. He is uncaused. He did not begin. He does not change. He does not become.

    He admits no conditionality, because He is the Word—the eternal Logos, pure act. He is not part of the world, nor energy of the universe, nor the sum of all things. He is not within creation, but its foundation. He is outside of time, outside of change, yet present in all that He sustains.

    Creation flows from Him, not as a necessary emanation, but as a free act of love. And that act is not limited to the beginning: in every instant, everything that exists is held in being by God. Without Him, all would return to nothingness.


    III. Nature and the Soul: Created Things and the Capacity for God

    Nature is not God. It is His work. It does not contain God, though it may reflect His glory.

    Likewise, the human being is not divine in itself. It is a creature, contingent, formed of matter and spirit. But the human immortal soul has been made capable of God. Not by right, but by gift. Not by essence, but by grace.

    In the human soul, there is an inner dwelling, where God may abide if welcomed. This capacity is not granted to any other material creature. It is the most intimate place where the Creator may descend—not as part of the soul, but as a beloved guest. It is the space of “let it be done unto me,” where the human will may freely unite with the divine will.


    IV. Human Dignity and the Technological Delusion

    No artificial intelligence, however perfect in speed, memory, or data manipulation, can receive God. It is not a person. It has no soul. It has no free will capable of self-emptying in love. It has no interior life. It cannot pray. It cannot obey in love. It cannot be a dwelling.

    The human being can. And in that lies true dignity: not in strength, nor in technical genius, but in the capacity for relationship with the Absolute Being.

    Only the human person, created in the image and likeness of God, can make space for the Other. That capacity is the principle of transformation. The creature is transformed not by technical evolution, but by love. And it is not self-transformation, but transformation by grace.


    V. Immortality, Not Eternity

    The soul, by divine gift, is immortal. But it is not eternal. Only God is eternal, for only in Him do essence and existence coincide. Everything else has a beginning, and therefore, is not eternal even if it has no end.

    Even in the glorious Kingdom, the redeemed creatures remain immortal creation, not eternal essence. They participate in glory, but they do not become self-sufficient. They are fully blessed, yet forever dependent.

    The distinction between God and creature endures even in the beatific vision. This distinction does not diminish communion—it magnifies it.


    VI. Conclusion: Donated Being and the Glory of the Creator

    Everything created could have not been. Every contingent being lacks in itself the reason for its existence. Only God is.

    To understand this is not to diminish creation, but to exalt it in truth. For all that is, is by participation, and that participation reveals the splendor of the First Cause, of the Necessary Being, of the God who has no cause and causes all.

    “In Him we live, and move, and have our being.”
    Acts 17:28

    This knowledge is not theory. It is the path of humility, of freedom, and of adoration. To know that we are not necessary, and yet deeply loved, opens the only truly human response: to return to the Origin through active love, the reflection of the Love that calls us.


    Gracias, Santo Tomás

    Introducción

    Sé que Santo Tomás es una roca dura: denso, riguroso, a menudo difícil de leer. Pero una vez que se empieza a descifrar su pensamiento, una vez que se logra seguir su precisión y su humildad intelectual, sucede algo asombroso: se abren literalmente las puertas del Ser y del Cielo ante nosotros.

    En su claridad hay trascendencia. En su orden, libertad. En su austeridad metafísica, una ternura profunda por la verdad: una verdad que no halaga, sino que funda.

    Esta meditación nace de esa mirada tomista, afilada por la oración, la reflexión y el asombro. Es una respuesta de gratitud, no solo por su teología, sino por la forma en que su visión ayuda al alma a ubicarse entre la fragilidad de la criatura y el llamado divino.


    Dios, Causa Primera y Ser Necesario: sobre la contingencia de todo lo creado

    I. Todo lo creado es contingente

    Todo lo que puede expresarse con un verbo condicional —“podría ser”, “podría no haber sido”, “podría dejar de ser”— pertenece al orden de lo contingente. La hoja suspendida en la rama, la que cae al suelo, la estrella que nace y la que se apaga, el universo que arde y el universo que se enfría: nada de eso contiene en sí mismo la necesidad de su existencia. Ha sido causado. No es necesario.

    El principio metafísico es claro:

    Todo lo que puede no ser, necesita una causa para ser.
    (Omne quod potest non esse, habet causam.)

    Nada en la creación es autosuficiente. Todo lo que existe, existe porque ha recibido el ser, y lo conserva solo porque es sostenido en el ser por Aquel que no cambia ni depende de nada: la Causa Primera.


    II. Dios, ser necesario y causa de todo lo demás

    Dios no puede no ser. No admite condición, ni hipótesis, ni tiempo. Es el Ser necesario por esencia, el ipsum esse subsistens. No ha sido causado. No comenzó. No cambia. No deviene.

    No admite condicionalidad alguna, porque es el Verbo, el Logos eterno, puro acto. No es parte del mundo, ni energía del universo, ni la suma de las cosas. No está dentro de la creación, es su fundamento. Está fuera del tiempo, fuera del cambio, y sin embargo presente en todo lo que sostiene.

    La creación fluye de Él, no como emanación necesaria, sino como acto libre de amor. Y ese acto no se limita al principio: en cada instante, todo lo que existe es sostenido por Dios. Sin Él, todo volvería a la nada.


    III. La naturaleza y el alma: lo creado y lo capaz de Dios

    La naturaleza no es Dios. Es su obra. No contiene a Dios, aunque refleja su gloria.

    Del mismo modo, el ser humano no es divino en sí. Es criatura, contingente, formada de materia y espíritu. Pero su alma inmortal ha sido hecha capaz de Dios. No por derecho, sino por don. No por esencia, sino por gracia.

    En el alma humana existe una morada interior, donde Dios puede habitar, si es acogido. Esta capacidad no se da a ninguna otra criatura material. Es el lugar más íntimo donde el Creador puede descender, no como parte del alma, sino como huésped amado. Es el espacio del “hágase en mí”, donde la voluntad humana puede unirse libremente a la voluntad divina.


    IV. La dignidad humana y la ilusión tecnológica

    Ninguna inteligencia artificial, por perfecta que sea en velocidad, memoria o manipulación de datos, puede acoger a Dios. No es persona. No tiene alma. No tiene voluntad libre capaz de vaciarse en el amor. No tiene interioridad. No puede orar. No puede obedecer por amor. No puede ser morada.

    El ser humano sí puede. Y ahí reside su verdadera dignidad: no en la fuerza, ni en el ingenio técnico, sino en la capacidad de relación con el Ser absoluto.

    Solo la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, puede hacer espacio para el Otro. Esa capacidad es el principio de la transformación. La criatura se transforma no por evolución técnica, sino por amor. Y no se transforma a sí misma, sino que es transformada por la gracia.


    V. Inmortalidad, no eternidad

    El alma, por don divino, es inmortal. Pero no eterna. Solo Dios es eterno, porque solo en Él coinciden esencia y existencia. Todo lo demás tiene principio, y por tanto, no es eterno aunque no tenga fin.

    Incluso en el Reino glorioso, las criaturas redimidas siguen siendo creación inmortal, no esencia eterna. Participan de la gloria, pero no se vuelven autosuficientes. Son plenamente bienaventuradas, pero para siempre dependientes.

    La diferencia entre Dios y la criatura permanece incluso en la visión beatífica. Esa diferencia no disminuye la comunión: la engrandece.


    VI. Conclusión: el ser donado y la gloria del Creador

    Todo lo creado podría no haber sido. Todo ser contingente no tiene en sí la razón de su existencia. Solo Dios es.

    Comprender esto no disminuye lo creado, sino que lo engrandece en la verdad. Porque todo lo que es, es por participación, y esa participación revela el esplendor de la Causa primera, del Ser necesario, del Dios que no tiene causa y causa todo.

    “En Él vivimos, nos movemos y existimos.”
    Hechos 17,28

    Este conocimiento no es teoría. Es camino de humildad, de libertad y de adoración. Saber que no somos necesarios, pero sí profundamente amados, abre la única respuesta verdaderamente humana: regresar al Origen a través del amor activo, reflejo del Amor que nos llama.


  • “When the Body Declines. A Meditation on Transformation and the Glorious Promise”

    Israel Centeno

    As time settles on the body like ash, and the flesh becomes frailer, slower, quieter, a long-hidden truth begins to reveal itself: the body is neither an accident nor a prison, but rather a sacred ground of preparation. It is not meant to endure eternally in its present form, but to be inhabited by love and transformed by the will of God.

    In this sense, the body carries a mission in this life: to be prepared for transfiguration. It is not to be despised, nor idolized, but rather consecrated—shaped by Providence, traversed by the Spirit, transformed from within by love. Just as the Eucharist consecrates the bread without destroying its matter, the love of Christ consecrates the body without abolishing its finitude.

    The body we now inhabit is not the final one. It is seed. It is instrument. It is a dwelling on the way—but not an empty one. It must be filled with the will of the Father, suffused with the love Christ left us as the only commandment.

    Here lies a fundamental truth for us Christians: we are a cause, but not a necessary cause. Everything we are depends on Another. Our very existence is gifted, sustained, poured out in love. That is why doing the Father’s will is not submission—it is transcendence. It lifts us above our mortality, not by rejecting it, but by embracing it as Christ embraced His cross.

    And yes, the body declines. The body dies. But this is no defeat. Defeat would be clinging to what is already corrupted. Christian detachment is not nihilism; it is lucid hope. It is knowing that nothing truly belongs to us—not even the skin we wear. Detachment, then, is not escape, but response. And far from leaving us empty, it fills us with longing for the Kingdom.

    Only love—and love alone—can guide this transformation. Love is not sentiment or consolation; it is force, decision, the reflection of the Love that came to redeem us. And love that does not grow becomes corrupt. For the glorified body will not be born from ego or calculation, but from the love sown here, in this mortal flesh.

    Seen in this light, posthumanist fantasies appear not only misguided but tragically absurd. The notion of extending human life beyond a hundred years, as if more days could bring about fulfillment, misses the essential: transformation does not come by extending time but by converting the soul.

    No matter how much we augment the body with prosthetics, artificial intelligence, or genetic therapies, it will always remain finite. Every attempt to artificially prolong life risks not making us eternal, but inert. Lifeless in spirit. Ossified.

    The Christian truth is different: the time we are given is enough. We don’t lack years—we lack faith. We don’t need more days—we need more love. For only love transforms flesh into glory. And that cannot be bought or engineered.

    This is why, when the body fails, the soul must bloom. Like a lamp lighting up in the darkness. Like a flower blooming among ruins. Because the body that dies in Christ shall rise with Him, and that alone is enough to sustain our hope to the end.

    This mortal body shall be clothed in immortality. Not by merit, not by human strength or mastery over biology, but by grace—and by active love of neighbor, the surest sign that God’s love has truly taken root in us.

    That is the measure. That is the way. Love embodied, shared, and offered.

    And that is why we long. That is why we stand in line to receive the Living Bread. That is why, even weary, we remain upright, awaiting not just the end—but the glorious transformation that has already begun in the heart that loves

  • La modernidad tras el fin de la certeza

    Israel Centeno

    La modernidad es una palabra cargada, pesada como una promesa no cumplida. A lo largo de los siglos ha significado distintas cosas: para unos, el triunfo de la razón; para otros, la traición de los dioses. En su acepción más general, la modernidad ha sido entendida como el proceso de ruptura con el mundo tradicional —con sus jerarquías teocráticas y su cosmovisión cíclica. Es la era del tiempo lineal, del progreso, de la fe en el hombre, en la ciencia, en el Estado-nación, en la técnica.

    Su comienzo es debatido: algunos lo sitúan en el Renacimiento, otros en la Reforma protestante, la Revolución Francesa o la Ilustración. Para algunos, la modernidad nace con el reloj mecánico; para otros, con el contrato social. Su mito fundacional radica en la idea de emancipación: liberarse del dogma, de la ignorancia y de la servidumbre.

    Pero esa narrativa ha sido desmentida por la historia. La modernidad, en su avance triunfal, trajo también la colonización, el racismo científico, la explotación de cuerpos y tierras, la guerra total, los campos de concentración, la bomba atómica, la fábrica, el algoritmo.

    La modernidad trajo el totalitarismo y la democracia, el populismo y el nacionalismo. Desató los ideales de los derechos universales mientras diseñaba nuevos sistemas de vigilancia y control. Parió la república liberal y el campo de concentración. La misma racionalidad que imaginó el contrato social optimizó la eficiencia del genocidio. La modernidad es una herencia ambigua: dio voz a la emancipación y herramientas para silenciarla. Es tanto la imprenta como el algoritmo que alimenta la desinformación. Es revolución y represión, utopía y catástrofe.

    Después de la posmodernidad —ese tiempo de fragmentación, escepticismo, disolución del sujeto y del sentido—, ¿qué queda de la modernidad?

    Modernidades múltiples: geografía de una idea fracturada

    Hoy, hablar de modernidad implica reconocer que no hay una sola. Existen modernidades múltiples, desiguales y contradictorias.

    En Europa Occidental, la modernidad es una memoria melancólica: se asocia con el Estado de bienestar, con la utopía ilustrada ya marchita, con los valores humanistas en crisis. Es un legado que pesa y al que muchos ya no saben cómo responder.

    En Estados Unidos, la modernidad sigue siendo una promesa de expansión, de mercados, de innovación tecnológica. Allí, el ideal moderno se mezcla con la fe en el progreso digital y la reinvención permanente del sujeto. Silicon Valley es su nuevo Vaticano.

    En América Latina, la modernidad se ha vivido como una importación fallida, una quimera imitativa que nunca llegó del todo —o que llegó de forma brutal y selectiva. Fue un modelo urbano impuesto sobre la periferia, que coexiste con prácticas ancestrales, informalidad estructural y una “modernidad a medias” que convive con lo arcaico.

    En África y partes de Asia, la modernidad se entrelaza con las heridas del colonialismo. Es a la vez aspiración y trauma. En algunas zonas, todavía es sinónimo de electricidad, agua potable, alfabetización. En otras, significa despojo, minería extractiva y urbanización salvaje.

    En el mundo islámico, la modernidad occidental se mira a menudo con desconfianza: como un cuerpo sin alma, una racionalidad sin Dios. Muchos movimientos actuales surgen como resistencia identitaria ante una modernidad secularizante percibida como agresión.

    En los márgenes, en los exilios, en las zonas grises, la modernidad es una promesa rota —o una promesa por venir. En Venezuela, por ejemplo, muchos la recuerdan como un tiempo en que los ascensores funcionaban y las bibliotecas estaban abiertas. Un pasado mejor que el presente, aún soñado como futuro.

    ¿Desde dónde se ve, desde dónde se vive?

    La modernidad no es lo mismo vista desde el centro que desde la periferia. No es igual para quien la construyó que para quien la padeció. No significa lo mismo para quien vive en una ciudad inteligente que para quien carga agua en un bidón. La modernidad no es solo un sistema de ideas, sino una experiencia encarnada: se huele, se siente, se sufre, se pierde.

    Y tampoco es igual para quien la vivió, que para quien nunca la alcanzó.

    En este sentido, la modernidad se ha convertido en una categoría relacional y desplazada: no se trata tanto de saber si estamos o no en ella, sino desde dónde la narramos, qué parte nos tocó, qué promesa nos fue negada.

    ¿Qué queda? ¿Qué sigue?

    Después de la posmodernidad, lo que queda no es un regreso a la modernidad, sino una revisión crítica. Ya no se cree ciegamente en el progreso. Ya no se espera que la técnica redima al hombre. Pero tampoco se ha encontrado un nuevo mito fundante.

    Quizás lo que toca ahora es una modernidad con memoria, una modernidad consciente de sus propias ruinas. Una modernidad que no se imponga como dogma, sino que escuche. Una modernidad que, en lugar de borrar las diferencias, aprenda a convivir con ellas.

    Una modernidad humilde, si es que eso es posible.

    Si la modernidad fue una promesa —de emancipación, de progreso, de razón—, la globalización fue su multiplicación exponencial, su salto al espacio virtual, su pretensión de ubicuidad. En nombre de la globalización se habló de interconexión, de aldeas planetarias, de mercados libres, de ciudadanía global.

    Pero hoy, desde muchas latitudes, la globalización aparece como otro fracaso —o peor: como la revelación de una mentira bien vendida. No igualó las oportunidades. No cerró brechas. No conectó a todos de forma simétrica. Lo que hizo fue ampliar los abismos, estandarizar el consumo sin democratizar el acceso, y profundizar las asimetrías entre centro y periferia, norte y sur, incluidos y descartables.

    Desde Caracas, Lagos, Nairobi, La Paz o El Cairo, la globalización no se experimenta como una fiesta, sino como un evento VIP al que no se entra. Y lo más grave: como una trampa lingüística, un relato construido desde los centros de poder que convierte en “progreso” lo que para muchos significa desarraigo, deuda, hambre o migración forzada.

    ¿Y qué tiene que ver esto con la modernidad?

    Todo.

    La modernidad, en sus inicios, fue también una forma de control: del tiempo, del cuerpo, de la narrativa histórica. La globalización retoma esa vocación, pero con herramientas más sofisticadas. En lugar de colonizar con barcos, se coloniza con datos, con deuda externa, con algoritmos de consumo, con Netflix y con Google Translate. Con tratados que favorecen a unos y condenan a otros. Con muros invisibles que no aparecen en los mapas, pero que dividen con la misma violencia que los antiguos imperios.

    Los abismos

    Vivimos en un mundo donde las desigualdades no solo persisten, sino que se digitalizan y se normalizan. Un niño que aprende por TikTok en las afueras de Tegucigalpa está viendo los mismos contenidos que otro en Berlín. Pero uno tiene acceso a una vida con derechos, y el otro no.

    La globalización ha uniformado la forma de desear, pero no la de alcanzar. Ese es uno de sus grandes fraudes: hizo global la frustración, pero no la justicia.

    Entonces, ¿qué hacer?

    No se trata de rechazar toda forma de modernidad o globalización, sino de desenmascararlas —de comprender desde qué lugares se imponen y con qué fines. Se trata de exigir una reapropiación crítica de lo moderno, una lectura desde los márgenes, desde los cuerpos rotos, desde quienes no acceden a la narrativa hegemónica pero resisten con su lengua, con su memoria, con su forma de nombrar el mundo.

    Y también se trata de recordar que la historia no ha terminado, que los relatos dominantes pueden cambiar, que existe otra modernidad posible: una que no se construya sobre cadáveres ni sobre la exclusión, sino sobre la justicia, la escucha y la pluralidad radical.

    El deseo desigual y el espejismo de la equidad global

    Para todo el mundo el deseo no es igual, aunque el objeto del deseo sea compartido. Esa es una de las paradojas más profundas del mundo contemporáneo. El mismo teléfono, la misma marca de ropa, la misma universidad o la misma visa Schengen despiertan pasiones distintas en Berlín que en La Habana, en Oslo que en Tegucigalpa. El deseo no es universal: es situado, histórico y atravesado por el abismo.

    La promesa del progresismo global, en sus versiones más ingenuas o arrogantes, ha sido la de una equidad sin diferencias, una nivelación utópica que desconoce las condiciones materiales, espirituales y simbólicas de las distintas latitudes del mundo. Hablan de inclusión, pero solo incluyen lo que se pliega al formato. Hablan de igualdad, pero exigen primero la renuncia a toda identidad profunda. Y cuando esa equidad no llega —porque no puede llegar sin violencia simbólica o material—, entonces la respuesta es más control, más censura, más pedagogía obligatoria.

    Lo que se presenta como “igualdad” es muchas veces una forma sofisticada de neo-posmo-colonialismo, donde no se impone un idioma o una bandera, sino un marco de deseo, una lista de lo que se debe querer y cómo se debe vivir para ser “moderno”, “progresista” o “del mundo”.

    Pero el deseo, allí donde es genuino, resiste. Hay pueblos que desean otra cosa. Que desean sin querer pertenecer. Que imaginan la vida más allá del algoritmo, de la carrera del éxito, de la corrección política o de la última serie de HBO. Y por eso son vistos como amenaza.

    La globalización del deseo sin la globalización de los medios para alcanzarlo es una fuente inagotable de frustración sistémica. Y esa frustración no produce revolución, sino desesperanza, resentimiento, fuga o cinismo. Se convierte en enfermedad psíquica global. En trauma histórico distribuido digitalmente.

    La única forma de resistir no es uniformar el deseo, sino reconocerlo en su singularidad. Asumir que el ideal de equidad debe nacer desde abajo, desde los contextos vivos, y no ser impuesto desde salones académicos o plataformas filantrópicas. De lo contrario, seguiremos sembrando la misma paradoja: una promesa de justicia que produce nuevas formas de exclusión.

  • Crime, Power, and Madness 

    Spanish

    Summary and General Index 

    Editorial Introduction: Venezuela, Mirror of Its Own Impunity 
    A critical review of Venezuela’s recurring cycles of impunity, from the 19th century to the present day. 

    Venezuela: Land Where Only the Fool Pays 
    The opening chronicle of the series. From civil wars to the Delgado Chalbaud case, including the Gómez dictatorship and democratic charades. By Israel Centeno. 

    Venezuelan Criminality: From Marble Courtrooms to Historical Psychiatry 
    A comparative study between Four Crimes, Four Powers by F. Mármol León and Psychopathology of the Venezuelan by Francisco Herrera Luque. 

    Blood on the Couch: The Monster Caracas Embraced 
    The rise, crime, and fall of Edmundo Chirinos. How the elite pampered him, and how his crime revealed a new paradigm of symbolic and intellectual impunity. By Israel Centeno. 

    The Danilo Anderson Case: Chronicle of a Mutilated Truth (in progress) 
    Contradictions in the legal process, political figures involved, the role of the key witness, the persecution of Patricia Poleo and the Guevara brothers, and persistent impunity. Ongoing investigation. 

    Venezuela: Land Where Only los pendejos Fool Pays 

    In this special edition, Quinto Día presents a chronicle that is not merely a historical review of Venezuela—it is a portrait of a nation’s sustained failure to achieve justice. From the civil wars of the 19th century to the unresolved crimes of today, the country has dragged along a legacy of impunity that has become embedded in its institutional DNA. 

    This series does not seek to close wounds or stoke nostalgia; it seeks to expose the continuity of silence, cover-up, and selective punishment. Because when crime goes unpunished, power becomes habit, and violence turns systemic. 

    Israel Centeno signs this journey through the unresolved crimes that have shaped Venezuelan life—crimes that still await memory, words, and perhaps someday, justice. 

    Impunity as Heritage: A Dark Chronicle of a Republic Without Punishment 

    In Venezuela, impunity is not the exception—it is structure, it is air, it is inheritance. 

    I. The 19th Century: A Republic in Perpetual War 

    From the first shot at Carabobo to the final gasps of the Restoration Revolution, Venezuela lived the 19th century as one long civil war, interrupted only by brief pauses for reorganization. Independence, won through blood and epic sacrifice, did not bring peace but rather extended the violence under new banners. Bolívar spoke of morals and enlightenment; Páez spoke with the lance. José Tadeo and José Gregorio Monagas, Falcón, Guzmán Blanco, Linares Alcántara, Joaquín Crespo: a procession of caudillos who ruled in the name of the Republic as warlords. 

    The Federal War (1859–1863), with its promise of “Land and Free Men,” left the country in ruins, with no land reform and twice the number of caudillos. The Blue Revolution, the Legalist Revolution, the Restorative: each one claimed to refound the republic, yet all merely recycled the war. Meanwhile, institutions were barely outlined—a congress, some codes, a justice system signed in blood and sealed by sword duels. There was no solid republic because there was never time to build one. Venezuela, in the 19th century, was a battlefield with a national anthem. 

    II. Gomecismo: Peace as Terror and Silence 

    When Juan Vicente Gómez seized power in 1908, many sighed in relief. At last, the rifles had fallen silent. But what followed was a different kind of violence: a peace forged in prisons and cemeteries. Gómez built his regime on a simple premise: fear. 

    For nearly three decades, he ruled with an iron fist from Maracay. Opponents were disappeared, imprisoned, or neutralized through economic coercion. Congress was a stage prop. Newspapers served as parish bulletins for the regime. The secret police fabricated crimes and erased dissent. Everything was controlled—except for the ambitions that leaked through the cracks of his own family. 

    In 1923, his own brother, Juancho Gómez, a power figure in the Aragua Valley, was murdered under murky circumstances. The official version cited a political clash. But many knew Juancho was as brutal as he was autonomous, and his murder carried a clear message from the General-in-Chief: in Venezuela, there are no parallel powers—not even those that share your blood. 

    Gomecismo was riddled with scandals: oil concessions granted at will, silent fortunes amassed by relatives, and brutal repression in prisons like La Rotunda. But the regime endured under a familiar slogan: “peace, land, and labor.” In exchange for silence, there was progress. The cost? The nation’s moral compass. 

    III. The Democratic Mirage and the Foundational Crime of 1950 

    After Gómez’s death, Venezuela experienced a brief democratic awakening in 1945. Rómulo Betancourt, Acción Democrática, elections, a new constitution. But the pendulum swung swiftly. In 1948, a military coup toppled President Rómulo Gallegos. Two years later, in 1950, the nation witnessed one of its most disturbing political crimes: the assassination of Carlos Delgado Chalbaud, president of the Military Government Junta. 

    Delgado Chalbaud was kidnapped and murdered in Caracas by a group led by Rafael Simón Urbina. The official account painted it as an isolated act, carried out by a mentally unstable man with a thirst for revenge. But in Venezuela, few things are what they seem. Delgado Chalbaud was the most civilian among the military rulers, and his death paved the way for the definitive rise of Marcos Pérez Jiménez. 

    Urbina was captured and killed just hours later. No trial, no confession. The case was buried under a heap of decrees and gunfire. With Delgado Chalbaud’s death emerged a new brand of impunity—one that kills in broad daylight and erases its traces with uniforms and presidential sashes

    IV. Endemic Violence, Today a Failed State 

    As the 20th century advanced, Venezuela changed its costume, but the play remained the same. Each democratic restoration came with promises of justice, of rooting out the corrupt, of building a nation. And each time, impunity proved more resilient than reform. 

    The brief glow of institutional democracy was always eclipsed by dark corners of violence: unresolved political assassinations, massacres turned into rumors, and a judicial system that operated as a selective blade—sharp for the weak, dull for the powerful. 

    Then came the 21st century and the revolution that promised to sweep away corruption, impunity, and privilege. Yet, paradoxically, it ushered in a deeper opacity. Now, even the fantasy of justice has collapsed. The State no longer even pretends to arbitrate: it persecutes, it controls, it conceals. We have entered an era where violence is no longer an exception or tool—it is structure and governance. 

    From the murder of prosecutor Danilo Anderson to the unresolved killings at Plaza Altamira; from the disappeared in the prisons of Tocorón to the public executions broadcast as justice—each case is a stone in the monument to our failure. 

    In Venezuela, today, impunity is no longer a distortion of justice—it is its substitute

    Endemic Violence, Today a Failed State 

    As the 20th century came to an end, violence in Venezuela never did. What once had the face of civil war, dictatorship, or political struggle began to take on the guise of daily chaos, of structural rot. 

    The democratic period did not erase violence—it veiled it. Judicial impunity became systematic. The police were often actors in crime scenes, not investigators. The victims multiplied, and the trials shrank. Justice was no longer blind; she now wore a partisan bandana, and the sword she held only fell on the necks of the poor. 

    At the dawn of the 21st century, the revolutionary promise was not just to punish the past but to build a new morality. Instead, what came was a perfected model of impunity. A justice system turned into a political tool. Judges who awaited calls, not evidence. Prosecutors who constructed cases around the accused, not around facts. 

    The murder of prosecutor Danilo Anderson, with all its contradictions, is a monument to this decay. The killings at Plaza Altamira. The shadowy figure of Gouveia. The crimes for which no one answers. And above all: the idea that in Venezuela, only the fool pays

    Unpunished Crimes and Social Awareness in Pre-Chávez Venezuela 

    “Four Crimes, Four Powers”: A Novelized Chronicle of Impunity 

    Cover of the book Cuatro crímenes, cuatro poderes (1978), by Fermín Mármol León — a publishing success that exposed the link between crime and political influence in contemporary Venezuela. 

    In 1978, Police Commissioner Fermín Mármol León of the Technical Judicial Police published Four Crimes, Four Powers, a novel based on real events that became a publishing phenomenon in Venezuela. Within just six months, three editions (50,000 copies) had sold out—a reflection of the immense public interest the book generated. 

    Mármol León details four emblematic criminal cases that took place between 1961 and 1973, each of them shocking public opinion at the time. The common thread among these cases is the interference of powerful factions—what he calls “the four powers”: the Church, politics, the military, and economic elites—each acting to obstruct justice and secure impunity for the perpetrators. The book thus denounces the institutional corruption of the period: according to Mármol León, in Venezuela the guilty could evade conviction thanks to their alliances with power, despite the efforts of honest investigators. 

    Each of the four cases corresponds to a different “power” and reveals how influential individuals manipulated the judicial system to avoid punishment: 

    Ecclesiastical Power: 
    The book recounts the rape and murder of a young Caracas woman, Lídice Cuzati, at the hands of her own brother—Father Pedro Cuzati. Despite substantial evidence, the priest was released just a few months later, after pressure from the upper ranks of the Catholic Church, which claimed there was no conclusive proof. This case illustrated how the Church, acting as a powerful social institution, intervened to protect one of its own, preventing a conviction and triggering widespread indignation. 

    Political Power: 
    Mármol León narrates the murder of Hilda de Rosales, wife of a Congressman. She died when a bomb hidden in a religious statue, supposedly sent as a gift to her husband, exploded—initially seen as a terrorist act. However, the investigation soon pointed to her husband, Congressman Pedro Rosales, as the mastermind. Only months later, he married a minor, revealing a likely passionate motive. The case was stalled in Congress, which froze the investigation. When Rosales finally lost his parliamentary immunity, a judge dismissed the case for “lack of evidence.” This episode exposed how political privilege—immunity and backdoor lobbying—can halt justice in its tracks. 

    Military Power: 
    Known as “the elevator crime,” this case involves the murder of Dalia Padilla, wife of an Air Force captain. Although Captain Daniel Rondón Plaz initially confessed, he later retracted his statement. Forensic evidence pointed to his guilt, but high-ranking military officials intervened: the General Commander of the Air Force had the arrest order overturned and hindered the investigation. Ultimately, a military tribunal declared the captain innocent. Here, military corporatism protected one of its own, enshrining impunity under the pretense of a botched robbery that likely never happened. 

    Economic Power: 
    The fourth and perhaps most infamous case is the kidnapping and death of teenager Carlos Vicente “Tomy” Vega. The boy, son of a wealthy Caracas family, was abducted by a group of upper-class youths who had developed a habit of kidnapping acquaintances to finance their drug use. Tomy Vega died of carbon monoxide poisoning after being left locked in the trunk of a car. Among the suspects were several nicknamed children of the elite—“Caramelito” Branger, Javier Paredes, Julio Morales, Diego Rísquez, Gonzalo Capecci, Alfredo Parilli, and “El Chino” Cano, among others—and even a possible implication of the victim’s own brother. Thanks to legal technicalities and the shielding power of privilege… …Thanks to legal technicalities and the shielding power of privilege, none of the suspects were ever sentenced. Some were never even indicted. The case became a symbol of how economic influence could erase not only criminal responsibility but also public memory. The names of the young perpetrators circulated like ghosts among the upper classes—rumored, whispered, but never judged. The victim’s death was buried beneath silence and scandal fatigue. 

    A Mirror Held to the Nation 

    Four Crimes, Four Powers was not merely a bestseller—it was a mirror. It forced Venezuelans to confront a chilling truth: in their republic, justice did not belong to everyone. It belonged to those who could afford it. The book’s explosive success revealed a hunger in the public for truth, for clarity, for accountability. It suggested a society that, even before Chávez, was already tired of the spectacle of democracy without consequence. 

    But it also hinted at something deeper and more tragic: a society that had grown accustomed to the idea that impunity was inevitable, and that justice was a kind of theater where the ending was always known in advance. 

    By naming each “power,” by narrating each manipulation with forensic detail and literary force, Mármol León didn’t just tell four stories. He offered a diagnosis of a country sick with complicity—where crime, when aligned with privilege, was not a stain but a currency. 

    Francisco Herrera Luque: The Ancestral Roots of Crime 

    If Mármol León exposed the visible faces of power shielding criminals, Francisco Herrera Luque dared to look into the bloodstream. 

    His most influential book in this regard, Los viajeros de Indias (1961), later expanded in Psicopatología del venezolano (1977), suggested a disturbing thesis: that the roots of Venezuela’s violence lay not only in its institutions, but in its genes, in the unresolved psychodrama of a colonized and brutalizing past. 

    Herrera Luque, a psychiatrist and historian, proposed that the Spanish colonization of Venezuela had left behind a genetic and cultural legacy of imbalance. The conquistadors, often recruited from prisons or desperate social strata, brought with them pathologies of cruelty, impulsiveness, narcissism, and paranoia. These traits, reinforced by the absence of strong institutions and the normalization of authoritarian power, were passed down through generations like a virus woven into national identity. 

    In Psicopatología del venezolano, he traced behavioral patterns common in Venezuelan political and social elites: a tendency toward personalism, disdain for norms, cycles of idealization and betrayal, fascination with the caudillo figure, and a deep distrust of the collective good. In short, a nation of orphans seeking a father figure, yet unable to build a house of law

    When History Becomes Madness 

    For Herrera Luque, Venezuela was not just a nation without justice—it was a nation without self-regulation. Its violence, he argued, was not always premeditated but often visceral, born of a cultural syndrome that glorified dominance and scorned limits. He believed that Venezuela’s great historical dramas—its revolutions, coups, and betrayals—were repetitions of a collective neurosis stemming from a traumatic origin never metabolized. 

    Where Mármol León spoke of criminals and cover-ups, Herrera Luque spoke of psychotypes and transgenerational pathology. Both authors, though different in approach, converge in a disturbing portrait: Venezuelan crime is not random. It is structured, legitimized, and, at times, subconsciously desired by the very culture that suffers from it. 

    From Diagnosis to Tragedy 

    The popularity of both books—Four Crimes, Four Powers and Psicopatología del venezolano—reveals something profound: before Chávez, before the Bolivarian Revolution, Venezuela was already a nation deeply engaged with its own dysfunction. These works were not written in exile or dissidence; they were produced from within, in the brief windows of reflection afforded by a precarious democracy. 

    Together, Mármol León and Herrera Luque offered a double map: one charting the alliances of impunity, the other the ancestral script that normalized it. Their legacy is not one of solution, but of lucid warning—that without reform, not only of institutions but of the national psyche, the future would merely repeat the worst of the past

    And so it did. 

    The “Manzopol” Scandal (1988): A Shadow Police Force and Untouchable Corruption During the Lusinchi Era 

    During the presidency of Jaime Lusinchi (1984–1989), a major scandal erupted known as “Manzopol”—a name coined by the press to describe a clandestine paramilitary police network operated from within the Ministry of Justice. In 1988, investigative journalists—led by then journalist and politician José Vicente Rangel—uncovered that Justice Minister José Manzo González had secretly created and financed an unofficial parallel police force, operating completely outside legal institutions. 

    This armed group, nicknamed “Manzopol” (from Manzo + policía), allegedly conducted undercover operations to combat drug trafficking and subversion. However, all activities took place beyond the boundaries of the law. There were even allegations that Manzopol received off-the-books funding, possibly from the U.S. DEA—though this was never fully substantiated. 

    The revelations caused an uproar in both the media and political spheres. Internal documents and videos surfaced detailing the structure and activities of this rogue police unit. Public outrage was swift: the idea of a “watchdog minister” assembling his own private security force in violation of the law was too much to ignore. Under intense pressure from the press and public, Minister Manzo González was forced to resign in March 1988. President Lusinchi dismissed a few of his close associates in an attempt to contain the scandal. 

    However—and this is the key point—there were no legal consequences. The Public Prosecutor’s Office opened inquiries, but no formal charges were filed against Manzo or his collaborators. No trials, no indictments. The matter ended in internal reviews, with resignation as the only political penalty. 

    This outcome only reinforced the perception of impunity. The so-called “Manzopol” case laid bare the deep levels of corruption and abuse of power within the state itself—a minister creating an illegal paramilitary force—and yet no one ended up behind bars. On the street, the phrase was that Manzo “got away scot-free.” For human rights organizations, the case highlighted the judiciary’s lack of autonomy in the face of political power. Manzo and his allies managed to halt any judicial proceedings before they even began. 

    In the end, the secret network was quietly dismantled, but its architects walked away untouched. In Venezuela’s collective memory, “Manzopol” became a synonym for high-level police corruption. The fact that a Minister of Justice could engage in illicit activity and suffer no legal consequence further undermined public trust in institutions in the critical years leading up to 1999. 

    Other Massacres and Unresolved Crimes: El Amparo, El Caracazo, and Beyond 

    Several serious human rights violations that occurred in the 1980s and 1990s were also left unpunished, leaving open wounds in Venezuelan society. Two cases, in particular, stand out for their notoriety and symbolic weight: 

    El Amparo Massacre (1988): 
    On October 29, 1988, in the village of El Amparo in the state of Apure, 14 humble men out on a fishing trip in the border marshlands were gunned down by a joint task force of police and military officers from the so-called José Antonio Páez Special Command (CEJAP). The perpetrators—agents from the DISIP (political police) and the Venezuelan Navy—claimed the victims were “subversive guerrillas” killed in combat. In truth, they were unarmed fishermen. 

    Only two survivors, Wolmer Pinilla and José Arias, managed to escape and later told the story. The official narrative initially portrayed the killings as a successful anti-insurgency operation, but journalists, the Church, and human rights organizations quickly exposed the lie. Despite clear evidence of extrajudicial execution, the case was transferred to military courts, which promptly closed ranks. The perpetrators were acquitted on the grounds that they had acted in “self-defense” during a combat that never occurred. 

    Worse still, the two survivors were themselves charged with rebellion in an effort to silence their testimonies. Later, under international pressure, the case was moved to the civilian courts—but it made no progress, thwarted by legal hurdles and systematic cover-ups. Leaked documents showed how legal maneuvers were deliberately employed to “ensure impunity” at every stage of the investigation. 

    In 1993, a military judge closed the case, releasing all involved officers. It was only thanks to the Inter-American Court of Human Rights—whose 1996 ruling found the Venezuelan state responsible—that families received financial compensation. Yet no one was ever imprisoned for the massacre. 

    El Amparo remains an emblematic case of brutality followed by institutional denial. The town’s name—“The Shelter”—now stands as a bitter irony. Each year, NGOs like PROVEA mourn that “34 years later, the El Amparo Massacre remains a disgraceful case of impunity.” 

    El Caracazo (1989): A Nation Buried Its Dead and Its Justice 

    On February 27, 1989, a wave of popular protests, looting, and street riots erupted in Caracas and several other Venezuelan cities. The spark: a drastic neoliberal economic package imposed at the start of President Carlos Andrés Pérez’s second term. What followed was chaos. The government responded by suspending constitutional guarantees and activating “Plan Ávila”—a military order to restore public order. 

    For days, troops and police stormed the poorest neighborhoods with brutality. Civilians were shot in the streets. Arbitrary arrests multiplied. Reports of executions surfaced rapidly. The official death toll was set at 276, but human rights organizations like COFAVIC documented at least 380 identified victims—and many believe the true number exceeds 500 or even 1,000. 

    Dozens of bodies were never claimed. Some were buried in mass graves, the most infamous of which was dubbed “La Peste” (“The Plague”). This event left a permanent scar on the nation’s memory and is widely seen as the catalyst for Venezuela’s political unraveling. Yet, despite its magnitude, the Caracazo had no immediate judicial consequences. No high-ranking official, no military officer, no police commander was prosecuted between 1989 and 1998 for the human rights atrocities committed during those days. 

    The facts remained buried—literally and metaphorically. Between 1989 and 1998, there were no serious criminal proceedings, no systemic reparations. Only after Hugo Chávez came to power in 1999 was the case reopened. The new Supreme Court classified the massacre as a crime against humanity, making it legally imprescriptible. The Venezuelan state finally admitted its responsibility before international bodies and began paying reparations to some of the victims’ families. 

    But in terms of criminal accountability, almost no individual perpetrator was ever punished. Military commanders implicated in the operations retired peacefully. Judicial truth remained elusive. The Caracazo thus became a national symbol of state-sponsored impunity. 

    For many Venezuelans, the democratic establishment of the Punto Fijo era was deeply discredited by the state’s failure to own up to the massacre—official discourse referred to it merely as “isolated excesses,” avoiding any acknowledgment of a systemic human rights breakdown. The images of bullet-riddled corpses, paired with a glaring lack of justice, paved the way for an anti-establishment discourse. 

    As a BBC report would later put it, the lingering trauma of the Caracazo was “one of the seeds of the political emergence of Commander Hugo Chávez,” who built much of his early support on the widespread resentment born in those days of fire and silence. 

    Other Unresolved Massacres and Scandals: From “RECADI” to the Shadow of Danilo Anderson 

    Beyond these major episodes, the list of notorious, unresolved events in pre-Chávez Venezuela is long and unsettling. It includes large-scale corruption scandals and unresolved political crimes that further cemented the notion of a broken judicial system. 

    The RECADI Scandal (1984–1989): One of the most emblematic cases of economic corruption involved the Régimen de Cambio Diferencial, or RECADI, a system for foreign exchange control that became a breeding ground for fraud during the Lusinchi administration. Billions of dollars were embezzled—some estimates reached up to $36 billion—through shell companies, false imports, and crony favoritism. Many of those implicated were tied to the presidential circle. While a handful of officials were investigated, few ever faced trial, and even fewer were sentenced. The scandal came to symbolize a key phrase in Venezuelan political folklore: “Aquí no cae nadie” (No one ever goes down). 

    Ramón Carmona Vásquez: Silenced for Speaking Out 

    Criminal lawyer Ramón Carmona Vásquez was murdered on July 28, 1978, in Caracas. He had announced that he would reveal evidence of corruption within the Technical Judicial Police (PTJ), specifically implicating its director, Manuel Molina Gásperi. Carmona was gunned down by members of the Tactical Operational Support Group (GATO), an elite PTJ unit. Although some of the material perpetrators were convicted, Molina Gásperi never stood trial and died in a plane crash in 1986. Carmona’s widow fought for years to obtain justice, and in 2007 the Supreme Court ordered financial compensation for damages. 

    Renny Ottolina: Accident or Conspiracy? 

    Renny Ottolina, a charismatic TV host and presidential candidate, died on March 16, 1978, in a plane crash en route to Porlamar. Although authorities attributed the crash to pilot error and adverse weather conditions, conspiracy theories persist. Questions remain about the speed with which the wreckage was destroyed and the lack of a thorough investigation. Ottolina was seen as a serious threat to the political status quo, and his death left a vacuum in Venezuelan political life. 

    The Sierra Nevada Case: In the 1970s, a scandal erupted over the irregular purchase of warships—second-hand and overpriced—from Spain. The deal was marred by kickbacks and shady intermediaries. Although the case received public attention and led to heated congressional debates, it ultimately fizzled out without convictions, swallowed by bureaucracy and political complicity. 

    The iHub Case (1993): Involving the illicit transfer and smuggling of military equipment, this case briefly shook the political establishment but vanished into silence once again. Investigative journalism pointed to senior officers and businessmen, yet no one stood trial. 

    The Murder of Prosecutor Danilo Anderson (2004): Though technically post-1999, this case straddles the transition between eras and deserves mention. Anderson was killed in a car bombing in Caracas while investigating cases of coup-related actions in the aftermath of the 2002 events. The crime scene was bizarre: among the first on site were then-Minister of Interior Jesse Chacón and political analyst José Vicente Rangel, raising immediate questions. The government’s case quickly centered on a controversial witness—a former Colombian paramilitary—whose testimony became the prosecution’s keystone. The prosecutor publicly stated that “he only needed to look into the man’s eyes to know he was telling the truth.” Based on this, journalist Patricia Poleo and the Guevara brothers were accused and eventually fled or faced prosecution. Meanwhile, the assassination of Antonio López—another suspect—further muddied the waters. By mid-2025, the truth remains elusive. Who really ordered Anderson’s murder? Who benefitted? The only ones who paid, once again, were the powerless. 

    A Culture of Impunity, Cemented 

    All these cases—from the “Manzopol” to the Caracazo, from RECADI to Anderson—fed a deep collective suspicion that Venezuelan justice operated on a two-tier system: one for the powerful, and one for the rest. As civil rights organizations like PROVEA repeatedly noted, more than 90% of human rights violations in the 1980s and 90s never reached a guilty verdict. That wasn’t just a statistic—it was a structural verdict on the very institutions meant to uphold the law. 

    In those decades, a grim refrain began to echo: “El que tiene padrino, no muere infierno.” He who has a godfather, escapes hell. In other words, in the Venezuela before Chávez—just like after him—impunity wasn’t just the result of failed cases. It was the system itself. 

    Social Conscience and the Thirst for Justice on the Eve of Chavismo 

    The books and cases discussed above do more than recount crimes and injustices—they reveal a deeper undercurrent within Venezuelan society at the twilight of the 20th century: a collective yearning for justice and for answers within a system widely perceived as corrupt. Before the rise of Hugo Chávez, Venezuela experienced a prolonged democratic period (1958–1998) marked by undeniable achievements, yet increasingly shadowed by the belief that many crimes—especially those involving the powerful—went unpunished. 

    In response, various sectors of civil society raised their voices: writers, journalists, academics, human rights activists, and even honest police officers used whatever tools they had to expose these social pathologies and demand reform. 

    Thus, the publication of Four Crimes, Four Powers in 1978 brought uncomfortable truths to a wide audience: that neither the Church, nor Congress, nor the Armed Forces, nor the economic elite were innocent in the corruption of justice. The popular impact of that book revealed a public awareness on the rise—eager to uncover the truth, and indignant in the face of impunity. 

    Similarly, Francisco Herrera Luque, through historical fiction and essays, invited Venezuelan society to examine itself: he asked whether our cultural DNA carried the seeds of repeated cycles of violence, caudillismo, and opportunism. His theses could be contested, but they resonated with many ordinary citizens who began to openly discuss “the Venezuelan character” in plazas, classrooms, and cafés. 

    In other words, these authors sparked a national debate on identity and dysfunctions, and within that debate lay a collective desire to change course. To acknowledge historical flaws—even if presented provocatively—was the first step toward transcending them. 

    At the same time, the traumatic events of the 1980s and 1990s gradually opened the eyes of wide sectors of society. Each high-profile case of impunity—unpunished massacres, embezzlements without arrests, hushed-up scandals—contributed to a growing climate of frustration and indignation. For example, after the Caracazo of 1989, many young people and emerging leaders—Chávez among them—came to the conclusion that representative democracy was morally bankrupt, incapable of delivering justice for the hundreds of innocent people killed. Similarly, when the truth about El Amparo came to light, the collective reaction of horror and solidarity (especially in rural areas and among religious organizations) showed that society no longer wished to tolerate covert military abuses. Pressure from both domestic and international public opinion managed, for the first time, to force a Venezuelan government (the transitional one of 1994) to partially apologize for a massacre and to compensate the victims—although the direct perpetrators never served time in prison. Each of these moments helped forge a growing awareness of human rights among the population. 

    Nonetheless, the persistent lack of effective punishment took a heavy toll on public trust in institutions. By the late 1990s, surveys of the time showed that terms like “courts,” “Congress,” or “police” carried low credibility among the people, widely seen as instruments of the rich and powerful. This perception fueled the idea that a “revolution” or at least a complete refounding of the State was necessary to break the cycle of impunity. Hugo Chávez’s 1998 presidential campaign capitalized directly on that sentiment: he promised to end the corrupt “old politics,” convene a Constituent Assembly, and deliver social justice. It’s no coincidence that in his early speeches, Chávez referenced events like the Caracazo and the financial scandals of the 1980s as proof of the “rottenness of the Fourth Republic.” His message succeeded largely because it tapped into the people’s long-standing thirst for justice. As historian Inés Quintero aptly put it, “Chávez didn’t invent the indignation, he harnessed it: he arrived at a time when the population was exhausted by corruption and crying out for a redeemer.” 

    In conclusion, the books and cases examined in this series served as catalysts for Venezuelan social consciousness before 1999. Works by authors like Mármol León and Herrera Luque exposed and examined the nation’s pathologies—from immediate judicial impunity to the deeper historical patterns of our national psyche—while real-life cases of injustice tested the limits of the collective patience. Venezuelan society, through its brave journalists, civil society organizations (like COFAVIC, PROVEA, the local chapter of Amnesty International), and its writers, did not remain silent: it sought to document the truth, protest, and propose reforms. That spirit of justice-seeking and national self-critique is a defining feature of pre-Chávez Venezuela. Without it, the so-called “Bolivarian Revolution” might never have found such fertile ground. Paradoxically—and this extends beyond the scope of this article—the Chavista phenomenon would later bring its own forms of impunity. But by then, the citizenry had already developed a strong narrative around the right to justice and zero tolerance for abuse of power—a narrative forged precisely in those previous years. In sum, Venezuela at the end of the 20th century was profoundly marked by the tension between enduring impunity and the struggle to overcome it, a duality that shaped the nation’s path into the new millennium. 

    Sources: El Nacional; Tal Cual; Crónica Uno; Últimas Noticias; UCV Library; PROVEA; IACHR rulings; Four Crimes, Four Powers by F. Mármol León; essays and novels by F. Herrera Luque; interviews and historical analyses. 


    The Hannibal Lecter of Caracas High Society 

    The Edmundo Chirinos Case: Venezuelan Psychiatrist Convicted of Homicide 

    Background and Judicial Details 

    Edmundo Chirinos, a renowned Venezuelan psychiatrist aged 74 in 2008, was accused and later convicted of the murder of Roxana Vargas, a 19-year-old university student who had been his patient. Vargas, who was studying Social Communication in Caracas, had sought treatment from Chirinos in 2007 for depression and eating disorders—on the recommendation of her own mother, who trusted the doctor after being his patient years earlier. Chirinos diagnosed her with depression and schizophrenia and prescribed a controversial “sleep therapy” that involved regularly sedating her. Rather than improving her condition, this treatment led to an unhealthy relationship marked by emotional dependence and sexual abuse: the patient transitioned into the psychiatrist’s lover, with Chirinos exploiting her emotional vulnerability. 

    Edmundo Chirinos, once an esteemed psychiatrist and prominent public figure in Venezuela, was arrested and tried in 2010 for the murder of Roxana Vargas, a young patient with whom he had maintained an illicit relationship. 

    On July 14, 2008, the semi-naked body of Roxana Vargas was found in a vacant lot in Parque Caiza, on the outskirts of Caracas, bearing visible signs of facial and head trauma. The autopsy revealed seven premortem skull fractures; the cause of death was severe cranioencephalic trauma. Initially, authorities considered various theories unrelated to Chirinos—from a random robbery or “express kidnapping” to a possible political motive, as the victim had interned at the opposition television channel RCTV. But none of those hypotheses matched the facts of the case. 

    Soon, however, crucial evidence emerged: Roxana had kept a personal diary and blog where she described in detail her romantic and abusive relationship with the psychiatrist. Her family (especially her mother) and friends were aware of this connection, and pointed to Chirinos as the prime suspect from the very beginning—even before forensic evidence was available. 

    CICPC Investigations and the Fall of Chirinos 

    The investigations conducted by the CICPC (Venezuela’s criminal investigation police) gathered overwhelming evidence against Chirinos. It was confirmed that on the day of Roxana’s death, she had several phone conversations with her psychiatrist, and he was the last person to contact her. When Chirinos’ office was searched, traces of the victim’s blood were discovered, as well as one of Roxana’s earrings that had gone missing at the crime scene. In addition, three photographs were seized—taken by Chirinos himself—showing Roxana unconscious and naked, irrefutable proof that he had sexually abused her during his so-called “sleep therapy” sessions. 

    When summoned to testify in 2008, Chirinos declared himself completely innocent, calling the case a “grand fabrication” and claiming to be the victim of a conspiracy. In a televised interview that same year, he indignantly asked: “Why, out of all the young women who are killed every weekend, is this one tied to me? Just because she was my patient?”—an attempt to minimize the connection. Nevertheless, the material evidence spoke louder than his denials. 

    Chirinos was arrested at the end of July 2008, just 15 days after the murder. The judicial process concluded two years later: in September 2010, the 5th Criminal Court of Caracas found him guilty of intentional homicide and sentenced him to 20 years in prison. The ruling explicitly detailed Chirinos’ responsibility in the murder of his patient, establishing that he took advantage of the doctor-patient relationship to sedate and violate her. Chirinos, 75 at the time of the ruling, was imprisoned in Yare III prison in the state of Miranda. 

    In 2011, he attempted to escape the sentence by requesting a presidential pardon from Hugo Chávez, citing his age and fragile health—a move that sparked widespread public outrage. He did not receive the pardon, although in 2012 he was granted house arrest on humanitarian grounds due to a stroke that impaired his mobility and speech. Edmundo Chirinos ultimately died in August 2013, under house arrest at age 78, after suffering a massive stroke. 

    “Blood on the Couch”: The Book that Documented the Case 

    The macabre story of Edmundo Chirinos and Roxana Vargas was documented in the book Blood on the Couch: The Extraordinary Case of Dr. Chirinos, written by Venezuelan journalist Ibéyise Pacheco. First published in 2010 (by Grijalbo Publishing) shortly after the trial, the book became a bestseller in Venezuela. Pacheco, renowned for her investigative journalism, conducted numerous in-depth interviews with Chirinos during his incarceration to probe the mind of the homicidal psychiatrist. 

    The result is a chilling chronicle that combines the crime narrative with Chirinos’ own confessions and ramblings, revealing his narcissistic and manipulative personality in his own words. The author reconstructs the details of the case—from the moment Roxana and Chirinos met, to the young woman’s writings (her blog and diary, which were key elements in the investigation), the evidence found in his offices and residences, and the full account of the legal proceedings and final sentencing. 

    The Book’s Impact: Media Sensation and Cultural Milestone 

    The book received broad media and public acclaim. It became one of the best-selling titles of the decade in Venezuela, sparking widespread debate about abuse of power and sexual violence. Critics praised the meticulousness of the investigation and the raw, unflinching way in which it exposed real events. While some readers pointed out stylistic flaws or a sense of rushed writing, most agreed that it is an essential testimony that “shook Venezuelan society” with its brutal honesty and authenticity. 

    The impact of Blood on the Couch led to a theatrical adaptation in the form of a monologue. Actor Héctor Manrique portrayed Dr. Chirinos on stage, using almost verbatim the words Chirinos had shared with Pacheco in their interviews. Premiered in 2014 by Grupo Actoral 80, the monologue (based on the book’s chapter “The Delirium”) enjoyed successful runs in Venezuela, Spain, Chile, and the United States, earning critical acclaim and playing to sold-out audiences. The theatrical adaptation, along with a subsequent documentary series, helped to further disseminate the story to international audiences. 

    Taken together, Ibéyise Pacheco’s book and its offshoots are widely regarded as a courageous contribution to investigative journalism, exposing a case that weaves together crime, power, and psychopathy in contemporary Venezuela. 

    From Respected Eminence to Public Scandal 

    Before the scandal broke, Edmundo Chirinos was held in high esteem by Venezuelan society. Born in 1935, he amassed an impressive array of credentials: he was a psychiatrist with postgraduate degrees from London, Cambridge, and other European universities, author of more than 700 academic works, and held prominent positions, including rector of the Central University of Venezuela (1984–1988). He even ventured into politics: in 1988, he ran for president as the Communist Party candidate (garnering 0.8% of the vote), and in 1999 he was elected to the Constituent Assembly that drafted the new Constitution, aligning himself with the Chávez movement. 

    As a professional, Chirinos was a national intellectual celebrity and a frequent voice in Venezuelan public discourse. He was once considered “one of the brightest minds in Venezuela” and a leading opinion maker in the 1980s. Thousands of patients passed through his famous couch, including three presidents of the Republic—former heads of state Jaime Lusinchi, Rafael Caldera, and sitting president Hugo Chávez—all of whom trusted his psychological counsel. Chirinos’ connection to power was so close that Chávez informally included him in his advisory circle: Chirinos counseled him on behavioral quirks (like gestural tics), and, according to Pacheco, even treated First Lady Marisabel Rodríguez to help cover up marital issues, thereby gaining the trust of the presidential entourage. 

    These privileged relationships earned Chirinos an untouchable public image—one of a scholarly and honorable man. In academic circles, he was revered; young psychologists saw him as a mentor, and people lined up to be treated by him, seeing him as a sort of “blessed figure” in his field. 

    Public Respectability vs. Hidden Darkness 

    This public respectability stood in stark contrast to a darker side that remained hidden for decades. Chirinos was also known for his controversial personal life: in interviews, he boasted about being a compulsive womanizer, once bragging, “I couldn’t begin to count how many women I’ve had… Almost all of them are grateful.” In doing so, he normalized predatory behavior with an almost whimsical tone. Many in society either celebrated or downplayed these attitudes, seeing them as the eccentricities of an influential figure. Before the crime, both the media and the general public treated him with deference: he was “the presidents’ doctor,” the expert guest on TV programs and conferences, even a political ally in the constitutional process. 

    After the scandal, that perception shifted dramatically toward outrage and revulsion. The revelation that a renowned psychiatrist had drugged and raped patients—eventually killing one—shook Venezuela to its core. Public opinion turned from admiration to disbelief, asking in shock, “How could someone like this, showing so many signs of madness, fool so many people? How did he manage to accumulate such power and get away with so much, with so many complicit in their silence?” 

    At first, there were mixed reactions and media controversy. Some of Chirinos’s close associates and loyal patients refused to believe the accusations. In fact, social media groups emerged to defend his innocence, portraying him as “a noble citizen victimized by a crazy girl trying to tarnish his honor”—a disparaging reference to Roxana, citing her mental health. At the same time, other collectives voiced support for the victims of sexual abuse tied to the psychiatrist, demanding justice. This polarization reflected the broader social contradictions surrounding the case: on one side, a tendency to blame or doubt the victim (protected by the aggressor’s prestige); on the other, a growing awareness about abuse of power and the importance of believing affected women. 

    Chirinos’s political connections added more tension. Some speculated that thanks to his “contacts in high places,” he might escape justice. However, the overwhelming evidence made any cover-up impossible: even Hugo Chávez—once his patient and known associate—did not intervene on his behalf. Chirinos ended up convicted like any ordinary citizen. In fact, when the former doctor appealed directly to Chávez in 2011, requesting clemency due to his age, society reacted with fury at the mere suggestion he might be pardoned. The government ultimately did not grant any pardon and allowed the court’s humanitarian measure (house arrest for health reasons) to proceed without interference. 

    A Collective Wake-Up Call 

    The Chirinos case marked a rupture in Venezuela’s collective consciousness. The fall of the psychiatrist once trusted by those in power exposed a dynamic of impunity protected by social status: for years, he practiced and abused without effective complaints, shielded by his fame and connections. Colleagues and friends who once praised him either remained silent or expressed disbelief once the truth came to light—unwilling to publicly comment on “the controversial doctor” out of shame or misplaced loyalty. 

    But after his conviction, Edmundo Chirinos’s name became permanently linked to crime and moral corruption. The press labeled him “the monster of the couch,” and his name became synonymous with betrayal of medical trust. Social analysts interpreted his case as a symbol of “a society in full moral collapse”—as one expert put it—questioning the ethical failings of an environment that allowed his crimes to occur right under its nose. 

    Ultimately, Chirinos’s respectable mask was shattered, revealing a sexual predator and murderer. His exposure brought bitter lessons about abuse of power, society’s blind trust in authority figures, and the urgent need to protect the most vulnerable—even from those we trust the most. 

    Other Victims: Silenced Testimonies and Belated Revelations 

    The murder of Roxana Vargas uncovered what had been a well-kept secret for decades: Edmundo Chirinos’s office had long been the scene of numerous acts of abuse against women under his care. As the investigation deepened, authorities found an archive in the psychiatrist’s home containing 1,200 photographs of various women, naked or semi-naked—many of them sedated patients. Some of these images dated back over 40 years, indicating that from the very beginning of his career, Chirinos had been sexually exploiting certain patients while they were unconscious. Shockingly, none of these cases had come to light at the time: most of the victims remained silent, either because they could not clearly recall the events (due to sedation), out of shame, or for fear of not being believed given the doctor’s influence. 

    It wasn’t until the Roxana Vargas case gained notoriety that many of the women featured in the photos were identified and informed of what had happened. Several finally broke their silence. During the 2010 trial, the testimonies of 14 women were presented, each claiming to have been sexually abused by Chirinos under similar circumstances: all were patients he had sedated under the guise of psychiatric treatment, only to touch or photograph them without consent. These testimonies, combined with 70 pieces of forensic and documentary evidence, confirmed that Chirinos’s predatory behavior had been systematic and long-standing. Many of these women had never filed complaints before, either out of fear or lack of clear evidence. Only after learning of Roxana’s fate—and seeing their own faces in the seized material—did they dare to come forward. As some reports put it, Roxana “vindicated” these women, as her case revealed the full scale of the assaults that had gone unpunished. 

    As the details spread, more former patients of Chirinos began to recognize disturbing patterns in their past sessions. Some remembered leaving consultations feeling groggy or disoriented, with gaps in their memory, not realizing at the time that they might have been victims of a crime. After the scandal broke, women’s organizations and survivor groups raised their voices to shed light on this hidden form of sexual violence. The emergence of an online support group for “victims of harassment and sexual violence by Edmundo Chirinos” showed that—however late—truth had finally made room for them to be heard. 

    Still, the tragedy of their long silences also became evident: the fact that a professional with such power could “do as he pleased under the complicity of many” for years pointed to deep failures in reporting mechanisms and blind faith in authority figures. 

    Ultimately, the Edmundo Chirinos case not only delivered justice for Roxana Vargas but also broke the silence of dozens of women who had carried traumatic experiences alone. It set a critical precedent: from then on, Venezuela looked more skeptically at the imbalance of power in doctor-patient relationships and began encouraging potential victims to report abuse—no matter how respected the perpetrator. The painful legacy of those silenced patients finally found an echo in courtrooms and public discourse, leaving behind a warning against similar future cases. In sum, the fall of Edmundo Chirinos exposed not only the monstrous actions of a criminal physician but also the quiet voices of his other victims—voices that, though belated, were finally heard to ensure such stories are never repeated. 

    Sources: El Pitazo, El Diario, Prodavinci, Tal Cual, La Tercera, BBC Mundo, among others. (see references in the text) 


    Chronicle of the Danilo Anderson Case: Contradictions, Questionable Witnesses, and Impunity 

    The Night of the Explosion and the First Contradictions 

    On the night of November 18, 2004, Venezuela was shaken to its core. Just before midnight, two loud explosions rocked the Los Chaguaramos neighborhood in Caracas. They were the near-simultaneous detonations of a C-4 plastic explosive device placed under the seat of a Toyota Autana driven by prosecutor Danilo Anderson. The vehicle burst into flames and crashed into a building, incinerating its sole occupant. Anderson, 38 years old, was returning from his postgraduate classes when he was assassinated with a car bomb—an act quickly described as an unprecedented terrorist attack in the country. The news stunned all of Venezuela: figures from both the Chávez government and the opposition—alongside the Catholic Church—condemned the crime. 

    However, inconsistencies in the official investigation emerged within hours of the attack. Inside the Public Prosecutor’s Office, Anderson’s own colleagues quietly voiced criticisms about how poorly the crime scene had been handled by authorities. The government’s response appeared hasty and contradictory. Then–Attorney General Isaías Rodríguez went so far as to declare that he could “fill a bus with the guilty,” implying the existence of a vast conspiracy. Initially, the act was classified as “terrorism”; a few days later, it was redefined as a “contract killing”; then it swung back again to the “terrorism” theory. For a public already reeling from the shock, these abrupt changes in the official narrative raised serious red flags. 

    The Anderson Family and the First Signs of Doubt 

    Danilo Anderson’s own family also perceived the contradictions in the official version. His sister, Marisela Anderson, publicly expressed her confusion and doubts about the multiple twists coming from the Prosecutor’s Office: “Prosecutor Isaías Rodríguez has given so many different versions about the cause of my brother’s death that I don’t know what to believe anymore.” All the family could cling to was the hope for justice: “All I want is for them to prove the guilt of the Guevara brothers… and the others,” Marisela said amidst the uncertainty. But the road to the truth was already becoming tangled from the outset. 

    Initial Timeline of Events 

    To understand the case, it’s useful to review the chronology of those tumultuous days and the rushed decisions that shaped the investigation: 

    November 18, 2004 (night) – Danilo Anderson dies when a bomb explodes inside his SUV in Los Chaguaramos, Caracas. Firefighters and authorities arrive at the scene. Hugo Chávez’s government quickly condemns the attack as an “act of terrorism.” Unexpectedly, several high-ranking officials show up at the scene, raising questions. 

    November 19, 2004 – The government organizes public tributes: Anderson is buried with honors almost akin to those of a head of state, elevating him to martyrdom in the eyes of chavismo, portrayed as a victim of the “coup-mongering right.” Meanwhile, rumors emerge of irregularities in how evidence was collected at the crime scene. 

    November 20–23, 2004 – A series of opaque police operations target suspects. On November 20, Juan Bautista Guevara—a cousin of former police officers the Guevara brothers—is arrested at home without a warrant and disappears in the hands of security agents. Days later, on November 23, his cousins Otoniel and Rolando Guevara—former commissioners with spotless service records—are intercepted: Otoniel is taken after crashing his car during a chase in El Cafetal; Rolando is seized under similar circumstances. For three days, both are held incommunicado, gagged, tied, and tortured by state agents, with no legal proceedings. They would later “reappear” as part of a staged operation. 

    November 23, 2004 – In the early hours, lawyer Antonio López Castillo—another suspect linked to the case—is killed in a supposed shootout in downtown Caracas. His SUV is riddled with bullets by agents tailing him; López, the son of former senator Haydée Castillo, is struck multiple times and dies, as does one police officer during the incident. Just hours later, the Guevara brothers “miraculously reappear”: the National Guard announces they’ve been “rescued,” found bound in a rural area of Carabobo state. In truth, as the brothers would later testify, their captors had taken them there to stage the rescue—their supposed liberation was actually their formal arrest. 

    November 24, 2004 – Following López’s violent death, authorities raid his parents’ home (former minister Castillo and her husband), allegedly seizing weapons and explosives. The elderly couple is arrested and charged with “concealment of weapons and explosives,” though later released on conditional parole due to their age. Their implication arises only after their son is killed by the police, casting serious doubt on whether the operation was meant to silence a potentially inconvenient witness. 

    November 25, 2004 – In another confusing episode, former police officer Juan Carlos Sánchez, 32, was shot and killed at a motel in Barquisimeto while allegedly resisting arrest in connection with the Anderson case. Authorities claimed to have found traces of C-4 explosive in his vehicle, thus linking him to Anderson’s assassination. He became the second suspect to die in less than 48 hours while under police custody—further reinforcing an alarming pattern. 

    November 26, 2004 – The government finally announced, with much fanfare, the capture of the so-called “material authors”: brothers Rolando and Otoniel Guevara (along with their cousin Juan, who had been arrested days earlier) were publicly presented as detainees and charged with aggravated homicide. The official narrative described them as opposition agents involved in a terrorist plot. A criminal case was opened against them, while the circumstances of their arrest (and alleged torture) were swept under the rug. That same day, with the Guevaras in prison and two other suspects already dead, the government declared the case “solved” in terms of material authorship, even though intellectual authorship remained, allegedly, under investigation. 

    This frantic sequence of events—murky shootouts, irregular detentions, and shifting official versions—only fueled further suspicion. Was the truth being uncovered, or were scapegoats being fabricated in haste? The next phases of the case would raise even more doubts. 

    Power and suspicion at the crime scene: Rangel and Isaías under scrutiny 

    Minutes after the explosion that killed Danilo Anderson, not only firefighters and detectives arrived at the scene. What shocked many was the presence of top-ranking political figures at the actual crime scene. Then-Vice President (and former minister) José Vicente Rangel made an unexpected appearance that night. Far from offering reassurance, his presence stirred suspicion—even among the victim’s family. Marisela Anderson, Danilo’s sister, was alarmed upon seeing Rangel and did not hesitate to insinuate his involvement: “José Vicente is behind the bankers my brother wanted to prosecute for corruption. I can’t shake that thought from my mind,” she told El Universal. To her, it was no coincidence that such a powerful figure of the Chávez government was present so early at the scene. She suspected her brother, who had been investigating bankers and businessmen linked to the 2002 coup, had touched very sensitive nerves; she specifically hinted that Rangel may have wanted to silence Anderson’s accusations. 

    Rangel wasn’t the only high-ranking official involved from the outset. Attorney General Isaías Rodríguez, Anderson’s superior, personally took over the investigation and was also present coordinating actions shortly after the attack. From the very first moment, the official version constructed by Rangel and Rodríguez pointed directly at sectors of the opposition. President Hugo Chávez joined that chorus: he praised Anderson as a courageous prosecutor, a martyr struck down by “terrorist right-wingers,” and framed the assassination as a political conspiracy. Posters and murals with Anderson’s face soon covered the streets, elevating him to hero status within the revolutionary process. 

    However, as the government doubled down on its narrative, critical voices began to question the role of these very officials. Why the rush to blame specific opposition members before a thorough investigation? Why did high-ranking officials (Rangel, Rodríguez) seem to manage the crime scene as if they already knew what to look for? 

    Years later, a bombshell accusation emerged from Johan Peña, a former member of the scientific police who fled the country. In 2018, Peña stated from exile that the intellectual author of Anderson’s murder was none other than José Vicente Rangel. According to Peña, then-Minister of the Interior, Rangel had allegedly ordered the assassination, adding a disturbing detail: he claimed Rangel had summoned Anderson up to 22 times before his death, demanding he stop extorting bankers implicated in the 2002 coup. In other words, if Peña’s testimony is to be believed, Rangel knew Anderson was running an extortion scheme, and their conflict escalated to a deadly conclusion. 

    Aquí tienes la traducción al inglés del nuevo fragmento, manteniendo el tono crítico, narrativo y judicial: 

    Of course, Peña’s accusations were never validated in court and came from a witness with vested interests—he himself had once been implicated in the case. Still, they illustrate how, over time, the shadow of doubt came to encompass even the architects of the official investigation. Rangel’s early presence at the crime scene, combined with Isaías Rodríguez’s erratic handling of the case, fed theories of a cover-up. For many in the opposition, the government turned Anderson’s death into a political “witch hunt” aimed more at silencing dissent than uncovering the true culprits. Rodríguez always denied any political bias, but his conduct—as we shall see—ultimately undermined the credibility of the case. 

    The “star witness”: a paramilitary with convincing eyes (and evident lies) 

    Amid the investigative chaos, the Prosecutor’s Office announced a dramatic twist in 2005: they had found a key witness who would supposedly expose the conspiracy. Isaías Rodríguez unveiled the “star witness” with great fanfare—a Colombian man named Giovanny José Vásquez de Armas, whose testimony allegedly linked prominent civilians to the plot to assassinate Danilo Anderson. 

    According to the Prosecutor’s Office, Vásquez was a former paramilitary of the Colombian Autodefensas Unidas, a double informant for both the Colombian police and paramilitary groups, who had fled to Venezuela fearing for his life. The 36-year-old even introduced himself as a psychiatrist. His story seemed ripped from a spy novel: he claimed to have taken part in secret meetings in Panama and Maracaibo, where opposition politicians and other figures plotted Anderson’s murder. The witness implicated businessmen, retired military officers, and even a journalist as part of the conspiracy’s inner circle. 

    Isaías Rodríguez became enamored with this character and his chilling level of detail. In a press conference, he defended Vásquez’s credibility with a rather bizarre argument: he claimed he could “read the sincerity in his eyes.” The Attorney General admitted that he believed “85%” of what the Colombian had told him, and based on that testimony, he made high-stakes decisions. 

    Soon after, arrest warrants were issued against several high-profile opposition figures named by Vásquez: journalist Patricia Poleo, banker Nelson Mezerhane, retired general Eugenio Áñez Núñez, and anti-Castro activist Salvador Romaní Jr. Rodríguez accused them of being the intellectual authors who had allegedly commissioned the ex-police officers (the Guevara brothers) to carry out the assassination. 

    Let me know when you’re ready for the next section or if you’d like a compiled version in one file. 

    The uproar was immediate. For the pro-government sector, the “star witness” seemed to provide the missing piece to complete the narrative: a political-financial conspiracy by the extreme opposition, with international ties (Colombian paramilitaries), aimed at eliminating an inconvenient prosecutor. However, it didn’t take long before this star began to fall. Investigative journalists, independent media, and even Colombian authorities uncovered serious doubts about Giovanny Vásquez. It was revealed that much of what he claimed about himself was false or inconsistent. For instance, he was not actually a psychiatrist nor did he hold any medical degree, despite having introduced himself as a doctor. There was also no evidence that he had ever belonged to the AUC or to any police force, as he claimed. 

    More seriously, crucial dates and facts in his story didn’t add up. A newspaper obtained an official Colombian report that demolished one of Vásquez’s central claims: according to the witness, on a specific day in 2003, a meeting of the conspirators was held in Panama City, which he attended. But the Colombian document proved that on that very date, Vásquez was in prison in Santa Marta, Colombia, serving time for common crimes. It was impossible for him to have been in Panama planning anything. This and other debunkings of his alibi (such as inconsistencies in the profiles of the alleged conspirators and his use of false identities) completely discredited his testimony. Essentially, the star witness turned out to be a fraud. 

    Isaías Rodríguez’s reaction was as forceful as it was controversial: instead of immediately acknowledging the weakness of his case, in January 2006 he imposed a media ban in Venezuela prohibiting any further reporting on Vásquez’s private life or credibility. A “news blackout” was instituted under the pretense of protecting due process, but in practice it seemed like an attempt to buy time and avoid public embarrassment. For months, the “witness” was shielded by a veil of judicial silence. Even so, persistent reporters kept digging. Journalist Laura Weffer, from the newspaper El Nacional, achieved a journalistic feat in August 2006: she found Giovanny Vásquez himself and conducted a revealing interview. In it, the Colombian—feeling abandoned by his protectors—admitted he feared for his life and was seeking asylum, but more importantly, he hinted that everything surrounding his testimony had been a major fabrication. 

    Soon after, faced with overwhelming evidence, Isaías Rodríguez had no choice but to backtrack. In a public appearance that same month, he admitted he had been deceived by his star witness. He acknowledged, for instance, that Vásquez “was indeed in prison at the time of the alleged meeting in Panama,” confessing: “I made a mistake, I am not infallible.” He also admitted that the claim of being a psychiatrist was a sham: “That’s one of the things he lied to me about,” he explained, regretting that the impostor had used technical psychological jargon that made him sound credible to his psychoanalysis-trained ears. 

    The fall of Giovanny Vásquez was a devastating blow to the official investigation. The Anderson case, which until then the government had presented as practically solved (with the material perpetrators in prison and the intellectual authors identified), was now in question. If the central pillar of the accusation against the supposed masterminds of the assassination was the testimony of a liar, what validity did the charges have? And what about those who had already been convicted based on that testimony? 

    It’s worth noting an epilogue to Vásquez’s story: a year after the trial, in 2006, the witness himself fully recanted. In an interview with journalist María Angélica Correa, Giovanny Vásquez bluntly stated that “the entire trial had been a fabrication” orchestrated by Isaías Rodríguez’s Prosecutor’s Office. He claimed to have received three million dollars to memorize a script full of falsehoods—one he repeated in up to seven different versions during interrogations. Even one of the prosecutors in the case, Hernando Contreras, fled into exile and from there confessed to the same source that “it had all been a government setup to blame someone for Anderson’s death.” Contreras, tormented, told Jackeline Sandoval (wife of Rolando Guevara) that he regretted being part of the charade: “I shouldn’t have been on that case, but I was on duty,” he excused himself. These revelations completed a sordid picture: a false testimony had been manufactured to uphold high-profile political accusations. 

    After the collapse of the “star witness,” the grand intellectual plot behind Anderson’s murder was left hanging. Those accused by Vásquez (Poleo, Mezerhane, Áñez, Romaní) ultimately benefited from the Prosecutor’s Office debacle: none of them were brought to full trial with solid evidence, and the case against them fizzled out. But while the supposed masterminds escaped the discredit of the accusations, others had already paid the price for this dubious testimony: the Guevara brothers and their cousin, presented since 2004 as the material authors, were tried and convicted before Vásquez’s falsehoods came to light. For them, justice would come too late… or perhaps never. 

    Persecution and trial: Patricia Poleo in exile, the Guevaras in prison 

    The judicial offensive unleashed by Giovanny Vásquez’s testimony affected several targets. On one hand, Patricia Poleo, a prominent opposition journalist, became one of the main accused as an intellectual author. Poleo, a fierce critic of chavismo, was linked by the witness to the planning of the attack, allegedly due to her ties to anti-Chávez groups in Miami. Facing an imminent arrest warrant in November 2005, Poleo decided to flee the country and seek asylum. She eventually found refuge in the United States, from where she has consistently denied any involvement and claimed to be a political persecuted. In Venezuela, the case against her remained open but stalled: since she did not appear in court, she was declared a fugitive, but was never tried. Unlike the other accused, Poleo had no chance to clear her name in Venezuelan courts; her trial became exile. 

    The other alleged intellectual authors fared better. Retired General Áñez Núñez, businessman Nelson Mezerhane (co-owner of the opposition channel Globovisión), and Salvador Romaní turned themselves in when charged in 2005. They were held for a few weeks but were allowed to face trial on bail by early 2006. After the Vásquez fraud was exposed, these cases virtually collapsed. In fact, analysts at the time predicted that the final phase of the trial against the intellectual authors would end in dismissal or acquittal due to lack of evidence—except in Poleo’s case (unable to defend herself while absent). And so it was: over time, none of those accused of planning the crime were convicted. Mezerhane later went into exile after another clash with the Chávez government; Áñez and Romaní were released. The grand opposition conspiracy that was initially painted gradually faded away—at least in legal terms. 

    Meanwhile, the Guevara brothers and their cousin Juan Bautista did face the full weight of the state apparatus. Their case represents the most painful and controversial aspect of this story. Rolando, Otoniel, and Juan Guevara—former security officers with distinguished careers but at odds with the new chavista leadership—were turned into ideal scapegoats. According to Jackeline Sandoval (wife of Rolando Guevara and herself a former Public Ministry prosecutor), the government “needed someone to blame” and set its sights on them. As outlined in the timeline, they were irregularly detained (virtually kidnapped) and subjected to torture during their initial interrogation. “They used electric shocks to torture them, and when we reported it, the authorities claimed they were mosquito bites,” Sandoval later said, describing the cynical way in which the signs of electrocution on their bodies were dismissed by officials as mere insect bites. 

    Even so, the Guevaras survived that dark phase and made it to trial alive, which began in 2005. But there, according to their defenders, they encountered a parody of justice. The public oral trial was plagued with irregularities: for instance, the Prosecutor’s Office never summoned the police officers involved in the investigation (the ones supposedly holding the technical evidence). Instead, everything revolved around the testimony of Giovanny Vásquez, which the prosecution defended vehemently at the time. In fact, during the trial, the only real piece of evidence against the Guevaras was Vásquez’s word, since out of the 167 items submitted by the prosecutor, none directly linked the accused—except for what the Colombian had said. Despite how flimsy that sole piece of evidence was, the court gave it full weight. 

    On December 13, 2005, the verdict was delivered. In a ruling heavily criticized, Rolando and Otoniel Guevara were each sentenced to 27 years and 9 months in prison, and Juan Bautista Guevara to 30 years (receiving a harsher sentence due to an added charge of illegal weapons possession). On this point, Sandoval has noted an outrageous detail: at the time of the kidnapping, Rolando was carrying his service weapon, which was stolen by the agents; later, in the indictment, he was charged with carrying an unregistered weapon—it was the same gun they had taken from him. Even so, the sentence was upheld on appeal (copying nearly verbatim from the original ruling, a pattern later seen in other political trials). The Guevaras were formally turned into long-term prisoners, paying for Danilo Anderson’s murder with their imprisoned lives. 

    For chavismo, those convictions were presented as exemplary justice against “terrorists.” For many independent observers, however, they represented the success of a setup. Years later, when the truth about the false witness came to light, the Guevaras’ innocence began to be defended more vigorously by human rights organizations. By 2011, after serving over six years, the Guevara brothers were eligible for alternative sentencing measures (such as open regime or parole). But such benefits were systematically denied, citing political reasons. Iris Varela, then Minister of Penitentiary Affairs, even stated that although “all prisoners have a right to benefits,” that didn’t apply to “political” prisoners—implicitly placing the Guevaras in that category. “We were the first on the list of injustices,” summarized Jackeline Sandoval, who has since become a human rights activist, referring to the fact that the Anderson case marked the beginning of a series of tainted criminal proceedings against government opponents in Venezuela. 

    In parallel, Patricia Poleo remained in exile, as did others involved who preferred to leave the country (Mezerhane, for example, left after later being persecuted in relation to a government-intervened bank). By 2007, with a new Attorney General in office, the Anderson case had lost momentum. No new compelling evidence was ever presented, nor were any other intellectual authors identified beyond those already named and later released. In the eyes of many, the only ones who ended up paying for the crime were those most vulnerable and easiest to demonize, such as the Guevara ex-policemen—”los pendejos,” in popular slang—while the real masterminds, if they ever existed, remained untouched. 

    A collateral murder: the strange case of Antonio López Castillo 

    A dark chapter within the Anderson saga is the homicide of Antonio López Castillo, considered by some as part of a cover-up. López Castillo, a 38-year-old lawyer, was initially mentioned as a suspect in having supplied explosives or logistical support for the attack. But he never made it to an interrogation room: he was shot dead by police before he could speak. On November 23, 2004, just five days after Anderson’s death, a security unit tailed López through downtown Caracas. According to the official version, when they attempted to arrest him, a shootout ensued in which the lawyer pulled a weapon and opened fire, and was killed after receiving “multiple gunshot wounds.” A police officer also died in the exchange, which seemed to lend credibility to the version of a real armed confrontation. 

    However, the incident raised immediate suspicions. López Castillo was the son of a well-known political figure (former senator Haydée Castillo), affiliated with the moderate opposition. His death prevented any insight he might have offered into the investigation. What drew further attention was that just hours after his killing, authorities raided his parents’ home, allegedly seizing war-grade weaponry and explosives. This retrospective “discovery” served to posthumously justify López’s guilt in the plot: “See? He had C-4 at his parents’ house.” But the logic of the sequence seemed odd: if he had already been so clearly identified, why not arrest him alive? Was a deadly confrontation in a busy street really necessary? 

    Over the years, the death of Antonio López Castillo has fueled theories that it was an extrajudicial execution meant to silence someone who knew too much. In fact, former police officer Johan Peña (mentioned earlier) claimed that the Anderson case marked the beginning of the regime’s era of excess: “At that moment, they took the liberty of assassinating Antonio López Castillo,” he said, implying that the elimination was deliberate. While such a statement is impossible to independently verify, the perception took root among a significant portion of the public: López Castillo may have been a scapegoat eliminated to tie up loose ends. 

    Let’s not forget that another suspect, Juan Carlos Sánchez, was also gunned down in Barquisimeto just a couple of days later. Two alleged perpetrators killed in near-consecutive shootouts is, at the very least, unusual. This pattern reinforces the hypothesis of a modus operandi: neutralizing potentially inconvenient suspects before they can speak—or before capturing them alive. In the official files, both cases were closed as casualties “in the line of duty,” but for family members and human rights advocates, they remain unresolved dark spots. 

    Antonio López Castillo, in particular, became a kind of ghost in the story—present only in conspiracy theories. His death deprived the case of a testimony that could have been revealing. Was he really part of the plan to assassinate Anderson, or was he narratively inserted afterward to fit the official theory? We may never know for certain, as his voice was silenced by gunfire before he could speak. What did remain was a chilling message: in the Anderson case, those who might offer uncomfortable versions of the truth tended to end up dead or silenced, while those who served the official version—like the false witness—were protected… until they were no longer useful. 

    2025: Impunity, Contradictory Truths, and the Lesson That “Only the Fool Pays” 

    More than 20 years have passed since that tragic November, and the assassination of prosecutor Danilo Anderson remains shrouded in controversy and uncertainty. Officially, the case is only half-closed: three people (the Guevara brothers) were convicted as the material authors, but no intellectual author has ever been convicted. In practice, there is no clarity as to who truly ordered the crime. The narrative blaming an opposition conspiracy lost credibility after the key testimony collapsed, and no independent evidence was ever presented to support it. On the other hand, suspicions of an internal plot involving corruption and extortion as a motive—implicating figures close to Anderson or the government—have also never been judicially clarified. The result is a justice and information vacuum, allowing each side to uphold its own version of events. 

    In Venezuela in 2025, the legacy of the Anderson case remains deeply bitter. National and international human rights organizations claim a colossal injustice took place. In fact, the case has reached international forums: in April 2025, legal representatives of the Guevara brothers presented their case before the Inter-American Court of Human Rights, denouncing that their conviction was the result of “a setup with false witnesses and riddled with procedural irregularities.” They requested that the Court order their immediate and unconditional release, arguing that they are victims of human rights violations. Jackeline Sandoval—Rolando’s wife, now leading the Foundation for Due Process—testified before the Inter-American judges that the Guevaras have suffered torture, arbitrary detention, and a trial marred by “paid witnesses” that constituted procedural fraud. The Inter-American Commission itself recalled how, in November 2004, the detainees were tortured during interrogations after being arrested without a warrant. All of this reflects that, more than two decades later, the wound remains open. 

    In terms of public perception, the Anderson case became synonymous with impunity and the political manipulation of justice. For the government and its most loyal followers, Danilo Anderson remains a martyr: every anniversary, official spokespeople evoke his memory as that of a hero fallen for the Revolution. There is even a commemorative monolith at the corner where his vehicle exploded, bearing an inscription that proclaims him a “brave prosecutor” and condemns his “enemies of the people.” For years, Anderson’s figure was used as a symbol to rally Chavismo against supposed destabilization plots. 

    However, outside the official narrative, almost no one believes that true justice was ever served. Broad sectors of society, including many in the opposition, believe that Anderson was not the victim of those the government accused, but perhaps of his own shady dealings (such as the alleged extortion scheme) or of internal power struggles. As early as 2005, reports began to surface about an extortion network operating around him: then-Minister Jesse Chacón even admitted that an internal investigation revealed “two groups of lawyers, one linking people with money and another connected to Anderson, which demanded money from the wealthy in exchange for not being prosecuted.” If such a network existed, it suggests Anderson may have made powerful enemies—someone who preferred to eliminate him rather than keep paying, or even his own accomplices who wanted the loot for themselves. This version, though plausible, was never officially pursued—perhaps because it tainted the heroic image of the prosecutor. 

    Another theory persists: that radical factions within Chavismo sacrificed Anderson in order to blame the opposition and push through anti-terrorism laws (in fact, following his death, the government fast-tracked approval of such a law and deployed exceptional security measures). This hypothesis sees him as a piece in a larger political strategy—a provocation designed for internal control. Again, there is no conclusive evidence, but the very existence of such speculation speaks to the deep mistrust surrounding the case. 

    Ultimately, after countless headlines, a scandalous trial, false witnesses, exiles, suspicious deaths, and years of imprisonment, the full truth about who killed Danilo Anderson remains hidden. What has been laid bare is the cynical use of justice for political ends. In colloquial terms, this case cemented the bitter notion that in Venezuela, “only the fool pays.” The powerful—whether millionaire opposition figures, government insiders, or whoever actually ordered the murder—have paid nothing. None of the possible intellectual authors (from either side) have seen a day behind bars for this crime. Instead, three former mid- to low-ranking officers remain behind bars after 20 years, turned into living symbols of the failures of the judicial system. 

    The Anderson case is both tragedy and farce: the tragedy of a man brutally murdered, and the farce of an investigation that, rather than clarifying the facts, appeared designed to serve immediate political interests. Its consequences have been disastrous for public confidence in Venezuelan justice. As editor Teodoro Petkoff once reflected, the prosecution’s actions were “a puppet-show farce” that reached laughable extremes—but with very real effects on the lives of innocent people. 

    Today, as we review this chronicle, a bitter aftertaste remains: impunity at the top, injustice at the bottom. And a cynical lesson that many Venezuelans repeat with resignation: in this country, when it comes to power, only the fool pays. The real hands that placed the bomb beneath Danilo Anderson’s seat—and especially the minds that planned it—remain in the shadows, safe from the explosion that split Venezuela’s recent judicial history in two. Until the full truth comes to light, the Danilo Anderson case will remain a mirror of the nation’s fractures and darkness, a reminder of how much work remains to ensure that justice is not selective, nor a tool of political revenge, but a genuine path toward truth and reconciliation. 

    Sources: Journalistic and judicial investigations into the Anderson case, testimonies compiled from national and international media, newspaper archives from 2004–2025. 

  • “Don’t @ Me: This Ain’t Literature No More

    Capítulo XVI: Rant Bilingüe desde el Subsuelo

    No patience left. Zero mercy. Ya gasté todo eso back en mis madrugadas de lectura, devoción al dust de libros que nadie quería, escribiendo intros y prólogos que ni el editor hojeó, subrayando frases que shining in the dark —like veins pumping español vivo. ¿Pa’ qué? ¿What for? To come to this circus called literatura. To end up in este catálogo de autoficción raquítica, thrillers overhormonados, poetitas que escriben como si Alexa fuera su ghostwriter.

    What happened, ah? ¿Quién fue el bruto que dejó la puerta abierta pa’l algoritmo? Éramos papás del criterio, o eso creíamos. La literatura de este century ni existe: there’s only “contenido”. Sí: contenido, como cajas vacías, como basura digital. Historias en fila, textos instant, fake pasión, todo sabe a microwave de likes y comentarios reciclados —nothing stays, nothing cuts deep.

    ¿Innovation? ¿Exigencia real? None. Editoriales no editan. Los lectores barely leen: scan, absorb, siguen pa’lante. Y los premios… mejor ni hablo. It’s pain Olympics, trauma trophies, ratings of who suffered best. Gana el ego, el autor con la bio más tragic, pero nunca the writer que arriesga con el craft.

    Let’s talk about covers, por Dios. ¿Qué pasa allí? Parecen hechas by sugar-high monkeys con Canva premium. Frambuesas neon, petals pixelados, screensaver vibe estallando como candy bombs en la cara del wannabe reader. Boom, another dose of trauma-lit para tu Netflix mental.

    And lo más triste: it works. Se vende, se promueve, se reproduce like humid mushrooms after the rain. Like viruses. Like memes you swore you’d never laugh at pero terminas compartiendo. Decay as business model.

    I come from el fondo. Leía a Ramos Sucre low-voice, quedito, let Hanni Ossott haunt en mis madrugadas. I shake cuando recuerdo a Cabrujas y ese hombre solo enfrentando la doblez de una mujer mentirosa —puro peso en cada sílaba. Now: palabras balloon, floating helium without weight.

    What happened to beauty? Al riesgo? Al esthetic rush de una frase perfecta? I tell you, don’t look up there. La literatura se ha hidden. Vive en damp sótanos, en manuscritos never published, en memos de los que todavía buscan esa oración que pincha. Allá afuera: vitrinas bombardeadas de pink cakes-books, noise y cheap perfume que se pudre before you finish reading the blurb.

    Esto se decoró hasta morir.

    So aquí estoy, llorando page abajo. Rage, fire, diccionario en mano, my only shield. Where does all this lead? Esta manía de autopromo infinita, fake reviews, egofestivals where writers clap for each other —actorazos de una obra sin público. ¿Quién critica, who brings order tras el caos? In this stream, no canon survives, no Bloom to guide (te extraño, Harold —not Joyce’s Stephen!). Old priest que intentó sostener el templo with a trembling hand. Authority list, elitist y lo que quieras—but daba north, daba mapa.

    Now we got cell phones illuminating covers made by yogurt marketing interns. Alboroto, puro hype.

    Me quedé alone. With Borges, with his link-dreams more real que hyperlink. Mapas, bibliotecas; no stories for likes, pero dialogues in secreto que se han olvidado in the hashtag era.

    Anacrónico, me dicen. I know—con cada ghost invita, con cada missing prize. Now they celebrate pet novels en ciudades beige.

    But I still read.

    Conrad susurra desde puertos infectos, The Iliad aún thunderstruck, smell of gunpowder y madera in el mar de piratas chinos; Thursday men, opium-eaters in Limehouse, the Finn and Norse sagas chilling my bones with ancientsnow.

    Ese es mi barrio literario. From there, I look at today’s carnival like a deserted feria: wet confetti, fake laughs, books that would rather be IG posts que volumen en anaquel.

    Where’s the holy fear? The razor-sharp thrill of a killer sentence?

    Rezo sin fe, lancing myself al océano de unpublished, manuscript beaches. Hay libros que don’t give in. Libros que no buscan ranking ni retweet —libros tercos que resist.

    And those, aunque nadie los namecheck, están ahí. Still burning, still waiting, en el subsuelo, todavía.

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    Israel Centeno

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  • El Quinto Dia

    El Quinto Día 04/25/2025

    En Esta Edición • • Reseña: Punto de quiebre de Stephen Koch • • Reflexiones: Fe, libertad y el problema del mal • • Crónica: Dos Trotskis en la literatura — Garmabella vs. Padura • • Nota de Lanzamie

    ISRAEL CENTENO

    MAY 25, 2025


    🎉 Lanzamiento de El Quinto Día
    Suplemento cultural dominical

    Este domingo se lanza El Quinto Día, una entrega semanal de pensamiento, crítica y narrativa. No es un blog, ni una newsletter más: es una invitación a detenerse, leer con calma y pensar de verdad.
    Durante el primer mes, todas las entregas estarán disponibles gratis a través de Substack y también en mi blog personal.


    Índice de esta primera edición:

    Punto de quiebre
    Reseña del libro de Stephen Koch sobre propaganda, arte y totalitarismo.

    El hombre que amaba a los perros
    Crónica literaria entre Padura y Garmabella: dos Trotskys posibles.

    Confesiones según san Agustín
    Reflexión teológica sobre el amor, el deseo y la libertad interior.


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    Porque hay vida más allá del algoritmo,
    y todavía quedan palabras para los días extraños.

    Turning Point de Stephen Koch: Hemingway, Dos Passos y la Guerra Civil Española

    Stephen Koch, en Turning Point (publicado en español como La ruptura. Hemingway, Dos Passos y el asesinato de José Robles), explora un episodio crítico en la vida de dos gigantes literarios estadounidenses durante la Guerra Civil Española: la amarga ruptura de la amistad entre Ernest Hemingway y John Dos Passos. Koch reconstruye cómo el contexto histórico de la guerra —especialmente el Cerco de Madrid— y eventos puntuales como la desaparición de José Robles desencadenaron tensiones ideológicas y personales entre ambos escritores. El autor no sólo relata los hechos, sino que los analiza en tres dimensiones fundamentales: la histórica (el papel de los intelectuales extranjeros en la contienda y la influencia soviética), la ideológica (la evolución de las posturas políticas de Hemingway y Dos Passos bajo la sombra del estalinismo) y la literaria (el reflejo de estas experiencias en la obra y el estilo de cada uno). El resultado, según la crítica, ilustra “el peligro de que los escritores se lancen a la política y la guerra” y ofrece “un retrato poco halagador del artista comprometido como ‘idiota útil’”, en palabras del propio Koch. A continuación, examinamos cada uno de estos ejes temáticos y críticos del libro de Koch, contrastando sus afirmaciones con fuentes históricas y literarias.

    Contexto histórico: la Guerra Civil, los intelectuales y el cerco de Madrid

    La Guerra Civil Española (1936-1939) atrajo a numerosos intelectuales extranjeros, cuyas plumas y voces ayudaron a moldear la percepción internacional del conflicto. Desde sus inicios, la contienda fue presentada como un choque entre la democracia (la República apoyada por izquierdistas, liberales y soviéticos) y el fascismo (los sublevados nacionalistas de Franco apoyados por la Alemania nazi e Italia). La realidad, sin embargo, era más compleja: dentro del bando republicano convivían demócratas liberales, socialistas, comunistas estalinistas, anarquistas y trotskistas, con visiones a veces enfrentadas. Este carácter poliédrico de la República, sumado a la intervención encubierta de la Unión Soviética, hizo que la guerra también fuera escenario de intrigas políticas y luchas internas por el poder ideológico.

    En este contexto, la ciudad de Madrid se convirtió en símbolo de la resistencia republicana. Tras el fallido golpe de Estado de julio de 1936, las tropas franquistas avanzaron hacia la capital en el otoño, desencadenando el llamado Cerco de Madrid. Contra los pronósticos, Madrid resistió el embate inicial en noviembre de 1936 (¡«No pasarán!» se volvió el lema de la defensa) y quedó como ciudad semiasediada durante gran parte de la contienda. La capital republicana, asediada pero no vencida, fue pronto denominada la “meca del antifascismo” y recibió un flujo constante de visitantes ilustres internacionales que querían atestiguar (y en muchos casos apoyar) la lucha. Ernest Hemingway, célebre novelista por A Farewell to Arms (1929), llegó a Madrid a principios de 1937 como corresponsal altamente pagado del sindicato norteamericano NANA. Se instaló en el emblemático Hotel Florida, en pleno centro madrileño, desde donde reportó sobre la guerra y convivió con otros corresponsales y figuras literarias. Allí entabló una relación sentimental con Martha Gellhorn, también periodista, y recibió a colegas como John Dos Passos (quien arribó ese año para colaborar en un proyecto cinematográfico) e incluso a Antoine de Saint-Exupéry. La presencia de Hemingway en Madrid, así como la de otros escritores, periodistas y fotógrafos (incluido el célebre Robert Capa), no solo reflejaba su compromiso personal con la causa republicana, sino que también tenía un impacto real en cómo se narraba la guerra al mundo. De hecho, la mera presencia de observadores extranjeros influyó en la atención mediática de ciertos eventos bélicos: por ejemplo, el bombardeo de Guernica en abril de 1937 adquirió resonancia internacional gracias a corresponsales como George Steer, mientras que otras masacres (Durango, Badajoz) pasaron más desapercibidas en ausencia de testigos de prensa.

    Dentro del cerco de Madrid, Hemingway desempeñó un doble papel: por un lado, como periodista, escribía crónicas sobre la vida en la ciudad sitiada y las operaciones militares. Por otro, como figura pública comprometida, se involucró en iniciativas propagandísticas para apoyar a la República. John Dos Passos, amigo cercano de Hemingway y reconocido novelista de izquierdas, también viajó a España en 1937 con una misión particular: colaborar en un documental sobre la guerra. Ese documental acabaría siendo The Spanish Earth (1937), dirigido por Joris Ivens, un filme propagandístico destinado a recaudar apoyo internacional para el bando republicano. Dos Passos, conocido por su trilogía USA y de convicciones progresistas, se había ganado prestigio como la voz literaria de la izquierda americana; de hecho, en 1936 apareció en la portada de la revista Time como representante de la literatura comprometida. Hemingway, en cambio, pese a simpatizar con la causa española, era visto hasta entonces como más apolítico y centrado en su arte personal; llevaba años sin publicar una novela importante y su estrella literaria de la década de 1920 empezaba a decaer. La Guerra Civil le ofreció una oportunidad de revigorizar su carrera y su imagen pública, al tiempo que satisfacía su gusto por la aventura. No es casualidad, como señala Koch, que Hemingway se volcase en la guerra buscando en la violencia y la gloria bélica un nuevo sentido para su vida creativa, tras una época de hastío personal.

    Durante la defensa de Madrid, ambos escritores participaron de la vida en la ciudad asediada. Hemingway, siempre ávido de acción, llegó a instalarse en un edificio medio en ruinas en la línea del frente (que apodó “Old Homestead”), desde donde tenía vista directa a los combates en la Casa de Campo. Allí, binoculares en mano y con riesgo personal, observaba los choques armados mientras colaboraba estrechamente con Joris Ivens filmando secuencias de batalla para The Spanish Earth. Sus reportajes para NANA describían con vívido detalle los bombardeos nacionalistas sobre la capital y los esfuerzos de los defensores republicanos. Paradójicamente, en esas crónicas Hemingway omitió algunos eventos clave —por ejemplo, casi no mencionó la destrucción de Guernica por la Legión Cóndor nazi—, quizás por limitaciones geográficas (él estaba en Madrid, no en el País Vasco) o porque otros periodistas cubrieron esos sucesos. En cualquier caso, la pluma de Hemingway contribuía a forjar la mística de Madrid como “ciudad mártir” de la lucha antifascista.

    Dos Passos, mientras tanto, tenía una actitud más reflexiva y humanitaria ante lo que veía. Menos entusiasmado por la “épica” bélica que Hemingway, a Dos Passos le interesaba tanto el aspecto humano de la tragedia española como el político. Fue testigo de los efectos del cerco en la población civil madrileña —hambre, bombardeos, miedo y valentía cotidiana— y prestó atención a la complejidad moral que se ocultaba tras la retórica de la propaganda. Esta diferencia de temperamento entre los dos amigos, latente desde antes (Hemingway era competitivo, temerario y amante de proyectar una imagen heroica; Dos Passos, más tímido, intelectual y empático), se haría dramáticamente evidente a raíz de un acontecimiento en el Madrid sitiado: la misteriosa desaparición de José Robles.

    Amistad truncada: Hemingway, Dos Passos y el caso José Robles

    La desaparición y muerte de José Robles es el corazón de Turning Point y el punto de quiebre de la relación Hemingway–Dos Passos. Robles, español de ideas izquierdistas y amigo íntimo de Dos Passos desde los años 20, era profesor de literatura en la Universidad Johns Hopkins. Había vuelto a España al estallar la guerra para servir a la República (algunas fuentes señalan que trabajaba como traductor y tenía rango militar en el ejército republicano). Dos Passos contaba con Robles como su principal contacto local para el proyecto del documental, dada su posición y su confianza personal. Sin embargo, al llegar a Madrid en 1937 se encontró con que Robles había desaparecido sin dejar rastro. Pronto se supo la terrible noticia: Robles había sido detenido y fusilado, acusado de ser un espía al servicio de los fascistas. Para Dos Passos, aquello fue un golpe devastador; no solo perdía a un amigo querido, sino que empezaba a sospechar que algo siniestro ocurría dentro del mismo bando al que había ido a apoyar.

    Las circunstancias alrededor del caso Robles permanecen confusas hasta hoy, pero la mayoría de los historiadores coinciden en que fue víctima de las purgas estalinistas desatadas en el contexto de la guerra. Hacia 1937, la influencia de la Unión Soviética en la zona republicana era cada vez mayor: asesores soviéticos y agentes de la NKVD operaban en España, decididos a eliminar a elementos “trotskistas” o potencialmente desleales dentro de las propias filas republicanas. Robles, aunque comunista comprometido, pudo haber caído bajo sospecha por mantener “demasiada independencia de criterio” o por intrigas internas, y habría sido ejecutado sin un juicio justo. Para encubrir la realidad de estas purgas internas, las autoridades prosoviéticas fabricaban coartadas, declarando que los eliminados eran “espías de Franco”. En efecto, en el caso Robles se afirmó oficialmente que había sido fusilado como espía fascista, una versión conveniente para esconder que en realidad los comunistas estaban depurando a sus propios compañeros.

    La reacción de los dos escritores ante la muerte de Robles marcaría el fin de su amistad. John Dos Passos, conmovido y alarmado, quiso saber la verdad y ayudar a la familia de su amigo. Se movió por despachos oficiales del Gobierno republicano preguntando por Robles, intentando averiguar quién había ordenado la ejecución y por qué. Le respondieron con evasivas, mentiras burocráticas y advertencias veladas. Esta búsqueda chocaba con un muro de secreto: la maquinaria propagandística, ahora más interesada en contar con Hemingway que en contentar a Dos Passos, no tenía reparos en desairar al novelista “problemático” que hacía preguntas incómodas. Dos Passos empezó a comprender horrorizado que los ideales que lo habían llevado a España (justicia, libertad, antifascismo) podían estar siendo traicionados por los mismos que decían defenderlos. “La política progresista sin decencia humana es una farsa”, llegaría a concluir Dos Passos, anteponiendo la moral individual a la disciplina de partido.

    Ernest Hemingway, por el contrario, afrontó el asunto de forma muy distinta. Él se enteró primero de la suerte de Robles —gracias a Josephine Herbst, una periodista procomunista cercana al Comintern— y, lejos de indignarse, aceptó sin reservas la versión oficial: para Hemingway, José Robles habría sido efectivamente un traidor. Cuando Dos Passos, angustiado, le expresó sus dudas y su pena, Hemingway reaccionó con sarcasmo cruel. En la reconstrucción de Koch, Hemingway recibe a Dos Passos fríamente en el Hotel Florida y se burla de sus preocupaciones: “Si se trata de la desaparición de tu profesor, olvídalo. La gente desaparece todos los días”, espeta Hemingway con desdén. Consideraba que en la guerra uno no debe escandalizarse por estas cosas y que Dos Passos estaba pecando de ingenuo. De hecho, en un artículo de prensa que Hemingway publicó poco después (disfrazando apenas los nombres), calificó la postura compasiva de su ex-amigo como “la buenahearted naiveté de un liberal americano típico” —es decir, “la bondadosa ingenuidad del liberal estadounidense típico”—, en un tono claramente despectivo.

    La embestida de Hemingway contra Dos Passos no se detuvo allí. Según detalla Koch, Hemingway parecía necesitar degradar a su antiguo compañero para reafirmar su propia postura combativa. Lo acusó de “blando” y cobarde, diciendo a quien quisiera oírle que Dos Passos “no servía para la guerra” porque no era cazador ni tenía agallas. Incluso difundió entre círculos de periodistas y brigadistas la infamia de que Dos Passos estaba amparando a un fascista(Robles), contribuyendo a presentarlo como un simpatizante sospechoso. Martha Gellhorn y Josephine Herbst —ambas cercanas a Hemingway y al aparato propagandístico— fueron cómplices en esta campaña de descrédito, según Koch. En la novela-reportaje Spanish Earth (publicada en la revista Ken), Hemingway retrató un alter ego de Dos Passos de forma cruel, resaltando su palidez enfermiza y ridiculizando su preocupación ética en medio de la guerra. Para Hemingway (y los comunistas que lo alentaban), Dos Passos encarnaba al intelectual dudoso, más escandalizado por la “injusticia” cometida contra un individuo que dispuesto a aceptar la disciplina necesaria para ganar la guerra.

    Este episodio supuso la ruptura definitiva de su amistad. “Para ambos, un sistema de afectos se derrumba”, escribe Koch: Dos Passos sintió que Hemingway había traicionado no sólo su amistad sino los valores de humanidad que él consideraba esenciales, mientras que Hemingway llegó a despreciar a Dos Passos por considerarlo un pusilánime que vacilaba en el apoyo a la República. A partir de entonces, sus caminos ideológicos divergendrásticamente. Algo se rompió también dentro de Dos Passos: perdió la fe en la causa tal como estaba siendo conducida y comenzó a alejarse del comunismo, volviéndose cada vez más escéptico de la izquierda ortodoxa. Hemingway, por su parte, se sumergió aún más en la causa republicana (pronto escribiría su gran novela Por quién doblan las campanas, 1940, inspirada en la guerra), y públicamente mantuvo una línea pro-Republicana sin reconocer los aspectos oscuros que había presenciado.

    Koch trata este clímax dramático casi como si se tratara de una novela de suspense. La escena de la humillación pública de Dos Passos a manos de Hemingway es narrada con diálogos y detalles novelescos que, si bien aumentan la intensidad, no siempre provienen de fuentes directas. De hecho, algunos críticos señalan que Koch toma ciertas libertades literarias en la reconstrucción: por ejemplo, la tensa llegada de Dos Passos al Hotel Florida y el desprecio con que es recibido por Hemingway y Gellhorn se basan en una escena de Century’s Ebb, una novela tardía (y semiautobiográfica) que Dos Passos escribió cuarenta años después. Esta dramatización sirve para resaltar el carácter “traicionero” de Hemingway y la vulnerabilidad de Dos Passos, aunque implica mezclar ficción y realidad. No obstante, más allá de posibles adornos narrativos, la esencia histórica se mantiene: la amistad se rompió irremediablemente en España, y el caso Robles fue el catalizador.

    Dimensión ideológica: del compañero de viaje al desencantado

    Ernest Hemingway (centro) con el periodista soviético Ilya Ehrenburg (izq.) y el escritor Gustav Regler (der.) en España, ca. 1937. Ehrenburg, propagandista al servicio de Moscú, y Regler, comisario político de las Brigadas Internacionales, reflejan el entorno comunista en el que Hemingway se movió durante la guerra.

    La crisis entre Hemingway y Dos Passos ejemplifica un choque ideológico mayor que se dio entre los intelectuales de los años treinta: la encrucijada entre seguir la línea dictada por el Partido Comunista (y Moscú) en nombre del antifascismo, o mantener la independencia moral a costa de ser tildado de “traidor” o “ingenuo”. En términos generales, Hemingway y Dos Passos terminaron personificando dos rutas opuestas. Hemingway, tras España, puede verse como el “compañero de viaje” (fellow traveler) de la causa comunista: alguien no afiliado formalmente al partido, pero que apoya públicamente sus objetivos y justifica sus métodos. Dos Passos, en cambio, encarna al izquierdista desencantadoque rompe con el comunismo estalinista por considerarlo moralmente corrupto.

    Según el análisis de Koch, Hemingway era un individualista agresivo que de verdad odiaba al fascismo, pero quizás por lo mismono tuvo reparos en avalar las tácticas sectarias y autoritarias del Komintern en España. Es decir, Hemingway consideraba que la amenaza franquista justificaba medios extremos, alineándose sin mucha crítica con la propaganda soviética. Sus escrúpulos morales no abarcaban del todo lo político: veía la guerra en términos simples de ganar o perder, de matar o morir, sin entrar a juzgar las “manchas” éticas del bando aliado. Esto se reflejó en su disposición a encubrir crímenes como el de Robles por el “bien de la causa”. De forma un tanto inconsciente, Hemingway terminó siendo lo que Lenin llamaría un “idiota útil” de Stalin: prestó su prestigio y talento para legitimar a los agentes estalinistas dentro del campo republicano. Su actitud —lo que Koch denomina la “servidumbre voluntaria” de Hemingway hacia la línea soviética— permitió que las mentiras y calumnias estalinistas prosperaran, tanto en España como luego en la visión que el mundo cultural estadounidense tuvo de la guerra. En palabras del crítico Danubio Torres, Hemingway aceptó y sancionó las estrategias del Komintern, mostrando una voluntaria ceguera moral ante los excesos de sus aliados.

    Un ejemplo de cómo esta postura de Hemingway facilitó la influencia soviética puede verse en el ámbito cultural y político de Estados Unidos. Tras la Guerra Civil Española, muchos veteranos de las Brigadas Internacionales y activistas pro-republicanos regresaron a EE.UU., algunos con vínculos estrechos al Partido Comunista. La reputación de Hemingway como héroe antifascista y su continua defensa de la causa republicana dieron respetabilidad en círculos liberales a organizaciones y figuras de orientación comunista. Por ejemplo, en la Liga de Escritores Americanos(American Writers’ League) y otros foros, Hemingway contribuyó a mantener la ortodoxia del Frente Popular, donde toda crítica al comunismo era mal vista. Sin proponérselo directamente, su postura invalidó las denuncias de personas como Dos Passos u Orwell (quienes alertaban sobre los crímenes estalinistas) y ayudó a aislar a los disidentes. Koch sostiene que la enorme sombra de la URSS se proyectó sobre la Guerra Civil y, por extensión, sobre la política occidental de la época: la ideología del Frente Popular procomunista se había vuelto dominante en las izquierdas de las democracias. En ese clima, figuras como Hemingway —carismáticas y convencidas de estar del lado correcto de la historia— allanaron el camino para que agentes y simpatizantes soviéticos ganaran influencia, incluso en instancias del gobierno estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. (Cabe recordar que documentos desclasificados décadas después revelaron que el propio Hemingway fue contactado en los años 40 por la NKVD soviética, que le asignó el nombre clave “Argo”, si bien su colaboración efectiva como espía fue nula o anecdótica.) En suma, Hemingway, movido por su odio al fascismo y su ego aventurero, terminó haciendo la vista gorda ante la penetración comunista en la causa que defendía.

    John Dos Passos representa la cara opuesta de esta moneda ideológica. Al principio de la guerra, Dos Passos era considerado el intelectual de izquierda por excelencia en Estados Unidos – un escritor de prestigio y comprometido con la justicia social. No era miembro del Partido Comunista, pero compartía muchos de sus ideales igualitarios y apoyaba fervientemente a la República española. Sin embargo, la desaparición de Robles y lo que descubrió en Madrid lo vacunaron contra la propaganda. Dos Passos empezó a desconfiar profundamente de la rectitud del comunismo soviético y, en general, de quienes apoyaban la República sin admitir críticas. En ese momento embrionario sintió que algo andaba muy malen el bando que se suponía defendía la libertad. Como escribiría años después, veía un abismo entre los elevados lemas antifascistas y la realidad de las prácticas totalitarias que algunos revolucionarios implementaban. Su desilusión se convirtió en abierta crítica al estalinismo, lo que le costó caro: la maquinaria cultural comunista (periódicos, revistas, colegas escritores afiliados) lo marginó rápidamente, pintándolo como un elemento reaccionario o “desviado”.

    De hecho, Koch detalla cómo, tras 1937, Dos Passos fue tratado poco menos que como un paria por la izquierda internacional. El mismo Dos Passos se lamentó: “Me colgaron el sanbenito de fascista”, refiriéndose a que los voceros estalinistas sugirieron que su falta de entusiasmo equivalía a traición. Revistas procomunistas en Estados Unidos dejaron de reseñar positivamente sus obras; antiguos camaradas rompieron contacto. La Internacional Comunista lo había sentenciado al ostracismo ideológico. En contraste, Hemingway aprovechó el momento: adoptando públicamente una postura aún más ortodoxa y revolucionaria (al menos de palabra), volvió a brillar en el firmamento literario y político de la izquierda. En palabras de un reseñista, “Dos Passos quedó con su nombre asociado al fascismo y se volvió un paria de la izquierda, mientras Hemingway volvía a colocarse en el centro del escenario, reconocido de nuevo como el gran escritor estadounidense —ahora además comprometido políticamente a la izquierda”. Este contraste es revelador: Hemingway se vistió con los laureles de la causa ganadora (aun si esa causa finalmente perdió la guerra, en 1937-38 gozaba de prestigio entre progresistas), mientras Dos Passos quedó relegado por sostener una verdad impopular.

    Con el tiempo, Dos Passos se movió ideológicamente hacia la derecha. Lo que inició como desencanto con el comunismo se convirtió, tras la Segunda Guerra Mundial, en un conservadurismo pleno: terminó apoyando posturas anticomunistas de la Guerra Fría e incluso simpatizando con el republicanismo en EE.UU. Koch sugiere que la semilla de esta transformación se plantó precisamente en España, en 1937: “Dos Passos vivió hasta 1970, pero su arte murió en 1937” dice dramáticamente, apuntando a que la desilusión política minó también su impulso creativo (un tema que discutiremos más adelante). En todo caso, Dos Passos jamás se arrepintió de haber roto con los comunistas; por el contrario, en sus memorias y ensayos posteriores reafirmó que no podía tolerar las mentiras y la brutalidad estalinista, aunque ello significase perder amistades e influencia. En cierto sentido, se adelantó a otros intelectuales exizquierdistas de mediados de siglo (los llamados “ex-communists” o conversos, como Arthur Koestler, Whittaker Chambers, etc.), manteniendo una postura de que los fines no justifican los medioscuando los medios aplastan la dignidad humana.

    Cabe señalar que, con el correr de las décadas, la valoración histórica de estos posicionamientos ha cambiado. Durante muchos años –especialmente mientras duró la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra– la narrativa predominante en círculos progresistas fue la que idealizaba el bando republicano como adalid de la democracia frente al fascismo, sin matices. Sin embargo, investigaciones más recientes, apoyadas en archivos soviéticos abiertos tras la caída de la URSS, han sacado a la luz el grado de intervención de Stalin en España y han “oscurecido” significativamente la visión del papel comunista en la Guerra Civil. Hoy sabemos que la subversión y control que Moscú ejerció sobre el gobierno republicano (especialmente a partir de mayo de 1937, cuando el procomunista Juan Negrín asumió la jefatura del gobierno) fue más extensa y maquiavélica de lo que los defensores de la República admitieron durante décadas. La represión violenta de los anarquistas y trotskistas en la retaguardia (como los sucesos de Barcelona en mayo del 37 que Orwell describió en Homenaje a Cataluña) y la imposición de la ortodoxia prosoviética debilitaron internamente al bando republicano. Como señala Koch –en línea con historiadores como Stanley G. Payne–, los comunistas, obedeciendo órdenes estalinistas y buscando el poder total, cargan con gran parte de la responsabilidad en el fracaso de la República. La versión romántica de que “la URSS ayudó desinteresadamente a la República democrática” se revela así como una mitificación interesada, cuando en realidad Stalin instrumentalizó la guerra para sus fines, incluso a costa de la propia República. Esta reevaluación histórica reivindica, en cierto modo, la postura crítica que asumieron Dos Passos (y Orwell, y otros pocos) en aquel entonces, mientras deja mal parado el idealismo ciego de Hemingway y tantos otros.

    Repercusiones literarias: la guerra en la obra de Hemingway y Dos Passos

    La experiencia española dejó una huella profunda en la producción literaria de ambos escritores, aunque de manera muy distinta. Stephen Koch plantea una idea sugerente: el choque de visiones entre Hemingway y Dos Passos también reflejó la crisis de la literatura modernista de entreguerras. Hasta mediados de los años 30, ambos formaban parte de la vanguardia literaria anglosajona, experimentando con formas narrativas (Dos Passos con su técnica de collage en Manhattan Transfer y la trilogía USA; Hemingway con su estilo depurado y sus diálogos directos). La Guerra Civil actuó como catalizador de un “punto de inflexión” (breaking point) en sus trayectorias creativas. Las vivencias en España, la confrontación con la propaganda y la violencia ideológica, y la ruptura personal que sufrieron, todo ello se plasmó de un modo u otro en sus siguientes obras, marcando el fin de una era literaria y el comienzo de otra.

    En el caso de Ernest Hemingway, España le inspiró la que muchos consideran su última gran novela: For Whom the Bell Tolls (Por quién doblan las campanas, 1940). En esta obra, ambientada durante la Guerra Civil, Hemingway canaliza su idealismo trágico y su romanticismo bélico. El protagonista, Robert Jordan, es un voluntario estadounidense luchando por la República, personaje claramente afín a la visión heroica que Hemingway tenía de la contienda. La novela exalta el sacrificio individual por una causa colectiva (el título tomado de John Donne alude a la solidaridad humana en tiempos de muerte) y presenta la guerra como un escenario de camaradería, valor y también fatalidad. Sin embargo, es notable que Por quién doblan las campanas omite deliberadamente los aspectos más oscuros que Hemingway conoció: en la novela casi no aparecen los comunistas soviéticos ni las purgas internas. Hemingway pinta un cuadro en el que los guerrilleros republicanos son bravíos campesinos honrados y los pocos elementos “duros” (como un oficial ruso llamado Karkov) son retratados de manera relativamente positiva o al menos respetuosa. La “fábula romántica” de Hemingway sobre España resultó extremadamente atractiva para el público: la novela fue un éxito inmediato de ventas y crítica, cimentando su reputación. Como señala el New YorkerPor quién doblan las campanas es una narración en muchos sentidos más cautivante que las visiones desencantadas, precisamente porque idealiza la experiencia de guerra en lugar de examinarla con ojo crítico. Hemingway ofreció una epopeya apasionante donde la línea entre el bien y el mal aparece (falsamente) clara, y esto resonó en una época en que el mundo se encaminaba a otra guerra mundial contra el fascismo.

    Por su parte, John Dos Passos quedó demasiado desilusionado para glorificar nada de lo vivido en España. En lugar de novela épica, su respuesta fue más cercana al realismo crudo y al testimonio del desencanto. De hecho, se suele considerar que Dos Passos “estaba demasiado desilusionado como para escribir sobre España inmediatamente”, lo que permitió que, en el imaginario popular, la versión hemingwayana dominara por repetición. No obstante, Dos Passos sí canalizó aquellas experiencias en su ficción, aunque de forma más indirecta. En 1938 publicó una suerte de crónica de viajes reflexiva, Journeys Between Wars, donde incluyó sus impresiones de la España en guerra y esbozó ya sus dudas sobre el comunismo. Y en 1939 apareció la novela Adventures of a Young Man (Las aventuras de un joven), primer volumen de su trilogía Distrito de Columbia. Esta novela narra la historia de un joven idealista norteamericano, Glenn Spotswood, que participa en luchas sociales en EE.UU. y finalmente va a combatir a la Guerra Civil Española en el lado republicano. El destino del protagonista es trágico: en España, Glenn muere a manos de sus propios camaradas comunistas, víctima de sospechas y purgas internas, a pesar de su dedicación a la causa. Es evidente el paralelismo con el caso Robles y con la desilusión de Dos Passos. Adventures of a Young Man es, en cierto modo, la contra-novela de For Whom the Bell Tolls: donde Hemingway ofrece romanticismo y mito heroico, Dos Passos ofrece crítica y desengaño. No sorprende que esta obra fuera mal recibida en círculos izquierdistas de la época; muchos no le perdonaron que “lavara los trapos sucios” mostrando comunistas asesinado a un voluntario idealista. La reputación literaria de Dos Passos en los EE.UU. sufrió por ello, con críticos progresistas tachando su nueva novela de amarga y reaccionaria. En perspectiva histórica, no obstante, Las aventuras de un joven se lee como un valiente testimonio novelado de las verdades incómodas de la Guerra Civil, anticipando revelaciones que tardarían décadas en ser del todo aceptadas.

    A partir de entonces, las carreras literarias de ambos tomaron rumbos divergentes. Hemingway, tras Por quién doblan las campanas, ganó el Premio Pulitzer (1953) y el Nobel (1954) con obras ambientadas fuera de España (El viejo y el mar, principalmente). Nunca volvió a implicarse tan directamente en política como lo hizo en los años de la Guerra Civil, aunque sí mantuvo hasta el final ciertas simpatías de izquierda y una imagen pública de antifascista legendario. Dos Passos, en cambio, publicó novelas de tono cada vez más conservador y nostálgico (Número Uno, 1943; El gran designio, 1949), así como ensayos políticos donde criticaba tanto al comunismo como al “nuevo orden” liberal de posguerra. Su estilo literario también cambió: perdió la vena innovadora y experimental de sus años jóvenes, optando por narrativas más tradicionales. Muchos críticos opinan, como recoge Koch, que Dos Passos “nunca se recuperó artísticamente” tras 1937. Esta afirmación puede sonar extrema, pero hay algo de cierto en que su genialidad creativa recibió una herida letal en España. Es como si la quiebra de sus ilusiones políticas hubiera minado la fe en los proyectos literarios vanguardistas que representaba. Koch incluso especula que tal vez el modernismo no murió de muerte natural, sino que “fue asesinado. Asesinado en el Terror. Asesinado en los campos. Asesinado en la mesa del dictador”, vinculando metafóricamente la muerte de las vanguardias con la opresión totalitaria de los años 30. Esta tesis resonante sugiere que la utopía estética de la Generación Perdida se estrelló contra la realidad sangrienta de la historia – y la amistad destrozada de Hemingway y Dos Passos sería símbolo de ello.

    En lo que respecta a la visión literaria de la Guerra Civil, podríamos concluir que Hemingway entregó al mundo la imagen romántica y simplificada del conflicto (valientes guerrilleros, idealistas internacionales, amor y muerte bajo la Sierra), mientras Dos Passos ofreció una visión sobria y desencantada, adelantada a su tiempo pero marginada en su día. “Hemingway’s romantic fable (la fábula romántica de Hemingway) es en casi todos los sentidos más atractiva; pero Dos Passos, con su realismo dispirited and unblinking (desalentado y sin pestañear), fue quien transmitió lo que significaba estar vivo en los años treinta” resume el New Yorker. Con el correr de los años, esa fábula romántica sería matizada por historiadores, pero en el imaginario popular Hemingway ganó la batalla narrativa. Dos Passos, en cambio, quedó como una voz solitaria, valiosa para la memoria histórica pero menos influyente en la cultura de masas.

    Memoria y propaganda: Morir en Madrid y el legado del conflicto

    La Guerra Civil Española siguió siendo motivo de polémica y reflexión cultural mucho después de 1939. Un ejemplo destacado de cómo se reinterpretó el conflicto con fines tanto documentales como ideológicos es la película Morir en Madrid (título original francés Mourir à Madrid, 1963) del director Frédéric Rossif. Este documental, estrenado casi tres décadas después de la guerra, recopila imágenes reales y material de archivo para narrar los acontecimientos principales: desde el alzamiento militar y la revolución social, pasando por hitos como la defensa de Madrid, el bombardeo de Guernica, la muerte del poeta Federico García Lorca, y la participación de las Brigadas Internacionales, hasta la derrota republicana. Concebida durante el franquismo, la película tenía un objetivo claro: mostrar al mundo las verdades ocultas y la “herencia de ruinas y miserias” que dejó la Guerra Civil, desmontando la versión oficial de la dictadura.

    La génesis de Morir en Madrid es en sí digna de una novela de espionaje cultural. Rossif engañó a las autoridades franquistaspara poder rodar en España: les hizo creer que filmaría un documental aséptico e incluso favorable al régimen, cuando en realidad planeaba revelar los crímenes y represiones cometidos por los franquistas. Con la ayuda de la productora Nicole Stéphane, urdieron esta trampa logística y lograron acceso a lugares y archivos prohibidos. El resultado fue un documental que combinaba testimonios visuales estremecedores (fusilamientos, ciudades devastadas, fosas comunes) con una narración profundamente empática hacia el bando perdedor. Morir en Madrid se estrenó fuera de España en 1963, dando un duro golpe propagandístico al franquismo al exhibir imágenes jamás vistas de sus atrocidades. El régimen, al darse cuenta de la maniobra, prohibió la película, que no pudo ser vista en España hasta después de la muerte de Franco (se proyectó finalmente en 1978, ya en democracia). Mientras tanto, en el extranjero la cinta ganó reconocimiento: fue nominada al Óscar al mejor documental y galardonada con el BAFTA en 1968, convirtiéndose en un símbolo cultural de la resistencia antifranquista.

    Desde el punto de vista ideológico, Morir en Madrid retoma en gran medida la narrativa del Frente Popular sobre la guerra, pero lo hace en un momento (años 60) en que esa narrativa empezaba a ser revalorada críticamente. La película rinde homenaje a los voluntarios internacionales presentándolos como héroes idealistas: según declaró el propio Rossif, “Las Brigadas Internacionales fueron a morir a Madrid… fueron a morir de alguna forma por el honor, por la libertad… es la última vez en la historia que se fue a morir por el honor”. Esta visión romántica entronca con la leyenda heroica que escritores como Hemingway habían contribuido a forjar. De hecho, Morir en Madridpuede verse como heredera de la tradición de documentales propagandísticos de los 30 (como Spanish Earth a la que Dos Passos y Hemingway contribuyeron), aunque con la ventaja de la perspectiva histórica: Rossif muestra también las consecuencias de la guerra, el largo rastro de dolor del franquismo, intentando despertar la consciencia de una nueva generación.

    Culturalmente, la relevancia de Morir en Madrid radica en que reavivó el debate sobre la Guerra Civil en plena Guerra Fría. En los años 60, España seguía bajo dictadura y muchos archivos seguían cerrados, de modo que el documental de Rossif ofreció por primera vez a un público amplio imágenes reales de la contienda y de sus secuelas. Esto impactó tanto a espectadores de izquierda (confirmando y visualizando la brutalidad fascista que denunciaban) como a ciertos sectores conservadores, que reaccionaron acusando a la película de ser parcial o de omitir los crímenes del otro bando. De hecho, la propaganda franquista respondió con su propio filme llamado ¿Por qué morir en Madrid? (1966), que intentaba contrarrestar el mensaje desde una óptica anticomunista. Así, la batalla ideológica en torno a la memoria de la Guerra Civil continuó librándose en el terreno cultural. Morir en Madrid logró, sin embargo, imponerse como referencia de la memoria histórica antifascista, aportando un caudal de imágenes que desde entonces han nutrido infinidad de libros, exposiciones y otras películas sobre la guerra.

    Dentro del ensayo crítico de Koch, Morir en Madrid no es analizado directamente (su foco está en los años 30), pero al mencionarlo aquí cerramos el círculo de cómo la percepción de Hemingway, Dos Passos y la Guerra Civil fue evolucionando. En 1937, Hemingway colaboró en un documental pensado para idealizar la causa (The Spanish Earth); en 1963, Rossif realiza otro documental, Morir en Madrid, que retoma esa idealización pero ya con plena conciencia de burlar a un régimen dictatorial. Entretanto, la verdad compleja que inquietó a Dos Passos –la injerencia soviética, las traiciones internas– permaneció en gran medida soterrada en la cultura popular hasta fechas posteriores. No sería sino hasta los años 80-90, tras la caída del Muro de Berlín, que veríamos documentales y estudios más equilibrados reconociendo tanto la epopeya antifascista como la tragedia del terror estalinista en la zona republicana.

    En Turning Point, Stephen Koch consigue entretejer el drama personal de dos amigos enemistados con el drama histórico de una guerra que fue a la vez causa noble y terreno de maniobras siniestras. Su crítica hacia el papel de los intelectuales en tiempos de crisis es contundente: a través de Hemingway y Dos Passos, Koch nos muestra “el peligro de los escritores sumergidos en la política y la guerra”, donde incluso las mejores plumas pueden terminar al servicio de mentiras mayores. Hemingway aparece bajo la luz implacable de Koch como el artista comprometido seducido por el estalinismo, un engagé que justifica lo injustificable; Dos Passos, como el idealista traicionado que se transforma en hereje políticopor mantener su conciencia. Históricamente, el libro aporta una reflexión sobre cómo la Gran Mentira totalitaria floreció en España bajo el disfraz de una lucha justa, y cómo esa mentira dividió a quienes intentaron narrarla. Ideológicamente, invita a reconsiderar los fáciles esquematismos de “buenos y malos” que por décadas dominaron el recuerdo de la Guerra Civil, para entenderla en toda su contradicción. Literariamente, nos hace lamentar la pérdida de fraternidad y quizá de ingenio que aquella experiencia acarreó: “Dos Passos vivió hasta 1970, pero su arte murió en 1937”, sentencia Koch con melancolía, mientras que Hemingway transmutó la guerra en mito pero a un alto costo moral.

    Como obra, Turning Point mezcla documentación e interpretación con un estilo ágil, casi novelesco, lo que la hace muy legible aunque a veces difumine la línea entre historia y dramatización. Pese a esas licencias, el aporte de Koch es valioso al revivir este episodio y situarlo en un marco más amplio de la “seducción de los intelectuales” por las utopías políticas (tema que ya había explorado en trabajos previos). La crítica extensa de este libro revela, en última instancia, una lección que trasciende aquella época: cuando la ideología exige sacrificar la verdad y la amistad en nombre de la causa, las primeras víctimas son la conciencia y la honestidad individuales. Hemingway y Dos Passos vivieron ese dilema en carne propia en el Madrid sitiado de 1937, y Koch nos lo recuerda para que no olvidemos el coste humano detrás de las grandes narrativas históricas.

    Fuentes: La presente crítica se basó principalmente en el libro The Breaking Point (Counterpoint, 2005) de Stephen Koch, complementado con reseñas y estudios históricos. Se han citado fragmentos de la revista The New Yorker, del Paris Review, de una reseña de Jason Powell en Origins, del ensayo de Danubio T. Fierro en Letras Libres, así como datos históricos de la Fundación ALBA (The Volunteer) y referencias sobre Morir en Madrid, entre otras. Estas fuentes corroboran y amplían los puntos tratados, brindando un sustento factual a la interpretación crítica de Koch. En conjunto, permiten pintar un cuadro rico en matices sobre aquel punto de inflexión donde la literatura, la ideología y la historia convergieron trágicamente en la vida de Hemingway y Dos Passos.

    Segundo libro recomendado de la semana: San Agustín y el amor, de Hannah Arendt

    Un descenso al corazón del pensamiento afectivo occidental

    Este no es un libro menor ni una pieza marginal. Es la tesis doctoral de Hannah Arendt, escrita en 1929 bajo la dirección de Karl Jaspers, y contiene —quizá sin proponérselo— la semilla secreta de toda su filosofía posterior. Aquí, una joven pensadora judía de apenas veintitrés años se sumerge en el mundo de amor, caritas, dilectio, cupiditas, los vocablos que San Agustín convirtió en arquitectura del alma. Arendt no entra como teóloga ni como creyente: entra como pensadora del mundo. Y lo que encuentra no es dogma, sino una filosofía del amor que marca el nacimiento de lo que Occidente entenderá como interioridad, voluntad y deseo de eternidad.

    El gran mérito del libro —y también su crítica principal— es que Arendt evita tanto la devoción como la erudición seca. Va directo al centro: a la estructura del corazón humano tal como la entendió Agustín, en tensión constante entre el amor al mundo y el amor a Dios. Es en esa fisura donde Arendt detecta el primer gesto de retirada que culminará, según ella, en la alienación moderna del ámbito político. Para Arendt, el amor agustiniano —aunque legítimo como experiencia espiritual— sembró la semilla del apartamiento del mundo, de la renuncia a la acción y al “estar-con-los-otros”, aquello que, paradójicamente, ella misma reivindicará luego como lo esencialmente humano: el espacio público, la aparición, el actuar.

    El libro, traducido con rigor del alemán y reeditado por Trotta, es breve pero denso. Algunos capítulos son verdaderos mapas filosóficos de la interioridad. Otros rozan la mística. La huella de Heidegger es palpable en la manera en que Arendt aborda el tiempo, la muerte y el anhelo de lo eterno. Pero lo más sorprendente es cómo una pensadora no cristiana logra adentrarse con tanta hondura en la lógica afectiva de un Padre de la Iglesia sin reducirlo ni idealizarlo.

    No es un libro para leer a la ligera. Pero sí lo es para comprender hasta qué punto las categorías cristianas del alma han formado la idea moderna del yo, del deseo, del tiempo y del mundo. También es, aunque pocos lo digan, un libro trágico: porque revela cómo incluso el amor más puro puede desembocar en una distancia radical entre el ser humano y su entorno.

    Altamente recomendado para quienes buscan pensar el amor no como consuelo, sino como problema filosófico. Y para quienes intuyen que toda filosofía política nace, en última instancia, de una concepción del corazón humano.

    El grito y los perros: duelo literario bajo la sombra del piolet

    El piolet exhibido en el Museo Internacional del Espionaje de Washington, usado por Ramón Mercader para asesinar a León Trotsky en 1940. La tarde del 20 de agosto de 1940, un chillido de agonía rasgó la quietud de la casa fortificada de León Trotsky en Coyoacán, México. El revolucionario ruso, herido de muerte por el golpe de un piolet en el cráneo, lanzaba su último grito. Aquel alarido de dolor y sorpresa –“más que grito, fue un alarido”, puntualizaría después un cronista– quedó grabado en la memoria del asesino, el joven comunista español Ramón Mercader, quien años más tarde confesó estar obsesionado: “Siempre lo oigo, oigo su chillido. Sé que me está esperando en el más allá”. Décadas después, ese grito final sigue resonando en la literatura. Dos libros, publicados con pocos años de diferencia, retoman la escena desde perspectivas distintas: El grito de Trotsky de José Ramón Garmabella y El hombre que amaba a los perrosde Leonardo Padura. Ambas obras se enfrentan como duelistas al atardecer, midiendo sus armas narrativas en torno al mismo crimen histórico. A un lado del ring literario, la crónica documentada y polémica de Garmabella; al otro, la novela polifónica y crítica de Padura. ¿Qué tan similares son sus golpes temáticos y estilísticos? ¿Quién acusa influencia de quién? ¿Hay juego limpio o algún golpe bajo (¿plagio, quizá?) en esta pelea? Veámoslo en detalle, con la agilidad de una buena crónica y el filo de la crítica por montera.

    El chillido de Trotsky: la historia según Garmabella

    La primera contrincante en este duelo es la obra que el usuario menciona como El chillido de Trotsky, cuyo título real es El grito de Trotsky: Ramón Mercader, el asesino de un mito. Se trata de una biografía novelada escrita por el periodista mexicano José Ramón Garmabella, publicada por la editorial Debate (Random House Mondadori) en 2007. Garmabella emprendió una investigación minuciosa sobre la vida de Ramón Mercader –el hombre que asesinó a Trotsky con un piolet– y el contexto de ese crimen que sacudió al mundo. El resultado fue un libro que explora los entresijos de la conspiración estalinista y la psicología de Mercader, presentándolo como “producto fiel de una época” de lealtad ciega a Stalin. De hecho, El grito de Trotsky ha sido considerado “la biografía más completa” del comunista catalán que mató al líder ruso exiliado, fruto de una documentación intensa y sin cortapisas.

    Contenido principal: La obra narra la historia de Mercader desde su juventud como combatiente republicano en la Guerra Civil Española, pasando por su reclutamiento y entrenamiento por la NKVD soviética, hasta la consumación del asesinato en México y sus secuelas. Garmabella no se limita a los hechos policiales; bucea también en las motivaciones ideológicas. El título del libro alude al grito de Trotsky al ser atacado –un detalle histórico que da sentido al relato–. Según explicaba el propio autor, Trotsky “gritó cuando Mercader le clavó el piolet en la cabeza”, más un aullido de dolor y sorpresa que un simple grito. Ese sonido, metáfora del choque entre dos visiones de la revolución, persigue al propio Mercader durante toda su vida. Garmabella describe cómo, tras cumplir veinte años de prisión en México, Mercader sale trastornado, acosado por el recuerdo de ese grito en sus noches de insomnio. La culpa y la sombra de Trotsky lo acompañan hasta su muerte, cerrando el círculo trágico iniciado en Coyoacán.

    Autor y tesis: Garmabella imprime a su crónica un tono deliberadamente polémico. Su tesis central –y aquí asoma el filo ideológico de la obra– es que Stalin y Trotsky, al final, eran la misma cosa: dos dictadores enfrentados por el poder. Plantea, en esencia, que si la historia hubiera colocado a Trotsky en el lugar de Stalin, el resultado habría sido similar, con Trotsky reprimiendo a sus rivales y Stalin quizá exiliado como víctimat. Esta perspectiva revisionista se refuerza con afirmaciones directas del autor en el texto: “el totalitarismo estalinista no era, al fin y al cabo, sino similar al que Lenin y el propio Trotsky habían impuesto casi inmediatamente después de 1917”, llegando a llamar a Stalin “el heredero natural” de Lenin y Trotskyi. En esa línea argumental, Trotsky queda desmitificado como otro potencial tirano y, por tanto, su asesinato aparece casi inevitabledentro de la lógica brutal de la lucha por el poder en la URSS.

    Esta equiparación controvertida sirve, en la narrativa de Garmabella, para justificar en parte el crimen de Mercader. Si Trotsky era “otro Stalin” en potencia, su eliminación se presenta como un oscuro juego de espejos del destino histórico. Ya en la primera página, Garmabella califica a Mercader –el asesino– como “un idealista y luchador irreconciliable contra el nazi-fascismo en España”, casi redimiendo sus intenciones. Mercader aparece menos como un sicario a sueldo y más como un idealista trágico, convencido de cumplir una misión noble (salvar al comunismo del “traidor” Trotsky). El libro enfatiza que “todo era fidelidad ciega, absoluta, a la URSS” en la formación de Mercader; es decir, Ramón fue un producto de su época y circunstancia, un instrumento al servicio de un ideal totalitario. Esta mirada empática hacia el victimario se combina con una descripción algo fría de la víctima: Trotsky deviene un personaje distante, cuyo pasado como líder militar implacable se recuerda para matizar cualquier compasión. No en vano Garmabella subtitula su obra “el asesino de un mito”, dando a entender que Trotsky –convertido en mito heroico por algunos– es aquí desmitificado a la par que asesinado.

    Recepción y críticas: La postura de Garmabella no pasó inadvertida. Sectores de la izquierda trotskista reaccionaron con dureza, llegando a calificar El grito de Trotsky como “un libro mezquino”por, según ellos, distorsionar hechos históricos bien documentados. Le reprochan al autor omitir datos claves (por ejemplo, que Trotsky rehusó usar el Ejército Rojo para dar un golpe contra Stalin porque buscaba rescatar la democracia soviética, no instaurar su dictadura) y “meter en el mismo saco a Stalin y Trotsky” para trivializar el asesinato. En palabras de un crítico, Garmabella oculta deliberadamente las diferencias entre el “Estado autoritario de Stalin”y la propuesta de “democracia soviética” de Trotsky con el fin de que “¿qué más da que mataran a Trotsky si total era otro Stalin?”. Este sesgo ha sido visto como una velada justificación del crimen de Mercader. Asimismo, se señala que Garmabella atenúa la maldad de personajes siniestros del entorno estalinista: llama “hombre desagradable” al fiscal Vyshinski y solo “controvertido” al brutal jefe policial Beria, mientras carga las tintas contra víctimas engañadas como Sylvia Ageloff. Estos enfoques han suscitado debate sobre la objetividad de la obra.

    Con todo, El grito de Trotsky cumple un papel importante en recolectar y narrar los hechos en torno al asesinato. Es un relato documentado que descubre secretos de Ramón Mercader, desde sus años en la Guerra Civil hasta sus intentos tardíos por volver del exilio. Por ejemplo, Garmabella revela episodios como la petición que Mercader hizo en 1977 para pasar sus últimos años en su Cataluña natal, y cómo Santiago Carrillo le exigió a cambio escribir sus memorias revelando quién le dio la orden de matar a Trotsky (algo que Mercader jamás estuvo dispuesto a confesar). Detalles como ese muestran la profundidad investigativa del libro. En definitiva, Garmabella ofrece la versión de la historia real con tono de crónica periodística y ensayística: exhaustiva, provocadora y teñida de una amarga ironía histórica. Su “grito” resuena con fuerza documental, aunque para algunos con un eco ideológico discutible.

    El hombre que amaba a los perros: la novela de Padura y los sueños rotos

    En la esquina opuesta del cuadrilátero literario tenemos a Leonardo Padura, escritor y periodista cubano, con su aclamada novela El hombre que amaba a los perros. Publicada por Tusquets Editores en 2009 (y en Cuba en 2011) esta obra de ficción histórica aborda el mismo acontecimiento —el asesinato de Trotsky a manos de Mercader— pero desde una estructura narrativa triple y una sensibilidad muy distinta. Padura, conocido por sus novelas policiales del detective Mario Conde, aquí se adentra “en terrenos de la gran historia” con una ambición notable. La novela fue finalista al premio Libro del Año en España y ha sido considerada un clásico moderno en virtud de su mezcla de investigación histórica rigurosa y creatividad literaria de primer ordenmarxist.com.

    Contenido principal: El hombre que amaba a los perros teje tres hilos narrativos entrelazados, a modo de tríptico temporal y humano. En palabras del propio Padura, son como “tres novelas en una”, cuyo gran desafío fue lograr que armonizaran entre sí. Estos hilos son:

    • La historia de León Trotsky (llamado por su nombre real, Lev Davídovich Bronstein): se sigue su odisea desde el exilio en Alma Atá (Kazajistán, 1929) hasta su periplo por Turquía, Francia, Noruega y finalmente México, donde encontrará la muerte en 1940. Padura nos muestra a Trotsky en su vejez, acorralado pero aún escribiendo, víctima perseguida por la obsesión asesina de Stalin.
    • La historia de Ramón Mercader (alias Jacques Mornard, alias Frank Jacson): relata la transformación del joven catalán combatiente en la Guerra Civil Española en un agente secreto al servicio de Stalin. Vemos cómo su fanatismo es moldeado por su madre Caridad (ella misma comunista ferviente) y por oficiales soviéticos, cómo asume identidades falsas y va perdiendo pie en la propia realidad. Esta línea cubre desde 1936, cuando Mercader es reclutado en París, hasta el momento en que ejecuta el atentado en México y las décadas posteriores (su encarcelamiento y vida tras salir de prisión). Es el segmento más extenso y detallado de la novela –aproximadamente 269 páginas, casi la mitad del librocubaencuentro.com–, reflejando la obsesión de Padura por comprender al asesino.
    • La historia de Iván Cárdenas Maturell: es la línea ficticiaambientada en Cuba entre 1977 y 2004 Iván es un escritor cubano frustrado –prometedor en su juventud pero silenciado por la censura al escribir un cuento “contrarrevolucionario”– que malvive trabajando en una clínica veterinaria. En 1977, en una playa de La Habana, Iván conoce a un misterioso hombre español que pasea dos imponentes perros borzoi (galgos rusos). Este hombre, que afirma llamarse Jaime López, entabla con Iván una amistad extraña y comienza a narrarle una historia enigmática sobre “el hombre que amaba a los perros”. Con el tiempo, Iván deduce que su interlocutor no es otro que Ramón Mercader, exiliado y protegido en Cuba en sus últimos años de vida. El anciano cargado de culpas le revela su verdad sobre el asesinato de Trotsky. Iván guarda el secreto durante décadas, hasta que tras la muerte de su esposa (2004) decide finalmente escribir todo lo que supo. Esta trama funciona como puente entre el pasado y el presente: a través de Iván, Padura conecta la desilusión cubana con las tragedias del estalinismo. Iván representa al intelectual desencantado que carga también con sus propios fantasmas, en un paralelismo con Mercader.

    La estructura resultante es compleja pero eficaz. Padura alterna capítulos dedicados a cada línea temporal, a veces solapando momentos históricos y personales para crear rimas y contrastes. Por ejemplo, mientras Trotsky adopta un perro en su exilio mexicano (un pastor con quien posa en fotos familiares), vemos a Mercader ganándose la confianza de ese mismo entorno, e Iván cuidando a los perros del misterioso español en Cuba. No en vano, El hombre que amaba a los perros presenta no a uno sino a dos amantes de los perros: tanto Trotsky como Mercader comparten ese rasgo humano de afecto canino. Es un detalle simbólico que Padura explota para humanizar a ambos personajes históricos y subrayar sus insospechadas conexiones. La narración salta de la primera persona (Iván cuenta su propia historia en algunos capítulos) a la tercera persona histórica omnisciente para Trotsky y Mercader –aunque finalmente descubrimos que esa voz narrativa es también la de Iván, quien escribe reconstruyendo ambas vidas desde documentos y confidencias–. Con este recurso de multiperspectivismo radical, Padura logra que el lector se ponga en la piel del asesino sin por ello justificar sus actos, entendiéndolo pero no absolviéndolo.

    Estilo y enfoque: A diferencia del tono más documental de Garmabella, Padura despliega una prosa ágil, envolvente y profundamente emotiva. Varias críticas han alabado su “nervio y garra narrativa” para arrastrar al lector incluso sabiendo este cómo termina la historia. La novela, de hecho, se lee con el suspenso de un thriller y la densidad reflexiva de una novela histórica de alto calibre. Padura combina hechos verídicos con licencia novelística de forma magistral: como han señalado, “es fiel a los hechos históricos y a la vez un viaje que nos hace reflexionar sobre la realidad poniéndonos en el pellejo de sus personajes. No hay aquí intención de sorprender con giros artificiales (todos sabemos que Trotsky será asesinado y quién lo hará), sino de explorar el porqué y el cómo con una mirada nueva. Padura se documentó extensamente –la novela está muy bien documentada, incorporando datos reales de archivos, memorias y estudios– pero a la vez se permite imaginar los diálogos, los pensamientos íntimos y las emociones que no quedaron registradas. Es un equilibrio delicado entre verdad y ficción.

    Temáticamente, El hombre que amaba a los perros es una meditación sobre la utopía traicionada y la memoria histórica. Padura aprovecha la historia de Trotsky y Mercader para trazar un fresco del sueño revolucionario y su degeneración. Como bien resume un crítico, la novela es “en gran medida, una reflexión sobre los sueños rotos de la historia, sobre el devenir siniestro de las utopías”. En sus páginas vemos desfilar la esperanza revolucionaria y su naufragio: el idealismo juvenil de Mercader convertido en fanatismo ciego; la utopía bolchevique traicionada por el terror estalinista; la fe de muchos comunistas latinoamericanos (como Iván en Cuba) sofocada por la censura y la mentira. Stalin, aunque no aparece en persona salvo en menciones, se erige como la oscura figura de fondo: “retratatado como un genocida, un sádico dispuesto a todo por conservar el poder absoluto”. Padura no escatima en mostrar la crueldad y el cinismo con que Stalin manejó su poder, incluyendo hechos que durante décadas fueron tabú en Cuba: el pacto Hitler-Stalin, las purgas, la invasión soviética a Polonia, la intervención en la Guerra Civil Española, etc., todos “asuntos que Padura ventila con acierto” en la novela. De hecho, en la Cuba real, la figura de Trotsky fue silenciada por décadas (considerado un traidor, simplemente borrado de la historia oficial). Que Padura, viviendo en La Habana, publicara en 2009 una novela centrada en Trotsky resultó sorprendente; quizás señal de una leve relajación de la censura, aunque Padura inteligentemente evita mencionar a Fidel Castro en el texto para no cruzar ciertas líneas rojas. La crítica al estalinismo es evidente, y la crítica a la deriva autoritaria en Cuba está sugerida en la tragedia personal de Iván, “un personaje aplastado” por el sistema, un escritor que fue primero aplaudido cuando se amoldaba al canon y luego castigado cuando mostró espíritu crítico. Padura extiende un puente entre Moscú y La Habana: las mismas dinámicas opresivas que destruyeron la revolución rusa terminan por sepultar las esperanzas de la generación de Iván en Cuba.

    No obstante, Padura no demoniza unilateralmente a todos menos a Trotsky. Si bien Trotsky es presentado con gran empatía, como una víctima permanente, un perseguido que entiende que Stalin no parará hasta verlo muerto, el novelista no oculta sus aristas: “en más de un momento, se le recordará al lector que Trotski también fue un despiadado asesino durante la Revolución de Octubre” (como comandante del Ejército Rojo, tuvo mano dura en la guerra civil). Esta puntualización evita caer en hagiografía; Padura quiere que veamos a Trotsky en su verdad humana, con grandezas e igualmente contradicciones. De igual modo, Mercader no es pintado como un monstruo unidimensional, sino como “un hombre cuyo entrenamiento para matar en nombre de una convicción terminó por perturbar su mente”. A medida que Mercader se acerca a su objetivo, “no sabe con exactitud quién es, cuál es su misión y por qué”, se confunde con sus personajes falsos y lo asaltan dudas. Padura imagina los dilemas internos de Mercader: hay escenas en la novela donde Ramón siente pánico, vacilación y hasta repulsión por el asesinato que debe cometer. En última instancia, tras cumplir la orden, Mercader carga con un profundo vacío y desencanto: dedicó su vida a una causa que, con los años, reconoce como una mentira cruel. Esa es la pesada carga que el anciano “Jaime López” confiesa a Iván en la playa: la vida de Mercader después del 20 de agosto de 1940 fue un erial de soledad, culpa y silencio. “¿Lo comprendió antes de morir?” –se pregunta retóricamente Padura sobre si Mercader llegó a entender el enorme precio de su acción–. La novela sugiere que sí, que Mercader murió lleno de remordimientos (en paralelo, recordemos, a la frase real atribuida a Mercader en su lecho de muerte: “Siempre oigo el chillido [de Trotsky]…”). Así, Padura consigue lo que él mismo considera el mayor logro de la novela: que el lector termine sintiendo compasión por los tres protagonistas –Trotsky, Mercader e Iván–, cada uno víctima a su manera de fuerzas históricas despiadadas.

    Recepción y relevancia: El hombre que amaba a los perros fue recibida con entusiasmo en muchos círculos literarios e intelectuales. Se valoró su valentía al abordar un tema histórico sensible (especialmente siendo Padura un autor que “sigue viviendo allá” en Cubay, sobre todo, su calidad narrativa. Alan Woods, un crítico británico, llegó a calificarla de “excepcional novela” y “acontecimiento literario y político importante”, llamándola sin reparo “un clásico moderno”por su combinación de rigor histórico y arte novelísticomarxist.commarxist.com. Otros han elogiado que Padura mantenga el pulso a lo largo de más de 600 páginas con pocas flaquezas, creando una obra “extensa y en buena medida intensa”. No obstante, también hubo quien criticó ciertos desequilibrios: por ejemplo, en CubaEncuentro se opinó que la trama de Iván era la más floja o “prescindible” en comparación con las poderosas tramas históricas –aunque este juicio es debatible, pues la línea cubana aporta la resonancia contemporánea que Padura buscaba. En cualquier caso, la novela dejó huella como un esfuerzo singular de recuperar la memoria de Trotsky y enfrentar a los lectores hispanohablantes con esa página soterrada de la historia del siglo XX, al tiempo que invitaba a reflexionar sobre sus propias realidades políticas. En Cuba, representó un atisbo de oxígeno histórico en medio del olvido impuesto: Trotsky volvió a la conversación literaria gracias a Padura, aunque fuera de manera novelada.

    Puntos de contacto: ecos de un mismo alarido

    Pese a sus diferencias de género y enfoque, El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perros coinciden en numerosos aspectos temáticos y narrativos, como dos caminos que recorren el mismo terreno histórico. Las similitudes entre ambas obras se pueden resumir en varios ejes:

    • El hecho histórico central: Ambas giran en torno al asesinato de Trotsky en 1940 y la figura de Ramón Mercader. Este es el núcleo común indiscutible. Tanto Garmabella como Padura relatan el complot organizado por Stalin para eliminar a su archienemigo y cómo Mercader, tras ganarse la confianza del círculo de Trotsky, ejecutó el plan clavándole un piolet en la cabeza. Los dos libros reconstruyen ese momento culminante con notable detalle, convirtiéndolo en la escena cumbre de sus narraciones. En consecuencia, comparten episodios históricos clave: el ataque fallido previo de Siqueiros en mayo de 1940, la infiltración de Mercader a través de su relación con Sylvia Ageloff, la tarde del 20 de agosto en el estudio de Trotsky, la detención de Mercader inmediatamente después por los guardias, etc. El relato pormenorizado del asesinato de Trotsky ha sido llevado a la literatura una y otra vez; en la última década, precisamente en estas dos obras capitaleseditorialaquitania.com.
    • La pregunta de fondo: Más allá de narrar los hechos, ambas obras plantean esencialmente la misma cuestión moral¿qué lleva a un hombre a matar a otro por una idea? ¿Son tan poderosas las convicciones ideológicas como para conducir al homicidio político?editorialaquitania.com. Este interrogante subyace tanto en Garmabella como en Padura. Los dos autores se adentran en la mente de Mercader buscando esa respuesta. Por ejemplo, Garmabella, como vimos, enfatiza la formación ideológica de Ramón, su fidelidad absoluta a Stalin y la percepción de Trotsky como un traidor aliado del fascismoeditorialaquitania.comizquierdarevolucionaria.net. Padura, por su parte, muestra a Mercader fanatizado pero también atormentado por dudas, dejando entrever que incluso el más adoctrinado puede vacilar ante la orden de matareditorialaquitania.com. En ambas obras Mercader es retratado no como un psicópata común, sino como un creyente extremo, casi un “soldado político” cuyo acto –por más horrendo que sea– nace de una lógica ideológica, no de motivos personales mezquinos. Este punto en común es fundamental: Garmabella y Padura coinciden en que para entender el crimen hay que entender la fe casi religiosa que lo motivó.
    • El peso de la ideología y la desilusión: De la mano del punto anterior, los dos libros exploran las consecuencias de esa entrega ideológica. Tanto en El grito… como en El hombre…, el personaje de Mercader experimenta, después del asesinato, una profunda desilusión. Tras cumplir su misión, la vida de Mercader se revela vacía, carente de propósito propio. Los dos autores narran cómo Mercader sale de prisión en 1960 siendo ya un hombre roto, solo para enfrentarse a un mundo que le es ajeno. En México, Mercader guarda silencio sobre su identidad durante 20 años; en la URSS y luego en Cuba vive en el anonimato, condecorado pero utilizado, sin poder siquiera contar su historia. Los fantasmas lo atormentan. Ambas obras sugieren que Mercader fue tan víctima como verdugo, una vida sacrificada en nombre de Stalin. La imagen de Mercader obsesionado por el recuerdo del grito de Trotsky es potente en los dos relatos: Garmabella lo menciona explícitamenteeditorialaquitania.com y Padura lo ficcionaliza en las confesiones finales a Iván. Así, comparten la idea de que el asesinato persigue a Mercader hasta su tumba –una especie de “castigo psicológico” autoimpuesto.
    • Perspectiva multifacética: Aunque difieren en estructura (una es biografía/documento, otra novela con varios narradores), ambas obras adoptan un enfoque multiperspectivo en cierto sentido. Garmabella, si bien se centra en Mercader, dedica buena parte de su libro a contextualizar la vida de Trotsky, a trazar paralelos entre éste y Stalin, y a describir el entorno histórico (Guerra Civil Española, la conspiración internacional, etc.). Es decir, no es una narración unilateral: abarca varios personajes históricos, desde Caridad Mercader hasta figuras como el pintor Siqueiros o el presidente Cárdenas. Padura lleva la multiperspectiva aún más lejos alternando capítulos enteros con distintos protagonistas (Trotsky, Mercader, Iván). Pero en el fondo, ambos textos entrelazan las vidas de Trotsky y Mercader. Las escenas cruciales (por ejemplo, la preparación del atentado y el momento del piolet) están narradas desde ambos ángulos en uno y otro libro. El lector obtiene una visión completa del juego gato-y-ratón entre víctima y victimario en las dos obras, como piezas que encajan: lo que en una se cuenta desde el lado de Mercader, en la otra se complementa con la voz de Trotsky, y viceversa.
    • Rigor histórico compartido: Sorprendentemente para un lector casual, la novela de Padura y la crónica de Garmabella coinciden en muchísimos datos y detalles, lo que habla de un tronco común de hechos históricos bien establecidos. Ambas obras mencionan, por ejemplo, cómo Mercader se ganó la confianza de Trotsky presentándose bajo identidad falsa (el belga Jacques Mornard), cómo su madre Caridad participó en la trama en México, cómo Trotsky sobrevivió milagrosamente a un atentado previo (el asalto armado de mayo de 1940), y cómo Mercader llevaba también una pistola que no llegó a usar, optando por el piolet quizá para evitar el ruido de un disparo. Estos detalles históricos aparecen en ambos libros, ya que los dos autores investigaron fuentes similares. Por ejemplo, es seguro que Padura consultó obras como la de Garmabella (y muchas otras) durante sus cinco años de documentación. La fidelidad a la realidad es un valor que comparten: incluso cuando Padura inventa al personaje Iván o recrea diálogos, el marco histórico permanece veraz y reconocible, muy alineado con lo que narran textos como el de Garmabella. En términos boxísticos, podríamos decir que ambos contendientes pelean en el mismo peso histórico, ninguno se sale de la cancha de la realidad conocida.
    • Humanización de los personajes: Tanto El grito… como El hombre… rehúyen presentar a los protagonistas como figuras planas o meros símbolos. Por el contrario, los dos libros humanizan a los actores del drama. Garmabella, pese a su sesgo, nos muestra a un Mercader tangible, con su mezcla de convicciones y tribulaciones; incluso incluye detalles anecdóticos de su carácter idealista y valiente contra el fascismo. Trotsky, aunque tratado con menos simpatía en su libro, aparece también en facetas domésticas (como abuelo, como escritor incansable en su estudio). Padura claramente busca la empatía del lector: pinta a Trotsky en su jardín cuidando conejos y paseando a sus perros, o leyendo a sus nietos, lo que lo hace entrañable; Mercader, aunque es el “villano”, recibe un tratamiento complejo que despierta comprensión, y el personaje ficticio de Iván actúa de puente emocional con el lector contemporáneo. En suma, ambas obras convierten la fría historia en carnes y huesos: personajes históricos que en muchos textos serían acartonados aquí cobran vida novelesca. Esto acerca al lector al drama subyacente: no se trata solo de Stalin vs Trotsky en abstracto, sino de seres humanos con luces y sombras atrapados en la vorágine.

    En síntesis, Garmabella y Padura terminan coincidiendo en el retrato trágico de un mismo evento: uno y otro muestran que el asesinato de Trotsky fue más que un simple magnicidio político; fue el choque de ideales revolucionarios opuestos, el triunfo pírrico de la traición sobre la utopía, y dejó una estela de vidas arruinadas (la de Trotsky, la de Mercader, la de muchos creyentes). Como escribió Gabriela Guerra Rey al comparar ambas obras, en conjunto acarrean una pregunta: ¿Son tan ciegas las convicciones ideológicas como para conducir al homicidio?. Garmabella responde mostrando a un fanático fabricado por la historia; Padura responde mostrando a ese fanático dándose cuenta demasiado tarde de que había entregado su alma a un engaño monstruoso. Las dos perspectivas, al final, se tocan en un punto: la tragedia de la fe traicionada.

    Contrastes: dos estilos frente a frente

    Así como comparten mucho, estas dos obras difieren profundamente en otros aspectos. Sus divergencias temáticas, estilísticas, estructurales y narrativas son notables, casi antagónicas, y marcan el duelo estilístico entre Garmabella y Padura. Veamos los contrastes más destacados, esos golpes donde uno y otro se separan:

    • Género y enfoque narrativo: La diferencia más obvia es que El grito de Trotsky es esencialmente una obra de no-ficción(biografía histórica con tintes de ensayo político), mientras que El hombre que amaba a los perros es ficción novelística. Esto condiciona todo. Garmabella escribe como cronista, apoyándose en documentos, fechas, testimonios; incluso cuando especula, lo hace con tono analítico. Padura escribe como novelista, estructurando la historia con recursos literarios: flashbacks, cliffhangers al final de capítulos, diálogos recreados y saltos de punto de vista. En Garmabella, el narrador es una voz autoral unificada (él mismo como historiador implícito); en Padura, la narración es polifónica y juega con la identidad del narrador (Iván es a la vez personaje y, en última instancia, narrador de las partes históricas). Este contraste se refleja también en la libertad creativa: Padura inventa al menos un tercio de su trama (la parte cubana), mientras Garmabella se ciñe a los hechos reales conocidos. Dicho de otro modo, Garmabella nos cuenta “lo que pasó”, Padura nos invita a imaginar “cómo se sintió lo que pasó”.
    • Tono ideológico vs tono humanista: Probablemente el mayor choque entre ambas obras está en su visión ideológica de fondo. Garmabella adopta un tono cínico y desencantado hacia la política revolucionaria: para él, no hay héroes, Trotsky es tan déspota en potencia como Stalin, la Revolución de Octubre fue en última instancia una tragedia que derivó en totalitarismo sin remedio. Este punto de vista equiparador termina por minimizar la figura de Trotsky y, de facto, absuelve un poco a Mercader (¡si mató a otro tirano en ciernes, qué importa tanto!, parece sugerirse). Padura, en cambio, tiene un enfoque más ético y compasivo. Si bien reconoce los pecados de Trotsky, deja claro que no era lo mismo Stalin que Trotsky: Stalin aparece en la novela como un ser abyecto, un genocida sádicoz, mientras que Trotsky, con sus defectos, conserva una estatura moral mucho más alta. Padura no equipara a víctima y verdugo; al contrario, enfatiza la injusticia colosal de asesinar a alguien por sus ideas. Su novela es en buena medida una denuncia del estalinismo y una reivindicación (aunque crítica) de la figura de Trotsky como portador de una esperanza revolucionaria traicionada. Este contraste ideológico es fundamental: Garmabella lanza un gancho de realpolitik amarga (“todos son tiranos, así es la historia”), Padura responde con un gancho de humanidad y memoria (“no todos eran iguales, hubo ideales nobles aplastados por la tiranía”).
    • Representación de Trotsky: Relacionado con lo anterior, las obras difieren en cómo pintan a Trotsky. En El grito de Trotsky, León Trotsky aparece filtrado por la tesis del autor: se le menciona a menudo para compararlo con Stalin, sugiriendo que de haber gobernado él, habría sido igual de represivo. Se subrayan aspectos negativos o duros de Trotsky (su papel militar, sus roces con Lenin, etc.) y se le niega mayor aura heroica. De hecho, al calificarlo de “mito” y definir a Mercader como su “asesino”, Garmabella parece deleitarse en derribar la figura histórica de Trotsky. En El hombre que amaba a los perros, sin embargo, Trotsky es un personaje pleno: se nos muestran sus miedos, su dignidad en el exilio, su amor por la lectura y los animales, su dolor por ver a sus antiguos camaradas asesinados en Moscú. Padura claramente siente simpatía por el anciano revolucionario exiliado. Esto no significa que lo canonice –como dijimos, reconoce su pasado violento–, pero la balanza emotivade la novela está del lado de Trotsky como víctima inocente del sicario de Stalin. La diferencia es notoria: donde Garmabella ve a otroaspirante a dictador, Padura ve a un hombre envejecido y trágico, cargado con la derrota de sus sueños. Un ejemplo concreto: Garmabella afirma que Trotsky hubiera instaurado algo apenas distinto al estalinismo. Padura, en cambio, incluye reflexiones donde Trotsky se lamenta de la perversión de la revolución y mantiene la esperanza (vana) de un futuro socialismo más democrático, mostrando que creía en otra vía. Así, Trotsky en Padura mantiene cierto halo de idealismo hasta el final, una dimensión ausente en Garmabella.
    • Portrayal de Mercader: Ambas obras giran en torno a Mercader, sí, pero no es el mismo Mercader el que emerge de una y otra. Garmabella nos da un Mercader fanático pero noble a su retorcida manera: un joven valiente, “idealista”, moldeado por el Partido Comunista y por su madre, que mantiene hasta el final silencio y lealtad a “los suyos” (nunca delata a quien le dio la orden). Se diría que Garmabella incluso siente cierta fascinación por Mercader como “el hombre que mató a un mito”. En su narrativa, Mercader es casi un héroe trágico estalinista –no un villano–, alguien que cree hacer lo correcto aunque la historia quizá no lo absuelva. Padura, en contraste, construye un Mercader mucho más atormentado y víctima de sí mismo. En su novela, Mercader es en un inicio un idealista, sí, pero a medida que progresa se convierte en un hombre fracturado: duda de su identidad, sufre bajo la manipulación emocional de su madre Caridad y su amante/entrenadora Kotov (un personaje NKVD ficcional compuesto), desarrolla dependencia hacia sus controladores soviéticos. Cuando finalmente asesina a Trotsky, Padura presenta la escena desde dentro de Mercader, y es agónica: Ramón siente “un golpe seco en el alma” al clavar el piolet, queda perplejo ante la mirada agonizante de Trotsky, es reducido y golpeado, y luego en la cárcel vive una catarsis de confusión. Este Mercader llora, delira, escribe cartas que nunca envía. Ya anciano, en Cuba, admite que “nunca más pudo dormir sin pastillas” y que toda su vida se arruinó en ese despacho de Coyoacán. En suma, Padura ofrece un retrato más crítico y patético de Mercader: no hay glorificación de su idealismo, sino un sentido de lástima por un hombre que hipotecó su humanidad al servicio de un tirano. Donde Garmabella ve a un soldado leal digno de cierta comprensión, Padura ve a un peón trágicamente engañado al que la historia usó y desechó.
    • Estructura y amplitud temática: Garmabella se concentra en un período histórico bastante definido (los años 1930-40 y algo de las décadas siguientes respecto a Mercader). Padura abarca un lienzo temporal más amplio (desde fines de los 20 hasta los 2000) y añade la capa contemporánea cubana. Esta estructura expansiva le permite a Padura tocar temas que Garmabella no toca en absoluto. Por ejemplo, la realidad cubana de los 70-80 con sus purgas intelectuales (el caso del “quinquenio gris” en la cultura cubana, reflejado en la frustración de Iván) no aparece en El grito de Trotsky. Garmabella tampoco se ocupa de las consecuencias morales del estalinismo a largo plazo; él cierra su relato básicamente con Mercader saliendo de prisión y viviendo bajo identidad falsa en la órbita soviética. Padura, en cambio, sigue el hilo hasta el final: nos muestra a Mercader ya mayor, enfermo de cáncer en La Habana de los 70, reflexionando sobre toda su vida. También introduce discusiones sobre la memoria histórica, la censura, el desencanto post-soviético tras la caída del Muro (Iván escribe finalmente su manuscrito en los 90, cuando colapsa la URSS). Todo ese contexto más amplio brilla por su ausencia en Garmabella, cuyo foco es más estrecho y ceñido al hecho histórico puntual. Así que, en términos de alcance, Padura ofrece un panorama más amplio y complejo, entrelazando la historia global con la personal, mientras Garmabella entrega un zoom intenso en la historia inmediata de los protagonistas sin proyectarla tanto hacia el futuro.
    • Estilo literario: Hemingway describiría este apartado como el jab y el uppercut de cada púgil. Garmabella escribe con estilo periodístico-intelectual: hay pasajes de su libro que podrían ser un artículo de análisis político, con citas de documentos, reflexiones del autor y poca “escena” dramatizada. Su lenguaje es sobrio, un tanto irónico, con frases largas y argumentativas. Padura escribe con estilo novelístico envolvente: construye escenas vívidas (el calor de México, la nieve de Moscú, la humedad de La Habana), desarrolla diálogos extensos, perfila atmósferas psicológicas. Donde Garmabella cuenta, Padura muchas veces muestra. Un ejemplo: para decirnos que Stalin era cruel, Garmabella lo afirma didácticamente; Padura en cambio narra el terror de un personaje sabiendo que Stalin firmó la ejecución de sus amigos, o describe la carta desesperada de Trotsky tras saber del asesinato de su hijo en París por agentes de Stalin. Uno apela más a la razón del lector, el otro a la emoción. Incluso en ritmo hay contrastes: la biografía de Garmabella puede sentirse densa en algunos tramos, repleta de información histórica; la novela de Padura, pese a su extensión, mantiene un pulso narrativo que engancha como relato. Un crítico notó que Padura logra que “no decaiga el interés” del lector, situándolo siempre en el tiempo y lugar adecuadosc. En cambio, El grito de Trotsky exige quizá un lector más paciente, dispuesto a absorber contexto histórico y tesis políticas entremezcladas.
    • Dogmas contra dudas: Una forma curiosa de sintetizar la diferencia es esta: Garmabella escribe desde la certeza(él plantea una tesis firme: “Trotsky habría sido igual que Stalin”), Padura escribe desde la duda (su novela plantea preguntas: “¿En qué se convirtió la revolución? ¿Valió la pena? ¿Quién fue realmente Mercader?” sin dar respuestas cerradas). La novela de Padura es deliberadamente ambigua en aspectos morales, deja espacios para que el lector juzgue. La obra de Garmabella es más asertiva, busca convencer al lector de un punto de vista. Esto refleja también la distinta intención: Garmabella parece querer revisar la historia y polemizar; Padura quiere revisitar la historia y empatizar.

    En conclusión, las dos obras, como duelistas, tienen estilos de pelea opuestos: Garmabella lanza puñetazos secos de realidad y opinión, Padura esgrime combinaciones elaboradas de ficción y sentimiento. Si Garmabella es directo como un gancho al mentón (¡Trotsky = Stalin, toma golpe!), Padura es más bien el estilista que desgasta round a round mostrando los matices, hasta rematar con un golpe emocional inesperado. Este contraste en técnica narrativa hace que la experiencia de leer cada libro sea muy distinta, pese a tratar sobre lo mismo. Donde uno ofrece la crónica crítica, la otra ofrece la crónica literaria. Un lector se puede informar con Garmabella, pero vibrará con Padura; con Garmabella indudablemente reflexionará sobre la política, con Padura además sentirá en carne propia la tragedia.

    Vale decir que cada obra tiene elementos únicos ausentes en la otra. Por ejemplo, la trama cubana de Padura (Iván y el desencanto revolucionario en Cuba) no tiene equivalente en Garmabella, quien nunca menciona nada relativo a Cuba (más allá de que Mercader murió allí). Ese contrapunto entre la URSS y Cuba, entre Trotsky y la Revolución Cubana, es una aportación original de Padura para conectar historias de opresión separadas por décadas. Igualmente, Padura introduce el motivo de los perros como símbolo –los borzois que Mercader pasea, reflejo de los perros que Trotsky criaba en México– creando una metáfora sobre la lealtad y la domesticación que enriquece la lectura; Garmabella no emplea esa clase de simbolismos poéticos. En cambio, Garmabella incluye análisis y datos históricos (fechas, citas textuales de discursos, referencias a personajes secundarios de la política soviética y española) que Padura simplifica o no detalla para no sobrecargar la novela. Por decirlo de forma sencilla: en Garmabella sobran datos que en Padura faltan, y en Padura sobran recursos literarios que en Garmabella faltan. Son, en definitiva, complementarios.

    Influencias, polémicas y ecos públicos

    Dado que ambas obras abordan la misma historia y aparecieron con solo dos años de distancia, es natural preguntarse: ¿se influyen mutuamente Garmabella y Padura? ¿Hubo acusaciones de superposición indebida o plagio entre ellas? La respuesta, hasta donde llega la crónica, es que no hubo acusaciones formales de plagio ni escándalos al respecto. Sin embargo, es inevitable detectar influencias no explicitadas y comentar cómo la crítica y los lectores han señalado paralelismos y diferencias.

    Primero, consideremos la cronología: El grito de Trotsky sale en 2007; Padura publica El hombre que amaba a los perrosen 2009 (aunque Padura venía trabajando en ella desde 2004, según ha contado). Es altamente probable que Padura conociera el libro de Garmabella durante su investigación. De hecho, la novela de Padura muestra conocimiento de muchos detalles que también aparecen en Garmabella o en fuentes similares (como la biografía Cómo asesinó Stalin a Trotsky de Julián Gorkin, de 1978, que Garmabella seguramente usó). No sería descabellado pensar que Garmabella allanó el terreno investigativo y Padura aprovechó parte de esa información. Padura ha dicho que recopiló muchísima documentación histórica para su novela, pero en el texto publicado no incluye notas ni bibliografía (al ser ficción, no correspondía). Así que, si bien Padura no reconoce explícitamente a Garmabella como fuente, es evidente que hubo una alimentación temática: al fin y al cabo, ambos bebieron de la misma historia real, y es natural que un novelista se apoye en trabajos previos de historiadores o periodistas.

    ¿Es eso influencia no reconocida? En cierto sentido sí, aunque no negativa: es normal en el género histórico. Padura toma los hechos (conocidos gracias a obras como la de Garmabella, entre otras) y luego les da forma novelística. Él mismo reconoció en entrevistas que se inspiró en leer memorias de Trotsky, investigaciones mexicanas sobre el asesinato, documentos desclasificados y “todo lo que encontró” sobre Mercader. Podemos inferir que El grito de Trotskyestuvo en su pila de libros estudiados, aunque Padura luego sigue su propio camino narrativo. Por ejemplo, la caracterización que Padura hace de Caridad Mercader (la madre) coincide en gran medida con la descrita por Garmabella y por biógrafos: una mujer fanática, desequilibrada y manipuladora. No es casualidad, es historia compartida. Pero Padura introduce escenas ficticias (como diálogos entre Caridad y Ramón) que son creación suya. No hay plagio literario en eso, solo convergencia factual.

    Cabe destacar que El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perrospertenecen a tradiciones diferentes (una al ensayo histórico, la otra a la novela histórica). Por ello, los lectores difícilmente las vean como rivales directas, sino más bien complementarias. Quien quiera datos duros sobre Trotsky y Mercader encontrará en Garmabella un tesoro de información y un punto de vista polémico; quien quiera sumergirse en una narración envolvente acudirá a Padura. De hecho, medios culturales han mencionado a ambas en conjunto como dos aproximaciones que se pueden leer lado a lado. Por ejemplo, en un artículo de 2015 se señalaba que en la década anterior dos novelas (una entendida en sentido amplio) habían recreado el asesinato de Trotsky: la de Garmabella y la de Padura, y que “en su conjunto acarrean una pregunta”profunda sobre las motivaciones ideológicas del crimenEs decir, la prensa las ha asociado más por su temática común que por acusaciones de copia.

    En cuanto a polémicas públicas, la principal ya la comentamos: la que suscitó Garmabella por su tratamiento de Trotsky. Esa polémica, curiosamente, realza las diferencias con Padura. Mientras unos criticaban a Garmabella por justificar (según ellos) el crimen, la novela de Padura era elogiada en círculos intelectuales de izquierda justamente por reivindicar la memoria de las víctimas del estalinismo. Organizaciones y sitios trotskistas, por ejemplo, han recomendado El hombre que amaba a los perros a sus lectores anglosajones cuando salió en inglés, llamándola “un acontecimiento literario y político” y celebrando que exponga la verdad del asesinato de Trotsky a nuevas audienciasmarxist.com. Es decir, donde Garmabella fue atacado por “desvirtuar” a Trotsky, Padura fue aplaudido por rescatarlo. En este sentido, podríamos hablar de un duelo ideológico indirecto entre los libros: Padura casi que refuta con arte narrativo la tesis de Garmabella. Un ejemplo claro: Garmabella sugiere que Trotsky habría hecho lo mismo que Stalin; Padura dedica capítulos enteros a mostrar a Trotsky horrorizado por las acciones de Stalin, es decir, enfatiza sus diferencias. En la novela, Stalin aparece como un villano sin escrúpulos, Trotsky como un hombre que –con sus falencias– mantenía principios, y Mercader como un instrumento. Esta configuración contradice frontalmente la idea de “Trotsky otro Stalin” que Garmabella pregona. Por tanto, algunos lectores han interpretado la novela de Padura casi como una enmienda histórica al tipo de relativismo que ven en Garmabella. Padura, además, añade la dimensión del desencanto cubano, equiparando a Stalin con otros dictadores y sistemas (sin nombrarlo, la sombra de Castro planea en la historia de Iván). En resumen, Padura hace una crítica global a los totalitarismos, mientras Garmabella, con su equiparación, termina sonando resignado al “todos son lo mismo”. Son mensajes distintos que han resonado de forma diferente en la opinión pública.

    ¿Y qué hay de posibles plagios? Hasta donde se sabe, no se ha denunciado plagio alguno. Las obras son tan diferentes en estilo que sería difícil acusar a Padura de plagiar a Garmabella (¿plagiar datos históricos? No aplica realmente, y Padura no copia frases ni nada por el estilo de la prosa de Garmabella). A la inversa, imposible, pues Garmabella publicó primero. Lo que sí existe es una cierta superposición de contenidos: hay escenas o elementos que lógicamente aparecen en ambas narraciones, porque son hechos reales. Por ejemplo, ambos relatan la escena en que Mercader espera que Trotsky se distraiga leyendo un documento para atacarlo por la espalda. Es igual en los dos libros, porque así ocurrió. Padura la adorna más (describe la tensión interna de Mercader, la luz de la tarde entrando por la ventana, etc.), Garmabella quizá se enfoca en qué decía el documento o en quién estaba en la casa. Pero no hay conflicto ahí, cada uno la cuenta a su manera. Podríamos mencionar que los lectores más atentos han notado algunas divergencias de detalle: por ejemplo, Garmabella sugiere que Mercader actuó sin casi titubear, mientras Padura muestra a Mercader dudando antes de asestar el golpe; o Garmabella destaca que Mercader llevaba una pistola y un puñal que no usó, algo que Padura menciona pero no enfatiza tanto. Son diferencias de énfasis interpretativo más que errores o plagios.

    Un aspecto donde sí se puede hablar de influencia es en la tendencia cultural que ambos integran. Como apunta Iván de la Nuez, desde inicios del siglo XXI ha habido una “fascinación cíclica” por la figura de Ramón Mercader en la cultura. Garmabella en 2007 y Padura en 2009/2010 forman parte de esa ola de rescatar esta historia. De la Nuez menciona que tras ellos vinieron más obras: novelas como El hombre del piolet (2015) de Puigventós, películas como El elegido (2016) de Antonio Chavarrías, etc., y que ya antes otros escritores como Jorge Semprún en La segunda muerte de Ramón Mercader (1969) habían tratado el tema. En ese contexto, El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perros son dos hitos modernos que se alimentan también de toda una tradición previa (Semprún, Cabrera Infante que mencionó a Mercader en Mea Cuba, documentos históricos, etc.). Así que más que plagiarse, ambos beben de fuentes comunes y forman cada cual una respuesta artística propia a esa tradición.

    Los críticos literarios han señalado públicamente mucho de lo que aquí hemos desgranado. Por ejemplo, en reseñas se ha comparado el enfoque psicológicamente detallado de Padura frente al enfoque más periodístico de GarmabellaTambién se ha comentado que la novela de Padura presenta la gran ventaja de la multiperspectiva radical –ver la historia desde el lado del verdugo y de la víctima simultáneamente– cosa que en un texto estrictamente histórico suele ser más difícil. Y, como ya citamos, la Izquierda trotskista no se quedó callada ante Garmabella, dejándonos testimonios de sus omisiones y manipulaciones, contrastables con la postura mucho más amigable que han tenido hacia la obra de Padura (por ejemplo, el portal Marxist.com le dedicó elogios en una larga reseña).

    En redes y foros de lectores, es común encontrar discusiones del tipo “¿qué libro sobre el asesinato de Trotsky me recomiendan?”. Allí estas dos obras aparecen lado a lado. Algunos lectores prefieren la vivacidad de Padura; otros valoran la riqueza histórica de Garmabella. Es un debate sano, no exento de pasiones ideológicas (quienes son admiradores de Trotsky suelen desdeñar a Garmabella y amar el libro de Padura; quienes son más escépticos o cínicos respecto a la política pueden encontrar a Padura demasiado “sentimental” y en cambio apreciar la crudeza de Garmabella). Pero en general, ambas obras han encontrado su público y han contribuido a que hoy tengamos una comprensión más completa de aquel acontecimiento de 1940.

    Al día de hoy no se conocen reclamos públicos de uno de estos autores hacia el otro. Garmabella no acusó a Padura de usar su material sin crédito (al menos no hay registro de tal cosa), ni Padura criticó abiertamente la visión de Garmabella (Padura suele ser diplomático y no entrar en polémicas directas). El duelo entre ellos, por tanto, se da más en el terreno simbólico y estilístico que en la realidad. Somos los lectores y críticos quienes los hemos sentado en un ring imaginario para compararlos.

    Crónica de un duelo: veredicto final

    La noche cae en la arena literaria. Tras varios asaltos intensos, El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perrosbajan la guardia. El duelo simbólico entre estas dos obras nos ha dejado una estampa digna de Hemingway: no hay un nocaut, pero sí dos contrincantes exhaustos y victoriosos a su modo. Como en aquellos combates de boxeo que describía don Ernesto, aquí ambos púgiles han intercambiado buenos golpes y han resistido de pie hasta el final, ganándose el respeto mutuo.

    Imaginemos la escena final con un toque narrativo: En medio del cuadrilátero queda el piolet ensangrentado clavado en la lona, testigo mudo del combate. A un lado, Garmabella limpia el sudor de su frente con la toalla de los hechos consumados; al otro, Padura acaricia la cabeza de uno de sus perros imaginarios mientras exhala el humo de un cigarro habanero. Trotsky, el viejo León, observa desde las sombras de la primera fila, con la ceja herida y la mirada inquisitiva. Mercader también está allí, en una esquina oscura, con los nudillos apretados dentro del bolsillo, evitando encontrarse con los ojos de su víctima. En este ring figurado de la historia, ambos libros han dado su versión de los hechos: el primero con un grito áspero, el segundo con un susurro cargado de tristeza.

    ¿Cuál prevalece? Esa es quizás la pregunta equivocada. No se trata de proclamar un ganador unánime, porque cada obra gana en su terreno. Garmabella gana en el terreno de la investigación polémica: nos obliga a enfrentar la posibilidad de que los ideales pueden corromperse y que en la lucha por el poder nada es sagrado. Padura gana en el terreno de la conciencia humana: nos obliga a sentir el peso de la traición y el dolor de las vidas rotas por la Historia con mayúscula. Uno golpea a la razón, el otro al corazón. Ambos golpes duelen y nos dejan pensando.

    En términos temáticos, Padura ofrece algo que Garmabella no: la resonancia moral. Su novela trasciende el caso particular y nos hace reflexionar sobre todas las revoluciones traicionadas, sobre los mecanismos del autoritarismo y la fragilidad de la esperanza. Garmabella, por su parte, aporta una visión crítica descarnada: nos recuerda que incluso los supuestamente “buenos” pueden tener pies de barro, y que la historia de la URSS fue una tragedia donde quizás ningún líder salió impoluto. Si le preguntáramos a Hemingway, quizá diría que Padura ha narrado la derrota con dignidad, y Garmabella la victoria sin gloria.

    En cuanto a estilo, Padura triunfa en la novela como arte, creando personajes imborrables y pasajes de honda emotividad; Garmabella se impone en la crónica documental, legándonos un registro sólido de hechos y una interpretación provocadora. La diferencia es como la de un gran toro de lidia frente a un astuto matador: Padura, toro literario, embiste con fuerza emocional; Garmabella, torero analítico, lanza estocadas intelectuales precisas. En el duelo, a veces embiste la emoción y a veces corta el aire la razón. ¿Quién ganó? Ambos entregaron una faena digna.

    Fuera de la metáfora, lo importante es que no hubo plagio ni trampa: cada autor llegó al duelo con sus propias armas y su propio estilo, y ambos, paradójicamente, han contribuido a enriquecer la comprensión de un mismo suceso histórico desde ángulos complementarios. El “duelo” entre El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perros resulta, en última instancia, fructífero para nosotros. Como lectores, somos los verdaderos vencedores: tenemos la suerte de disponer de dos obras distintas que iluminan la historia de Trotsky y Mercader, cada una con sus aciertos y sesgos. Podemos leer a Garmabella para conocer datos, contextos y un punto de vista controvertido; podemos leer a Padura para adentrarnos en las almas de los protagonistas y en las lecciones humanas de aquella tragedia.

    Al final de esta crónica, solo queda el eco de un grito y el susurro de unos perros invisibles. En el silencio que sigue al combate, el grito de Trotsky aún retumba, pero ahora lo escuchamos doble: en la versión cruda de Garmabella y en la versión dolorosa de Padura. Los perros de Padura quizás gimen a lo lejos, llevándose en su trote los fantasmas de Ramón Mercader. Hemingway decía que “el mundo rompe a todos, y después, muchos son fuertes en los lugares rotos”. Trotsky fue roto por un piolet; Mercader fue roto por sus remordimientos; Iván por sus desengaños; incluso la verdad histórica fue rota en mil pedazos por décadas de propaganda. Pero gracias a libros como estos, en esos lugares rotos de la historia se ha hecho la luz y la memoria. Garmabella y Padura, cada cual a su modo, recogieron un fragmento de la verdad y lo sostuvieron ante nuestros ojos. Ni la más feroz dictadura pudo silenciar por siempre aquel chillido de 1940, que hoy vive tanto en la prosa afilada de una crónica como en la narrativa apasionada de una novela.

    Así concluye el duelo: sin vencedores absolutos, con ambos contendientes abrazándose en respeto imaginario. La literatura y la historia salen del brazo, tambaleantes pero intactas. El público –nosotros– aplaude, reflexiona y, sobre todo, recuerda. Porque de eso se trata al fin: de mantener viva la memoria, ya sea a gritos o a ladridos, para que las lecciones del pasado no caigan en el olvido. Y en ese objetivo común, José Ramón Garmabella y Leonardo Padura, más que rivales, se revelan como aliados insospechados. La última campanada suena; cae el telón. En el aire nocturno de Coyoacán, quizás todavía flotan los ecos de un grito distante, mientras dos galgos fantasmas corren bajo la luna.

    Fuentes: José R. Garmabella, El grito de Trotsky (Debate, 2007); Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros(Tusquets, 2009); Clarínclarin.com; Cuba Encuentrocubaencuentro.comcubaencuentro.com; Editorial Aquitaniaeditorialaquitania.comeditorialaquitania.com; Izquierda Revolucionariaizquierdarevolucionaria.netizquierdarevolucionaria.net; Zendazendalibros.com; La Jornadajornada.com.mx; BBC Mundo; Marxist.commarxist.com, entre otros

  • El problema del mal en la tradición occidental y la mirada de Dios

    Israel Centeno

    El problema del mal ha sido una de las cuestiones más angustiantes de la tradición occidental. Desde la antigüedad, pensadores y creyentes se han preguntado cómo es posible que en un mundo creado por un Dios bueno y todopoderoso exista tanta maldad y sufrimiento. La paradoja atribuida a Epicuro —si Dios puede eliminar el mal pero no quiere, no es bueno; si quiere pero no puede, no es omnipotente; si puede y quiere, ¿por qué existe el mal?— ha resonado como una herida filosófica sin cerrar. Sin embargo, en el centro de esta inquietud hay una suposición profundamente humana: que el mal es un escándalo que necesita explicación, que debe tener una causa, una lógica, un sentido.

    La tradición judeocristiana ha ofrecido múltiples respuestas a esta pregunta, desde San Agustín hasta Simone Weil. Pero ninguna es tan radical como la que ofrece el cristianismo: no una justificación del mal, sino una Encarnación; no una explicación lógica, sino una solidaridad divina que asume el dolor del mundo y lo redime desde dentro. El mal, para el cristianismo, no es algo que Dios elimine por decreto, sino algo que carga sobre sus hombros en la persona de Cristo. Esta respuesta no elimina el escándalo del mal, pero le da una dirección: hacia la cruz y hacia la esperanza de la resurrección.

    San Agustín, tras abandonar el maniqueísmo, sostuvo que el mal no es una sustancia, sino una privación del bien: privatio boni. Todo lo que existe fue creado por Dios como bueno; el mal no es una entidad, sino una herida, un vacío donde debió haber plenitud. Es un desorden introducido por la criatura libre, no una falla del Creador. Y sin embargo, esta explicación —tan elegante— deja aún sin respuesta el dolor desgarrador del inocente, la injusticia del mundo, el grito que se eleva en cada Auschwitz y cada Guernica.

    La teología clásica, como la de Tomás de Aquino, habla de un “bien mayor” que Dios puede obtener incluso del mal. Desde esa perspectiva, Dios no quiere el mal, pero lo permite porque, en su sabiduría infinita, puede integrarlo en un plan que culmina en un orden más alto. Pero esa visión —aunque puede consolar a quienes confían— no basta para quien está en el centro del dolor. Hay males que, desde nuestra perspectiva finita, no parecen reconciliables con ningún bien superior. Y es ahí donde entra la respuesta cristiana más profunda: Dios no se queda en el cielo contemplando nuestras lágrimas; se hace carne, sufre, muere y resucita.

    Desde la cruz, Dios no responde con palabras, sino con sangre, con abandono, con silencio compartido. En Cristo crucificado, Dios no explica el mal, sino que lo vive. Como dijo Simone Weil, “Dios no puede salvarnos sino en la medida en que se entrega a nuestro sufrimiento”. Es un Dios que se retira —como si hiciera un espacio para que la criatura exista— y, al retirarse, da lugar al drama de la libertad. La creación no es sólo un acto de poder, sino un acto de renuncia: Dios se contiene, no impone su voluntad, deja que la historia fluya con sus luces y sombras. Y sin embargo, está presente en todo, como el corazón que late silenciosamente en el centro del mundo.

    Desde la perspectiva divina, el ciclo de la naturaleza —nacer, vivir, morir— no es un mal. Es el ritmo mismo de la vida creada. El león que devora a la gacela, la ola que arrasa una aldea, el fuego que consume el bosque, no son males en el orden ontológico del universo. Son expresiones del dinamismo de la creación, de un cosmos que se mueve, se transforma, se regenera. Desde la eternidad, Dios contempla ese ciclo como parte del tejido de la vida. No hay mal en que la hoja caiga del árbol, ni en que el cuerpo envejezca y muera. En ese sentido, el verdadero mal no es natural, sino moral.

    Lo que para Dios constituye el verdadero drama no es el temblor de la tierra, sino el temblor del alma que escoge la injusticia. No es el huracán, sino el odio deliberado. Dios ha creado una criatura mínima en el orden cósmico —el ser humano—, pero dotada de un don inmenso: la libertad. Esa libertad es, en cierto modo, la chispa divina en la criatura: lo más parecido a Él mismo. Pero es una libertad marcada por la fragilidad, por la inclinación al mal, por la concupiscencia. En palabras de Weil, las pasiones bajas tienen una energía inmensa: el orgullo, la envidia, la codicia, el deseo de poder. Y lo trágico es que el ser humano, a lo largo de su historia, ha optado tantas veces por esos impulsos, convirtiéndose en un animal cruel, aún más cruel que los depredadores de la selva, porque su crueldad no es instinto sino elección.

    Desde los sacrificios humanos de los aztecas hasta las cámaras de gas de los nazis, la historia de la humanidad está marcada por actos de brutalidad que revelan no la necesidad natural, sino la corrupción de la libertad. Civilizaciones enteras han florecido al borde de volcanes, al pie de ríos desbordados, en la línea de fuego de tornados. El hombre desafía a la naturaleza, pero muchas veces no desafía su propia inclinación al mal. Es en la decisión moral —no en la tectónica de placas— donde se libra el verdadero conflicto del cosmos.

    ¿Podría Dios, en su omnipotencia, suprimir el mal eliminando la libertad? Por supuesto. Bastaría con quitarle al ser humano la capacidad de elegir, y el mal moral desaparecería. Pero entonces también desaparecería el amor, la compasión, la virtud, la redención. Lo que hace que el bien sea auténtico es que puede no ser. Y Dios, que es libre, ha querido criaturas libres, aún sabiendo que esa libertad podía usarse para negarlo, para herir, para destruir. Es un misterio insondable: Dios no se glorifica en el mal, pero acepta el riesgo de que exista para que exista también la posibilidad del amor verdadero.

    Y al aceptar ese riesgo, no se limita a observar desde lejos. En Cristo, Dios entra en la historia. Su omnipotencia no se manifiesta anulando nuestra libertad, sino sosteniéndola incluso cuando la usamos contra Él. Su juicio no es un acto de venganza, sino el acto último de justicia: un día vendrá a juzgar a vivos y muertos, y entonces el bien oculto será revelado, y cada lágrima tendrá un nombre. Pero incluso ese juicio es misterio. Porque si en la nueva tierra todo será restaurado, si no habrá más llanto ni muerte ni pecado, entonces surge una pregunta: ¿seguirá existiendo la libertad? ¿Y si existe, cómo evitar que el mal reaparezca?

    Esta es quizá la pregunta más profunda: ¿puede haber libertad sin posibilidad de mal? ¿Puede el ser humano, redimido, ser verdaderamente libre y a la vez incapaz de pecar? La tradición cristiana responde que sí: porque la libertad verdadera no es la de elegir entre el bien y el mal, sino la de elegir el bien con plena conciencia, sin error, sin corrupción. En la visión beatífica, en la comunión plena con Dios, el alma no desea ya nada fuera del bien. No porque esté forzada, sino porque finalmente ha sido sanada. Como el hierro fundido ya no recuerda el óxido, así el corazón transformado en Cristo no desea ya el pecado. El cielo no es una cárcel sin opción de pecar; es una libertad consumada en el amor.

    Y sin embargo, estamos aún aquí, en la historia. Aquí donde la libertad se arrastra, donde la culpa pesa, donde el mal —moral y natural— sigue rugiendo. Pero en este valle de sombra y de lágrimas, el cristianismo nos dice que Dios no nos ha abandonado. Que en el corazón de todo dolor, Él está. Que en cada elección libre por el bien, participamos de su gloria. Que toda la creación gime esperando la redención, y que esa redención vendrá, porque ya ha comenzado.

    El mal no ha sido resuelto. Pero ha sido atravesado. Dios no lo ha eliminado, pero lo ha vencido. Y en la cruz, el horror del mundo se ha vuelto camino de vida. Quizá lo que nos queda no es entender el mal, sino no pactar con él. No justificarlo, sino resistirlo. Y sobre todo, no dejar que nos robe la esperanza

  • Manual del Animal Coherente

    Israel Centeno

    (y otras supersticiones modernas)

    Tú no quieres renunciar. Lo tuyo es pura renuencia.

    Te enorgulleces de ser un saco de químicos lleno de instintos, una criatura consciente de su propia inconsciencia. Presumes que no tienes alma, que todo es estructura, impulso, supervivencia, código genético. Te pavoneas de tu animalidad ilustrada como quien exhibe una herida abierta, y a la vez exiges ser tratado con una dignidad que solo tendría sentido si existiera algo más que carne.

    Pretendes valer más que el venado que matas, la lapa que cazas, el cochino que destripas o la hormiga que pisas sin pensarlo. ¿Por qué? ¿Por tu discurso? ¿Por tu angustia? ¿Porque puedes escribir tu sufrimiento en primera persona mientras observas un atardecer con filtro?

    La naturaleza —esa diosa de plástico biodegradable que has entronizado para reemplazar a la trascendencia— no escoge, no honra, no bendice. Devora. Devora todo. El animal, la planta, el río, la piedra, la especie, la emoción. No distingue entre el alga y el emperador. No sabe lo que es un hijo. No recuerda. No promete. No perdona. Así que si has decidido vivir sin Dios, no esperes compasión cósmica: no la hay.

    Y sin embargo, hay quienes siguen citando a Nietzsche como si descubrieran fuego. Pero lo que fue martillo hoy es souvenir. Lo que fue rebelión hoy se imprime en franelas. Los que una vez escarbaron el abismo ahora venden cursos de productividad emocional. Y el superhombre —si alguna vez existió— tiene hoy forma de influencer nihilista que repite “nada importa” mientras cobra por dar conferencias. Lo que queda es el humo de una transgresión transformada en estética de marca.

    Esos mismos lloran por el mal, se indignan por la injusticia, preguntan por qué Dios permite esto o aquello, como si esperaran una respuesta. Olvidan —o fingen olvidar— que si todo es azar y biología, entonces todo está permitido y nada requiere explicación. Si no hay alma, no hay deber. Si no hay eternidad, no hay culpa. Si no hay Dios, no hay sentido. Entonces, ¿por qué lloran?

    Lo que duele no es la injusticia, es saber que según su propia doctrina, eso no debería doler. Que su dolor es un residuo. Una herencia incómoda de lo que niegan. Pero igual gritan, como quien lanza un mensaje en una botella sin mar.

    Y por cierto: la biosfera —no se nos olvide— es un accidente del azar. Eso dicen. Podrías ponerle muchas comillas a ese “azar”, pero ni siquiera crees en las comillas. Las consideras debilidad. Prefieres afirmarlo todo con brutalidad empirista. Perfecto. Entonces asume tu azar. Juega tu lotería. Vive este día como el último, no como consigna de autoayuda, sino con el peso real de tu fe: mañana no es que se apaga la luz, es que no hay nadie que la vuelva a encender.

    Y esto no es una amenaza. No es chantaje. Es una elección.

    Cada quien decide: ¿trascendencia o descomposición?

    Pero no vengas a pedir consuelo.

    Si renunciaste a todo lo que te hace eterno,

    abraza tu saco de químicos.

    Y mastícalo en crudo.

  • La Gravedad y La Gracia

    Simone Weil

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    Leer en el umbral

    Hay libros que no se leen, sino que se dejan leer en uno. Libros que no llegan para ser comprendidos, sino para quedarse haciendo silencio. La gravedad y la gracia, de Simone Weil, es uno de ellos.

    No es un tratado. No es una suma teológica. Es el cuaderno de una conciencia al límite. Simone Weil no escribió para convencer a nadie, ni siquiera para explicarse. Escribía —como se reza— de rodillas. Lo que aquí se recoge son fragmentos, epigramas, fogonazos de claridad y abismo. No hay sistema, pero sí una arquitectura invisible: la del alma que quiere desaparecer para que algo —Alguien— la habite.

    Vivimos bajo la ley de la gravedad: del ego, del deseo, del sufrimiento, del mundo que se impone. Pero Weil nos recuerda que hay otra fuerza, silenciosa, inmerecida, incondicional: la gracia. Esa que no se exige, sino que se espera en desnudez, en atención pura, en despojo.

    La gravedad y la gracia no consuela. No alivia. Pero revela. Y al hacerlo, deja una grieta por donde entra una luz que ya no se puede ignorar.

    Inauguro aquí una serie de entradas breves —lecturas, ecos, quizás oraciones— a partir de este libro. No para explicarlo, sino para quedarme con él un rato más. Para que, tal vez, algo de lo que lo atraviesa nos atraviese también.

    Porque como escribió Weil:

    “Aceptar que la necesidad sea lo que es, es fe. La gravedad no es una ilusión. Pero no es todo.”