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  • La locura que sostiene al mundo

    Israel Centeno

    Si tuvieras que escoger el modelo supremo del poder, ¿qué imagen vendría a tu mente? El guerrero invencible. El rey en su trono. La bestia dominando la selva. Algo fuerte, indomable, resplandeciente. Eso es lo que la humanidad ha venerado siempre. Y con razón. En la lógica de la supervivencia, el fuerte sobrevive. El que gana domina. El que manda mantiene.

    Pero hay una imagen que ha desafiado todo eso, no con violencia, sino con una quietud que hiere. Una figura que cuelga de un madero, en el límite del sufrimiento, desnuda, derrotada, escupida. Un condenado. Un fracasado. Un dios muerto. Y sobre esa imagen —la Cruz— millones han construido sus vidas, sus familias, sus obras, sus oraciones. No porque fuera hermosa, sino porque, para ellos, era la verdad.

    Nos han dicho que esto es un absurdo. Y lo es. De hecho, fue el filósofo Friedrich Nietzsche quien lo gritó con más fuerza: esta historia del dios crucificado es la mayor ofensa a la vida. Una venganza de los débiles contra los fuertes. Una moral de esclavos que glorifica el sufrimiento, el perdón, la compasión. “¡Dios ha muerto!”, anunció Nietzsche. Pero lo dijo con amargura, porque sabía que, al morir ese dios, algo se había roto para siempre en el alma humana.

    Y sin embargo… aquella locura no murió. Sigue viva. Y más aún: ha sido abrazada como saludable, como buena, como necesaria. Cada vez que alguien perdona al que lo traicionó. Cada vez que un hombre se entrega por sus amigos. Cada vez que una madre sufre en silencio para que su hijo viva. Allí, en esos gestos que desafían la lógica del poder, el eco de la Cruz resuena en la carne de la historia.

    No es una ética eficiente. Desde la perspectiva del animal, es un suicidio. ¿Perdonar al enemigo? ¿Amar sin medida? ¿Encontrar fuerza en la debilidad? ¿Dar la vida por quien no lo merece? No hay manada, ni alba con su vuelo perfecto, ni colmena que funcione con esa lógica. Son principios que, como nos ha dicho la evidencia, no favorecen la supervivencia inmediata. De hecho, en los infiernos de la historia —los campos de concentración, las guerras, las traiciones—, quien sobrevive muchas veces es el que abandona esos ideales.

    Y sin embargo, esas ideas —tan irreflexivas para la máquina biológica— se han convertido en los pilares de lo que llamamos “una vida buena”. Gandhi no liberó a un pueblo con armas. Lo hizo con perdón. Martin Luther King no conquistó derechos con venganza. Lo hizo con amor. Madres Teresa, Óscar Romero, Víctor Frankl —todos ellos, en sus caminos distintos— vivieron de aquella locura que dice: “Lo que parecía debilidad era mi fuerza”.

    ¿Por qué? Porque el ser humano no es solo máquina. Es deseo. Es memoria. Es historia. Es hilo invisible que teje su pasado con su presente. No es un objeto que responde a estímulos, sino un “yo” que se reconoce en la duda de un niño de seis años frente a una hormiga. No vive solo en el instante, sino en el recuerdo, en la esperanza, en la pregunta: ¿por qué todo esto tiene tanto peso si, al final, no soy más que átomos y tiempo?

    Y allí, justo en el punto en que la ciencia no puede cruzar —el “problema difícil” de la conciencia—, allí se abre, como un filo de luz, una afirmación que lo atraviesa todo. Una voz de hace dos mil años que no dijo “sigo la verdad”, ni “enseño la vida”. Dijo: “Yo soy la verdad. Yo soy la vida”.

    No es una proposición más entre otras. No es una filosofía entre tantas. Es el centro. Es la fuente. Es la única afirmación que puede sostener toda la cadena de preguntas que hemos ido desenterrando: ¿por qué recuerdo? ¿por qué me reconozco? ¿por qué el dolor importa? ¿por qué el perdón, aunque irracional, es hermoso?

    Porque si es cierto que hay en nosotros una identidad que perdura, una conciencia que no se explica solo por neurotransmisores, un amor que no se negocia, una dignidad que se mantiene incluso en la esclavitud… entonces debe haber un fondo en el que todo eso tenga sentido. Algo que no sea solo un pulso de energía, ni un error genético, ni un patrón de información que se borra con la muerte.

    Debe haber alguien —o algo— que diga: “Yo soy. Yo soy el origen. Yo soy el regreso.”

    Y si ese alguien existe, y se revela, no puede decir algo pequeño. No puede decir: “Soy un maestro más”. Tiene que decir, como quien sabe de lo que habla: “Yo soy el camino. Yo soy la verdad. Yo soy la vida.”

    Porque solo así —si esa Palabra es verdadera— todo lo demás puede tener sentido. El perdón no es locura. Es participación en un amor que no se agota. El sufrimiento no es absurdo. Es pasaje. La debilidad no es derrota. Es espacio para algo mayor. Y la Cruz, ese escándalo que repugnó a los fuertes, ese dios muerto que Nietzsche no pudo soportar, se convierte, para los que creen, en el único lugar donde el amor vence a la muerte.

    Y quizás no haya pruebas científicas. Quizás nunca tengamos un escáner que mida el alma. Quizás todo siga siendo un salto. Pero es un salto que millones han dado —no por ignorancia, sino por honestidad— porque han sentido que sin aquella locura, el mundo no tendría corazón.

    Porque si no hay amor al enemigo, no hay futuro.
    Si no hay perdón, no hay paz.
    Si no hay entrega, no hay vida.

    Y si todo eso es cierto, entonces aquella voz que dijo: “Yo soy la luz, la verdad y la vida”… puede que no sea la locura.
    Puede que sea, simplemente, el comienzo.

  • “My only occupation is love.”

    Daily Meditation with Elizabeth of the Trinity

    Dear brothers and sisters in the contemplative journey

    Our God is a consuming fire” (Heb 12:29).
    This fire is love, not a fire that annihilates but one that transforms. The Holy Spirit, the eternal bond between the Father and the Son, kindles deep within the soul a flame that renews it without ceasing. Whoever abandons themselves to this fire learns to live in a fruitful silence, free of obstacles, where the soul sails upon the ocean of divinity.

    This is the “mystical death” of which St. Paul speaks: dying to self in order to enter into the fullness of the Spirit. It is not a harsh effort, but a sweet surrender. There the soul is transformed into the divine image, lives in communion with the Trinity, and already tastes eternal life.

    Christ Himself said: “I have come to cast fire upon the earth, and how I long for it to be already blazing!” (Lk 12:49). This fire exalts the dignity of the soul and makes it like the Beloved in love. To attain it, the will must be surrendered: to do everything with love, to suffer everything with love. Then the soul can say, even in the midst of worldly cares:
    “My only occupation is love.”

    Silence and inner freedom:

    Whoever abandons themselves to this fire learns to live in a fruitful silence, free of created obstacles. This silence is not emptiness but fullness: it is to sail upon the ocean of Divinity.

    Mystical death:

    St. Paul speaks of “mystical death” as a dying to oneself in order to enter into the Spirit. Elizabeth describes it as a simple and sweet process: less obsession with what remains to be destroyed, more desire to plunge into the furnace of love of the Holy Spirit, the eternal bond between the Father and the Son.

    Transformation and divine image:

    The soul that surrenders is led beyond all that is sensible, “into the sacred darkness,” toward communion with the Trinity. This contemplative life is not escape, but the foretaste of eternal possession.

    The fire that Christ brings to the earth:

    Jesus Himself says that He came to bring fire. That fire is love, which exalts the dignity of the soul, raising it up to become “equal” in love to the Beloved. Friendship with Christ makes everything common: “All that is mine is yours, and yours is mine.”

    Total surrender of the will:

    To live this love, it is necessary to surrender the will: to do everything with love, to suffer everything with love. Elizabeth reminds us, with David, that all our strength must be kept for God. Then the soul can say, even in the midst of worldly occupations: “My only occupation is to love.”

    Biblical and Patristic References (for meditation apart)

    Hebrews 12:29 – “Our God is a consuming fire.”

    1 John 1:3 – “Our fellowship is with the Father and with His Son Jesus Christ.”

    John 15:15 – “I have called you friends, for everything I have heard from my Father I have made known to you.”

    Psalm 59:10 – “I will keep my strength for you.”

    Luke 12:49 – “I have come to bring fire on the earth, and how I wish it were already kindled!”

    Meditación del día según Santa Isabel de la Trinidad

    Texto base (resumido y comentado)

    “Nuestro Dios es un fuego consumidor”:
    Isabel, siguiendo a San Pablo, entiende a Dios como fuego de amor. Este fuego no destruye para aniquilar, sino para transformar en sí mismo todo lo que toca. La obra del Espíritu Santo es justamente esa: abrasar y renovar en lo más profundo de nuestra alma la llama del amor, hasta hacernos participar de la vida trinitaria.

    El silencio y la libertad interior:
    Quien se abandona a este fuego aprende a vivir en un silencio fecundo, libre de obstáculos creados. Este silencio no es vacío, sino plenitud: es navegar en el océano de la Divinidad.

    La muerte mística:
    San Pablo habla de la “muerte mística” como un morir a uno mismo para entrar en el Espíritu. Isabel lo describe como un proceso sencillo y dulce: menos obsesión por lo que falta destruir, más deseo de sumergirse en el horno de amor del Espíritu Santo, vínculo eterno entre el Padre y el Hijo.

    Transformación e imagen divina:
    El alma que se entrega es conducida más allá de todo lo sensible, “en la sagrada oscuridad”, hacia la comunión con la Trinidad. Esta vida contemplativa no es evasión, sino posesión anticipada de la vida eterna.

    El fuego que Cristo trae a la tierra:
    Jesús mismo dice que vino a traer fuego. Ese fuego es el amor que exalta la dignidad del alma, elevándola hasta hacerse “igual” en el amor al Amado. La amistad con Cristo lo vuelve todo común: “todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”.

    Entrega total de la voluntad:
    Para vivir este amor, es necesario rendir la voluntad: hacer todo con amor, sufrir todo con amor. Isabel nos recuerda con David que toda nuestra fuerza debe guardarse para Dios. Entonces, el alma puede decir en medio de las ocupaciones del mundo:
    “Mi único oficio es amar.”


    Citas bíblicas y patrísticas (para meditar aparte)

    • Hebreos 12:29 – “Nuestro Dios es fuego consumidor.”
    • 1 Juan 1:3 – “Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.”
    • Juan 15:15 – “Os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer.”
    • Salmo 58 (59):10 – “Guardaré mi fuerza para ti.”
    • Lucas 12:49 – “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya estuviera ardiendo!”

    “Nuestro Dios es fuego consumidor” (Hb 12,29).
    Ese fuego es amor, un amor que no aniquila sino que transforma. El Espíritu Santo, vínculo eterno entre el Padre y el Hijo, enciende en lo profundo del alma una llama que la renueva sin cesar. Quien se abandona a este fuego aprende a vivir en un silencio fecundo, libre de obstáculos, donde el alma navega en el océano de la divinidad.

    Esta es la “muerte mística” de la que habla San Pablo: morir al propio yo para entrar en la plenitud del Espíritu. No es esfuerzo áspero, sino dulce abandono. Allí el alma se transforma en la imagen divina, vive en comunión con la Trinidad y saborea anticipadamente la vida eterna.

    Cristo mismo dijo: “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49). Ese fuego enaltece la dignidad del alma y la hace semejante al Amado en el amor. Para alcanzarlo, es necesario rendir la voluntad: hacer todo con amor, sufrir todo con amor. Entonces el alma puede decir, aún en medio de las tareas del mundo:
    “Mi único oficio es amar.”

  • Testimony of a Woman Incapable of Lying. Spanish’English

    I

    A singular testimony: that of a woman of whom, unanimously, it was said she was incapable of lying.
    Her words carried the weight of naked truth, without adornment or artifice. She did not seek to persuade or embellish; she simply recounted what she had lived, with the transparency of one who knew neither calculation nor convenience.

    In her encounter with the divine, every phrase she left written —or spoken to the few who could hear her— bears the force of the irrefutable. Not because it was clothed in authority, but because it sprang from a radical purity: the incapacity to falsify.

    To such a voice, nothing can be added. One can only receive it with reverence, with the certainty that here speaks truth that burns, truth that unsettles, truth that illuminates.

    Simone Weil Encounters Jesus

    “Perhaps, in spite of everything, he does love me.”


    He entered my room and said:
    “You poor wretch, who understand nothing and know nothing – come with me and I will teach you of things you have no idea of.”
    I followed him.

    He led me into a church. It was new and ugly. He brought me before the altar and said: “Kneel.”
    I replied: “I have not been baptized.”
    He answered: “Fall down on your knees before this place, with love, as before the place where truth exists.”
    And I obeyed.

    He took me then to a garret, from whose window the whole town could be seen: scaffoldings, the river where boats were unloading. He made me sit down.

    We were alone. He spoke, and sometimes others entered for a moment, joining in the conversation before leaving again.

    It was no longer winter; not yet spring. Bare branches stretched in a cold air full of sunlight. The light rose, brightened, faded; then the stars and the moon appeared. Again the dawn returned.

    At times he would bring bread from a cupboard, and we shared it. That bread truly had the taste of bread. I have never tasted it again.

    He poured us wine, which carried the taste of the sun and the soil on which the city stood. Sometimes we lay on the wooden floor, and the sweetness of sleep descended on me. Then I awoke, and drank the light of the sun.

    He had promised to teach me, but he taught me nothing. We talked in a rambling way, as old friends do.

    One day he said: “Now go away.”
    I fell at his knees, clinging, begging him not to send me off. But he pushed me out toward the stairs. I descended as if unconscious, my heart torn to shreds. I walked through the streets, realizing I no longer knew where that house was.

    I never tried to find it again. He had come for me by mistake. My place was not in that garret. My place was anywhere else: in a prison cell, a bourgeois parlor full of trinkets, a station waiting room. Anywhere—but not in that garret.

    And yet, sometimes, words of his return to me. I repeat them with fear, never sure if I remember them rightly. He is not here to confirm them.

    I know well that he does not love me. How could he love me?
    And yet, deep within me, something trembles with the thought—
    that perhaps, in spite of everything, he does.

    Simone Weil se encuentra con Jesús

    «Quizá, a pesar de todo, él me ame.»


    Entró en mi habitación y me dijo:
    «Pobre desdichada, que no entiendes nada y nada sabes. Ven conmigo, y te enseñaré cosas de las que no tienes idea.»
    Y lo seguí.

    Me condujo a una iglesia. Era nueva y fea. Me llevó ante el altar y dijo: «Arrodíllate.»
    Yo respondí: «No he sido bautizada.»
    Él contestó: «Póstrate aquí, con amor, como ante el lugar donde habita la verdad.»
    Y obedecí.

    Luego me llevó a un desván, desde cuya ventana abierta se veía la ciudad entera: andamios de madera, el río donde descargaban los barcos. Me hizo sentar.

    Estábamos solos. Él hablaba, y a veces alguien entraba, se unía un instante a la conversación, y luego se marchaba.

    Ya no era invierno; tampoco aún primavera. Las ramas de los árboles estaban desnudas, sin brotes, en un aire frío lleno de sol. La luz crecía, brillaba, luego se apagaba; aparecían la luna y las estrellas. Y de nuevo volvía el amanecer.

    A veces sacaba pan de un armario y lo compartía conmigo. Ese pan sabía verdaderamente a pan. Nunca más he vuelto a encontrar ese sabor.

    Vertía vino para mí y para él, vino con el gusto del sol y de la tierra sobre la que estaba construida la ciudad. A veces nos tendíamos sobre el suelo de madera, y la dulzura del sueño descendía sobre mí. Luego despertaba y bebía la luz del sol.

    Me había prometido enseñanza, pero no me enseñó nada. Hablábamos sin rumbo fijo, de mil cosas, como viejos amigos.

    Un día me dijo: «Ahora vete.»
    Caí a sus pies, lo abracé, le supliqué que no me echara. Pero me arrojó hacia la escalera. Bajé como sin conciencia, con el corazón hecho pedazos. Caminé por las calles y comprendí que ya no sabía dónde estaba aquella casa.

    Nunca intenté volver a encontrarla. Comprendí que había venido a buscarme por error. Mi lugar no estaba en aquel desván. Mi lugar estaba en cualquier otro sitio: en una celda de prisión, en un salón burgués lleno de baratijas y terciopelo rojo, en la sala de espera de una estación. En cualquier parte, menos en aquel desván.

    Y, sin embargo, a veces me sorprendo repitiendo, con temor y compunción, alguna de sus palabras. ¿Cómo saber si las recuerdo fielmente? Él no está para decírmelo.

    Sé bien que no me ama. ¿Cómo podría amarme?
    Y sin embargo, hay algo profundo en mí, un punto de mi ser, que no puede dejar de pensar, con miedo y temblor, que quizá, a pesar de todo… él me ame.


    Fuente: Simone Weil, Cuadernos (First and Last Notebooks), (Wipf and Stock, 2015), pp. 65–66.

  • Anatomy of Hatred

    Israel Centeno

    At this very moment, as I type these words, hatred is expressing itself in the world with such force that it makes me wonder whether love will truly have the last word. Lord, why did you go to the cross, if today the same crowd would once again crucify a man without fault or error? Nothing seems to have changed, despite revelation.

    I have searched for answers. In last Sunday’s homily, the priest of my parish spoke of the mystery of the cross and the sacrifice of the Son of God. He admitted that he did not have many answers, but he did have one that was firm: it is a mystery. The incarnation, the passion, the death, and the resurrection are not empty symbols, but the key that remains for us: to lift up the serpent of Moses to avoid the bites, to embrace the cross in order to attain redemption.

    Hatred has a face. It can be drawn in literature—in Iago, in Macbeth—in history, in revolts and revolutions, in cruel tyrants who left behind extermination camps and torture chambers. Hatred has both an individual and collective body, but behind all its masks its anatomy always obeys the same logic.

    Hatred, like love, is born of extreme emotions that engage the senses. It can be ardent or glacial, passionate or cold; it changes tone, but not intensity. No one loves with indifference, while hatred always carries a radical indifference: it denies the good and rejects the dignity of the other. We hate what we despise, what we fear, what threatens to strip something from us. Never with the courage to give, always with the cowardice to take.

    It can remain latent, like a silent tumor waiting for a trigger to manifest itself. It hides, but never completely: it seeps through the eyes, the words, the gestures. We hate by mimesis, when the other reflects what we cannot bear in ourselves; out of complex and resentment, when an inner wound spills outward. And because hatred is propagable and inflammable, a rumor or a slogan is enough to ignite the tribe and transform fear into collective violence.

    In Jacques Maritain, I found that hatred multiplies when the other is instrumentalized, reduced to a means rather than an end. Where there should be political charity and the common good, enemies are fabricated. Hatred corrupts politics: in the name of a supposed common good, walls are erected to divide.

    Edith Stein taught me that hatred is, above all, the radical failure of empathy. The human being is made to open to the other and to recognize in them an interiority akin to one’s own. When this orientation breaks down, hatred installs itself as a parasite of the spirit: it consumes vital energy but produces nothing of its own. It is inverted love, a twisted passion: intensity without openness, desire turned into negation.

    In Simone Weil, I understood that hatred resembles gravity. The soul needs justice, truth, and meaning as urgently as it needs bread and water. When these needs are denied, force takes the place of good, and the spirit plunges downward. Hatred is the weight that drags, the uprooting that breaks attention and replaces grace with violence.

    With René Girard, I learned to see the broken mirror of desire: we hate what is too similar, what is too close. What the other reveals in me that I do not want to face. Mimetic desire feeds rivalries that erupt into violence, and the tribe, in order to ward off fear, unloads its tension onto a common enemy, a scapegoat. Hatred thus becomes a collective mechanism, legitimized by the false peace that follows sacrifice.

    I have seen how hatred trades, shifts, negotiates. It never gives: it seizes, it deprives. It can incubate in solitude or overflow into the multitude. It always seeks a moral pretext: it disguises itself as the common good, but it excludes; it disguises itself as tribal identity, but it asserts itself by negating the stranger. It is skilled in its justifications: it wears the garments of virtue, but only corrodes.

    Its anatomy always reveals the same: absence, distortion, parasitism. It lives off what it consumes and dies when it finds nothing to devour. It is the shadow of love, its darkest caricature. In the end, hatred is death.

    I have also thought of what Scripture says about hardened hearts. When hatred appears, the first thing to break is the capacity to feel and to open up: the heart turns to stone. But on the cross, the blood of God was not shed in vain. There, in that paradox, death was overcome.

    It is a mystery I cannot fully decipher, but one that sustains me: that in the place where absolute hatred was expressed—in violence, in injustice, in contempt—absolute love was also revealed. And if, as the Gospel of John says, “God is love” (Jn 5), then this is not metaphor nor empty consolation, but the affirmation that even when everything seems dominated by the shadow of hatred, love remains the root and the final word.

    Anatomía del odio

    En este mismo momento, mientras escribo estas palabras, el odio se expresa en el mundo con tal fuerza que me obliga a preguntarme si el amor realmente tendrá la última palabra. Señor, ¿por qué fuiste a la cruz, si hoy la misma multitud crucificaría de nuevo a un hombre sin error ni culpa? Nada parece haber cambiado, a pesar de la revelación.

    He buscado respuestas. En la homilía del domingo pasado, el sacerdote de mi parroquia habló del misterio de la cruz y del sacrificio del Hijo de Dios. Reconoció que él mismo no tenía muchas respuestas, pero sí una contundente: es un misterio. La encarnación, la pasión, la muerte y la resurrección no son símbolos vacíos, sino la clave que nos queda: levantar la serpiente de Moisés para evitar las picaduras, abrazar la cruz para alcanzar la redención.

    El odio tiene rostro. Puede dibujarse en la literatura —en Yago, en Macbeth—, en la historia de las revueltas y revoluciones, en los tiranos crueles que dejaron tras de sí campos de exterminio y salas de tortura. El odio encarna en rostros individuales y colectivos, pero detrás de todas sus máscaras, su anatomía responde siempre a la misma lógica.

    El odio, como el amor, nace de emociones extremas que comprometen los sentidos. Puede ser ardiente o glacial, pasional o frío; cambia de tono, pero no de intensidad. Nadie ama con indiferencia, mientras que el odio arrastra una indiferencia radical: niega el bien y rechaza la dignidad del otro. Se odia lo que se desprecia, lo que se teme, lo que amenaza con arrebatarnos algo propio. Nunca con el coraje de dar, siempre con la cobardía de arrebatar.

    Puede permanecer en estado latente, como un tumor silencioso que espera un disparador para manifestarse. Se oculta, pero nunca del todo: se filtra en la mirada, en la palabra, en el gesto. Se odia por mímesis, cuando el otro refleja lo que no tolero en mí mismo; por complejo y resentimiento, cuando una herida interior se desborda hacia afuera. Y porque es propagable e inflamable, basta un rumor o una consigna para que incendie a la tribu y transforme el miedo en violencia colectiva.

    He leído en Jacques Maritain que el odio se multiplica cuando instrumentalizamos al otro, cuando lo reducimos a medio y no a fin. Allí donde debería haber caridad política y bien común, se fabrican enemigos. El odio pervierte la política: en nombre de un supuesto bien común se erigen muros que dividen.

    Edith Stein me enseñó que el odio es el fracaso radical de la empatía. El ser humano está hecho para abrirse al otro y reconocerlo como interioridad semejante. Cuando esa orientación se quiebra, el odio se instala como parásito del espíritu: consume energía vital, pero no produce nada propio. Es un amor invertido, una pasión torcida, intensidad sin apertura, deseo vuelto negación.

    En Simone Weil comprendí que el odio se parece a la gravedad. El alma necesita justicia, verdad y sentido con la misma urgencia que el pan y el agua. Cuando estas necesidades se niegan, la fuerza ocupa el lugar del bien y el espíritu se precipita hacia abajo. El odio es peso que arrastra, desarraigo que rompe la atención y sustituye la gracia por violencia.

    Con René Girard descubrí que se odia lo semejante, lo demasiado parecido. Lo que me revela en el otro lo que no quiero ver en mí mismo. El deseo mimético alimenta rivalidades que desembocan en violencia, y la tribu, para conjurar su miedo, descarga la tensión sobre un enemigo común, un chivo expiatorio. Así el odio se convierte en mecanismo colectivo, legitimado por la falsa paz que sigue al sacrificio.

    He visto que el odio transa, cambia de rostro, negocia. Nunca da: arrebata, priva. Puede incubarse en la soledad o desbordarse en la multitud. Siempre busca un aval moral: se disfraza de bien común, pero excluye; se disfraza de identidad tribal, pero se afirma negando al extranjero. Es hábil en su justificación: adopta ropajes de virtud, pero solo erosiona.

    Su anatomía revela siempre lo mismo: ausencia, distorsión, parasitismo. Vive de lo que consume y muere cuando no encuentra a quién devorar. Es la sombra del amor, su caricatura oscura. En última instancia, el odio es muerte.

    He pensado también en lo que dicen las Escrituras sobre los corazones endurecidos. Cuando el odio aparece, lo primero que se rompe es la capacidad de sentir y de abrirse: el corazón se vuelve piedra. Pero en la cruz, la sangre de Dios no se derramó en vano. Allí, en esa paradoja, la muerte fue vencida.

    Es un misterio que no sé descifrar del todo, pero que me sostiene: que en el lugar donde se expresó el odio absoluto —la violencia, la injusticia, el desprecio— también se manifestó el amor absoluto. Y si, como afirma el evangelio de Juan, “Dios es amor” (Jn 5), entonces incluso cuando todo parece dominado por la sombra del odio, el amor permanece como raíz y última palabra.

  • Dios en el Fade Out

    Israel Centeno

    Estuve pensando en Roberto Roena toda la tarde. No fue nostalgia. Fue otra cosa. Un sacudón por dentro. Un bajo, desde lo más hondo, se activaba y empezaba a remover cosas viejas. Y en medio de esa sensación aparecieron los recuerdos del 79, 80. Yo con 19 o 20 años. Saliendo de la adolescencia pero todavía sin escudo. Medio ñángara, medio malandro, en ese punto en que uno quiere cambiar el mundo y, al mismo tiempo, se derrumba si la mujer que quiere lo ignora.

    Vivía en el oeste de Caracas. Y allá la salsa no era una estética ni una pose. No era para turistas que visitan “El maní es así”, ni para la clase media haciendo su ronda emocional en Sabana Grande. Era nuestra manera de hablar del dolor sin quedar en ridículo. Era la manera de sentir sin tener que explicar tanto. Y en esa banda sonora, Roberto Roena tenía un lugar central. No era ídolo: era clave. Sus discos no eran colección de éxitos. Eran fragmentos de una verdad no revelada.

    Y claro, estaba Denise. La Negra. Una flaca hermosa y terrible. Se movía en sol mayor y en carne viva. Estaba perfecta. Pero no era para mí. Aunque a veces, por momentos, parecía que sí. En otra fiesta, semanas antes, me cayó a besos con maldad. Parecía una corroncha. Me dejó el cuello marcado. Al día siguiente todo el mundo jodiendo: “A ti te chupó un mosquito bembón”, “¿Tú eres marico?”, “¿Donaste sangre o qué?” Y uno ahí, entre la burla y la satisfacción de haber sido mordido por la negra, queriendo defender algo que ni siquiera entendía. Porque el amor, cuando no es claro, es una trampa que uno se pone solo.

    Y luego, aquella tarde en casa de Kike. No había rastro de besos ni de corronchería. Solo distancia y dialectica. Denise me bailó un par de temas, sonreía no debía nada, y de pronto se lanzó a la pista con otro. Uno más suelto, más calle, más decidido. Yo me quedé quieto, con el vaso en la mano, la lengua seca y el pecho abollado.

    Y entonces sonó “Mi Desengaño”. La percusión entró seca, el bajo pesado. Tito Cruz no cantaba. Declaraba. “Cuando despierte, diré… mi desengaño.”  la melopea de lo que yo no aceptaba. El Apollo Sound no fallaba. Era exacto. Era música y percusión con precisión asesina. Roena sabía dar espacio. Sabía cuándo dejar que las palabras hicieran daño y cuándo meter los metales para levantar al muerto.

    Y entró “Marejada Feliz”. Más melódica, más suave. Pero no por eso menos feroz. “La playa de mi cariño…” decía, y yo entendí que la felicidad era una banalidad del mal. Viene como un regalo, castiga y se va. Yo la miraba. A Denise. Girando, riendo, soltándose. Su cuerpo me descargaba y me decía: qué va, mi amor, contigo ni pa’ la esquina. Música, y Roena predicando. Era el pastor del fin de mis tiempos.

    Y ahí pasó algo que no entendí del todo. No fue iluminación ni milagro. Fue más bien una certeza sin forma. Alguien se sentó al lado mío, invisible  y no dijo nada. Solo era presencia. Un silencio que no juzga. Un acompañamiento mudo. Y supe —o creí saber— que Dios estaba ahí. No el Dios de las templos del reino, no el de los sermones. Uno más callado. Más discreto. Uno que viene y se sienta contigo cuando no queda nada y espera a que respires de nuevo. 

    La fiesta seguía, pero para mí ya todo estaba en bajada, era El guagancó del Adiós. El sonido se iba apagando. Roena entraba en fade out. Denise se alejaba. El timbal sonaba, marcaba el final de lo que nunca había comenzado pero estaba ahí, pulsátil; una hinchazón de encía. Y en medio de ese apagón lento, supe que era todo. No había más vuelta. La Negra no era mía. El amor no se fuerza. La música puede enseñarte cosas que ni los libros ni los amigos saben.

    Y cuando todo calló, cuando quedó solo la vibración en el cuerpo, yo sentado permanecí tranquilo con las remoras del alcohol, escuchando el silencio de una última nota. Y sentí que había algo más. Algo pasivo. Aunque Denise ya no estuviera, aunque el momento se hubiese perdido, aunque las bromas de los panas siguieran flotando como zancudos en la memoria, algo adentro pulsaba.

    Y era eso.

    Era el fade out.

    Era Dios.

    Sin palabras.

    Sin redoble.

  • El Amor como Deseo de Bien y de Unión.

    Una Lectura Filosófico-Teológica a partir de Tomás de Aquino y Eleonore Stump

    Israel Centeno

    En un mundo que ha vaciado la palabra “amor” de su espesor ontológico y espiritual, es urgente volver a una comprensión radical y realista del amor. No una versión sentimental ni puramente emotiva, sino aquella que propone Santo Tomás de Aquino y que Eleonore Stump recupera y profundiza en Wandering in Darkness. Este ensayo se propone desplegar esa concepción en sus implicaciones filosóficas, espirituales y existenciales: el amor como una estructura compuesta por dos deseos fundamentales e inseparables: el deseo del bien del amado y el deseo de unión con el amado.

    Para Tomás de Aquino, el amor no es una reacción pasiva ante la belleza o el valor del otro, ni una mera emoción efímera. Es, en su esencia, una actividad de la voluntad racional, que se expresa a través de dos actos: desear el bien del amado y desear la unión con él.

    Stump insiste en que estos dos deseos están interconectados pero no se reducen el uno al otro. El primero puede ser unilateral: se puede desear el bien del otro incluso sin reciprocidad, sin relación, incluso sin conocimiento directo. Este amor es agápico, libre, espiritual. El segundo, el deseo de unión, implica una dimensión relacional, pues no puede realizarse sin algún grado de apertura del otro. Aquí se manifiesta la vulnerabilidad del amante: su anhelo de compartir la interioridad con el amado.

    Como dice Stump: “Puesto que el amor surge de la interacción de dos deseos, por el bien del amado y por la unión con él, la ausencia de cualquiera de los dos es suficiente para anular el amor” (p. 104).

    Stump confronta la teoría de la “respuesta al valor” del amor, muy presente en la filosofía contemporánea, que sostiene que amamos porque percibimos en el otro un conjunto de rasgos valiosos. Pero esta teoría fracasa ante realidades humanas fundamentales: el amor de una madre por su hijo no disminuye cuando el hijo actúa de forma indigna; no sustituimos a nuestros seres queridos por otros “mejores”; el amor verdadero persiste a pesar de la corrupción, la enfermedad o el rechazo.

    La teoría de Tomás, en cambio, explica la constancia, la insustituibilidad y la profundidad del amor. Esto es posible porque el amor no está fundado en el valor cambiante del amado, sino en la voluntad del amante y en la “oficina” o tipo de relación: madre-hijo, amigo-amigo, Dios-creatura.

    “La función del amor entre una madre y sus hijos determina el tipo de amor entre ellos… dicha función no depende de las características intrínsecas del amado, y por tanto no varía con ellas” (p. 103).

    Una de las aportaciones más brillantes de Stump es su lectura del amor propio. Amar a uno mismo, según Tomás, no es buscar placer o gratificación, sino desear el bien verdadero para uno mismo y desear la unión consigo mismo, es decir, la integridad interior.

    “Amarse a uno mismo es desear el bien para uno mismo y desear la unión con uno mismo… Tomás describe a una persona que carece de integración interior en la voluntad como alguien que quiere y no quiere lo mismo, ya sea por desear cosas incompatibles o por no querer lo que quiere querer” (p. 100).

    Amar bien a uno mismo es buscar la paz interior que surge de la coherencia volitiva, la integridad del alma. “El bien para una persona requiere, por tanto, integración interior” (p. 100).

    A primera vista, parece absurdo hablar de “desear el bien de Dios”: Él es la plenitud del Ser, no le falta nada. Pero Stump clarifica: Dios desea el bien de todas sus criaturas. Por tanto, si yo deseo el bien del otro, deseo lo que Dios desea. En ese acto, mi voluntad se une a la de Dios y, en ese sentido profundo, amo a Dios deseando su bien: lo que Él quiere como bien.

    “En efecto, desea lo que Dios desea. De este modo, desea el bien que Dios desea tener; y en ese sentido, también desea el bien para Dios” (p. 101).

    Stump muestra que el perdón es una forma concreta del amor. Perdonar no es simplemente olvidar, ni soltar, ni no sentir odio. Es desear el bien del que me hirió y, en algún grado, desear una forma de unión con él.

    “Sea lo que sea exactamente el perdón, parece implicar una especie de amor hacia quien ha causado daño o cometido una injusticia contra uno” (p. 104).

    Sin ambos deseos, no hay amor. Sin amor, no hay perdón. Esto redefine el perdón como una expresión elevada de la caridad cristiana. Perdonar es participar del amor de Dios, que desea el bien y la unión incluso con quienes lo crucificaron.

    La teoría del amor de Tomás, según Stump, no es una filosofía de laboratorio: es una antropología espiritual, una medicina para el alma. Amar bien, amar de verdad, es desear el bien y la unión incluso en el sufrimiento, incluso en el rechazo, incluso en la distancia. Es lo que hace Dios. Es lo que Cristo encarna. Y es lo que está llamado a sanar el corazón humano.

    El amor, entendido así, no es una emoción que viene y va, ni una respuesta mecánica al valor del otro. Es un acto de libertad, de voluntad iluminada. Es un fuego que desea el bien incluso cuando el rostro del otro se desfigura por la ofensa o la indiferencia. Es un puente tendido hacia la unidad, incluso cuando parece que la fractura es definitiva.

    Amar es decir: quiero tu bien, quiero estar contigo, quiero tu plenitud, aunque no me respondas, aunque no me abraces, aunque no lo comprendas. Así ama Dios. Y en esa forma de amar se juega no solo nuestra santidad, sino también nuestra humanidad redimida.

    Allí donde se ama así, el infierno se deshace y comienza el Reino.

  • El Quinto Dia

    El Quinto Día 04/25/2025

    En Esta Edición • • Reseña: Punto de quiebre de Stephen Koch • • Reflexiones: Fe, libertad y el problema del mal • • Crónica: Dos Trotskis en la literatura — Garmabella vs. Padura • • Nota de Lanzamie

    ISRAEL CENTENO

    MAY 25, 2025


    🎉 Lanzamiento de El Quinto Día
    Suplemento cultural dominical

    Este domingo se lanza El Quinto Día, una entrega semanal de pensamiento, crítica y narrativa. No es un blog, ni una newsletter más: es una invitación a detenerse, leer con calma y pensar de verdad.
    Durante el primer mes, todas las entregas estarán disponibles gratis a través de Substack y también en mi blog personal.


    Índice de esta primera edición:

    Punto de quiebre
    Reseña del libro de Stephen Koch sobre propaganda, arte y totalitarismo.

    El hombre que amaba a los perros
    Crónica literaria entre Padura y Garmabella: dos Trotskys posibles.

    Confesiones según san Agustín
    Reflexión teológica sobre el amor, el deseo y la libertad interior.


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    Porque hay vida más allá del algoritmo,
    y todavía quedan palabras para los días extraños.

    Turning Point de Stephen Koch: Hemingway, Dos Passos y la Guerra Civil Española

    Stephen Koch, en Turning Point (publicado en español como La ruptura. Hemingway, Dos Passos y el asesinato de José Robles), explora un episodio crítico en la vida de dos gigantes literarios estadounidenses durante la Guerra Civil Española: la amarga ruptura de la amistad entre Ernest Hemingway y John Dos Passos. Koch reconstruye cómo el contexto histórico de la guerra —especialmente el Cerco de Madrid— y eventos puntuales como la desaparición de José Robles desencadenaron tensiones ideológicas y personales entre ambos escritores. El autor no sólo relata los hechos, sino que los analiza en tres dimensiones fundamentales: la histórica (el papel de los intelectuales extranjeros en la contienda y la influencia soviética), la ideológica (la evolución de las posturas políticas de Hemingway y Dos Passos bajo la sombra del estalinismo) y la literaria (el reflejo de estas experiencias en la obra y el estilo de cada uno). El resultado, según la crítica, ilustra “el peligro de que los escritores se lancen a la política y la guerra” y ofrece “un retrato poco halagador del artista comprometido como ‘idiota útil’”, en palabras del propio Koch. A continuación, examinamos cada uno de estos ejes temáticos y críticos del libro de Koch, contrastando sus afirmaciones con fuentes históricas y literarias.

    Contexto histórico: la Guerra Civil, los intelectuales y el cerco de Madrid

    La Guerra Civil Española (1936-1939) atrajo a numerosos intelectuales extranjeros, cuyas plumas y voces ayudaron a moldear la percepción internacional del conflicto. Desde sus inicios, la contienda fue presentada como un choque entre la democracia (la República apoyada por izquierdistas, liberales y soviéticos) y el fascismo (los sublevados nacionalistas de Franco apoyados por la Alemania nazi e Italia). La realidad, sin embargo, era más compleja: dentro del bando republicano convivían demócratas liberales, socialistas, comunistas estalinistas, anarquistas y trotskistas, con visiones a veces enfrentadas. Este carácter poliédrico de la República, sumado a la intervención encubierta de la Unión Soviética, hizo que la guerra también fuera escenario de intrigas políticas y luchas internas por el poder ideológico.

    En este contexto, la ciudad de Madrid se convirtió en símbolo de la resistencia republicana. Tras el fallido golpe de Estado de julio de 1936, las tropas franquistas avanzaron hacia la capital en el otoño, desencadenando el llamado Cerco de Madrid. Contra los pronósticos, Madrid resistió el embate inicial en noviembre de 1936 (¡«No pasarán!» se volvió el lema de la defensa) y quedó como ciudad semiasediada durante gran parte de la contienda. La capital republicana, asediada pero no vencida, fue pronto denominada la “meca del antifascismo” y recibió un flujo constante de visitantes ilustres internacionales que querían atestiguar (y en muchos casos apoyar) la lucha. Ernest Hemingway, célebre novelista por A Farewell to Arms (1929), llegó a Madrid a principios de 1937 como corresponsal altamente pagado del sindicato norteamericano NANA. Se instaló en el emblemático Hotel Florida, en pleno centro madrileño, desde donde reportó sobre la guerra y convivió con otros corresponsales y figuras literarias. Allí entabló una relación sentimental con Martha Gellhorn, también periodista, y recibió a colegas como John Dos Passos (quien arribó ese año para colaborar en un proyecto cinematográfico) e incluso a Antoine de Saint-Exupéry. La presencia de Hemingway en Madrid, así como la de otros escritores, periodistas y fotógrafos (incluido el célebre Robert Capa), no solo reflejaba su compromiso personal con la causa republicana, sino que también tenía un impacto real en cómo se narraba la guerra al mundo. De hecho, la mera presencia de observadores extranjeros influyó en la atención mediática de ciertos eventos bélicos: por ejemplo, el bombardeo de Guernica en abril de 1937 adquirió resonancia internacional gracias a corresponsales como George Steer, mientras que otras masacres (Durango, Badajoz) pasaron más desapercibidas en ausencia de testigos de prensa.

    Dentro del cerco de Madrid, Hemingway desempeñó un doble papel: por un lado, como periodista, escribía crónicas sobre la vida en la ciudad sitiada y las operaciones militares. Por otro, como figura pública comprometida, se involucró en iniciativas propagandísticas para apoyar a la República. John Dos Passos, amigo cercano de Hemingway y reconocido novelista de izquierdas, también viajó a España en 1937 con una misión particular: colaborar en un documental sobre la guerra. Ese documental acabaría siendo The Spanish Earth (1937), dirigido por Joris Ivens, un filme propagandístico destinado a recaudar apoyo internacional para el bando republicano. Dos Passos, conocido por su trilogía USA y de convicciones progresistas, se había ganado prestigio como la voz literaria de la izquierda americana; de hecho, en 1936 apareció en la portada de la revista Time como representante de la literatura comprometida. Hemingway, en cambio, pese a simpatizar con la causa española, era visto hasta entonces como más apolítico y centrado en su arte personal; llevaba años sin publicar una novela importante y su estrella literaria de la década de 1920 empezaba a decaer. La Guerra Civil le ofreció una oportunidad de revigorizar su carrera y su imagen pública, al tiempo que satisfacía su gusto por la aventura. No es casualidad, como señala Koch, que Hemingway se volcase en la guerra buscando en la violencia y la gloria bélica un nuevo sentido para su vida creativa, tras una época de hastío personal.

    Durante la defensa de Madrid, ambos escritores participaron de la vida en la ciudad asediada. Hemingway, siempre ávido de acción, llegó a instalarse en un edificio medio en ruinas en la línea del frente (que apodó “Old Homestead”), desde donde tenía vista directa a los combates en la Casa de Campo. Allí, binoculares en mano y con riesgo personal, observaba los choques armados mientras colaboraba estrechamente con Joris Ivens filmando secuencias de batalla para The Spanish Earth. Sus reportajes para NANA describían con vívido detalle los bombardeos nacionalistas sobre la capital y los esfuerzos de los defensores republicanos. Paradójicamente, en esas crónicas Hemingway omitió algunos eventos clave —por ejemplo, casi no mencionó la destrucción de Guernica por la Legión Cóndor nazi—, quizás por limitaciones geográficas (él estaba en Madrid, no en el País Vasco) o porque otros periodistas cubrieron esos sucesos. En cualquier caso, la pluma de Hemingway contribuía a forjar la mística de Madrid como “ciudad mártir” de la lucha antifascista.

    Dos Passos, mientras tanto, tenía una actitud más reflexiva y humanitaria ante lo que veía. Menos entusiasmado por la “épica” bélica que Hemingway, a Dos Passos le interesaba tanto el aspecto humano de la tragedia española como el político. Fue testigo de los efectos del cerco en la población civil madrileña —hambre, bombardeos, miedo y valentía cotidiana— y prestó atención a la complejidad moral que se ocultaba tras la retórica de la propaganda. Esta diferencia de temperamento entre los dos amigos, latente desde antes (Hemingway era competitivo, temerario y amante de proyectar una imagen heroica; Dos Passos, más tímido, intelectual y empático), se haría dramáticamente evidente a raíz de un acontecimiento en el Madrid sitiado: la misteriosa desaparición de José Robles.

    Amistad truncada: Hemingway, Dos Passos y el caso José Robles

    La desaparición y muerte de José Robles es el corazón de Turning Point y el punto de quiebre de la relación Hemingway–Dos Passos. Robles, español de ideas izquierdistas y amigo íntimo de Dos Passos desde los años 20, era profesor de literatura en la Universidad Johns Hopkins. Había vuelto a España al estallar la guerra para servir a la República (algunas fuentes señalan que trabajaba como traductor y tenía rango militar en el ejército republicano). Dos Passos contaba con Robles como su principal contacto local para el proyecto del documental, dada su posición y su confianza personal. Sin embargo, al llegar a Madrid en 1937 se encontró con que Robles había desaparecido sin dejar rastro. Pronto se supo la terrible noticia: Robles había sido detenido y fusilado, acusado de ser un espía al servicio de los fascistas. Para Dos Passos, aquello fue un golpe devastador; no solo perdía a un amigo querido, sino que empezaba a sospechar que algo siniestro ocurría dentro del mismo bando al que había ido a apoyar.

    Las circunstancias alrededor del caso Robles permanecen confusas hasta hoy, pero la mayoría de los historiadores coinciden en que fue víctima de las purgas estalinistas desatadas en el contexto de la guerra. Hacia 1937, la influencia de la Unión Soviética en la zona republicana era cada vez mayor: asesores soviéticos y agentes de la NKVD operaban en España, decididos a eliminar a elementos “trotskistas” o potencialmente desleales dentro de las propias filas republicanas. Robles, aunque comunista comprometido, pudo haber caído bajo sospecha por mantener “demasiada independencia de criterio” o por intrigas internas, y habría sido ejecutado sin un juicio justo. Para encubrir la realidad de estas purgas internas, las autoridades prosoviéticas fabricaban coartadas, declarando que los eliminados eran “espías de Franco”. En efecto, en el caso Robles se afirmó oficialmente que había sido fusilado como espía fascista, una versión conveniente para esconder que en realidad los comunistas estaban depurando a sus propios compañeros.

    La reacción de los dos escritores ante la muerte de Robles marcaría el fin de su amistad. John Dos Passos, conmovido y alarmado, quiso saber la verdad y ayudar a la familia de su amigo. Se movió por despachos oficiales del Gobierno republicano preguntando por Robles, intentando averiguar quién había ordenado la ejecución y por qué. Le respondieron con evasivas, mentiras burocráticas y advertencias veladas. Esta búsqueda chocaba con un muro de secreto: la maquinaria propagandística, ahora más interesada en contar con Hemingway que en contentar a Dos Passos, no tenía reparos en desairar al novelista “problemático” que hacía preguntas incómodas. Dos Passos empezó a comprender horrorizado que los ideales que lo habían llevado a España (justicia, libertad, antifascismo) podían estar siendo traicionados por los mismos que decían defenderlos. “La política progresista sin decencia humana es una farsa”, llegaría a concluir Dos Passos, anteponiendo la moral individual a la disciplina de partido.

    Ernest Hemingway, por el contrario, afrontó el asunto de forma muy distinta. Él se enteró primero de la suerte de Robles —gracias a Josephine Herbst, una periodista procomunista cercana al Comintern— y, lejos de indignarse, aceptó sin reservas la versión oficial: para Hemingway, José Robles habría sido efectivamente un traidor. Cuando Dos Passos, angustiado, le expresó sus dudas y su pena, Hemingway reaccionó con sarcasmo cruel. En la reconstrucción de Koch, Hemingway recibe a Dos Passos fríamente en el Hotel Florida y se burla de sus preocupaciones: “Si se trata de la desaparición de tu profesor, olvídalo. La gente desaparece todos los días”, espeta Hemingway con desdén. Consideraba que en la guerra uno no debe escandalizarse por estas cosas y que Dos Passos estaba pecando de ingenuo. De hecho, en un artículo de prensa que Hemingway publicó poco después (disfrazando apenas los nombres), calificó la postura compasiva de su ex-amigo como “la buenahearted naiveté de un liberal americano típico” —es decir, “la bondadosa ingenuidad del liberal estadounidense típico”—, en un tono claramente despectivo.

    La embestida de Hemingway contra Dos Passos no se detuvo allí. Según detalla Koch, Hemingway parecía necesitar degradar a su antiguo compañero para reafirmar su propia postura combativa. Lo acusó de “blando” y cobarde, diciendo a quien quisiera oírle que Dos Passos “no servía para la guerra” porque no era cazador ni tenía agallas. Incluso difundió entre círculos de periodistas y brigadistas la infamia de que Dos Passos estaba amparando a un fascista(Robles), contribuyendo a presentarlo como un simpatizante sospechoso. Martha Gellhorn y Josephine Herbst —ambas cercanas a Hemingway y al aparato propagandístico— fueron cómplices en esta campaña de descrédito, según Koch. En la novela-reportaje Spanish Earth (publicada en la revista Ken), Hemingway retrató un alter ego de Dos Passos de forma cruel, resaltando su palidez enfermiza y ridiculizando su preocupación ética en medio de la guerra. Para Hemingway (y los comunistas que lo alentaban), Dos Passos encarnaba al intelectual dudoso, más escandalizado por la “injusticia” cometida contra un individuo que dispuesto a aceptar la disciplina necesaria para ganar la guerra.

    Este episodio supuso la ruptura definitiva de su amistad. “Para ambos, un sistema de afectos se derrumba”, escribe Koch: Dos Passos sintió que Hemingway había traicionado no sólo su amistad sino los valores de humanidad que él consideraba esenciales, mientras que Hemingway llegó a despreciar a Dos Passos por considerarlo un pusilánime que vacilaba en el apoyo a la República. A partir de entonces, sus caminos ideológicos divergendrásticamente. Algo se rompió también dentro de Dos Passos: perdió la fe en la causa tal como estaba siendo conducida y comenzó a alejarse del comunismo, volviéndose cada vez más escéptico de la izquierda ortodoxa. Hemingway, por su parte, se sumergió aún más en la causa republicana (pronto escribiría su gran novela Por quién doblan las campanas, 1940, inspirada en la guerra), y públicamente mantuvo una línea pro-Republicana sin reconocer los aspectos oscuros que había presenciado.

    Koch trata este clímax dramático casi como si se tratara de una novela de suspense. La escena de la humillación pública de Dos Passos a manos de Hemingway es narrada con diálogos y detalles novelescos que, si bien aumentan la intensidad, no siempre provienen de fuentes directas. De hecho, algunos críticos señalan que Koch toma ciertas libertades literarias en la reconstrucción: por ejemplo, la tensa llegada de Dos Passos al Hotel Florida y el desprecio con que es recibido por Hemingway y Gellhorn se basan en una escena de Century’s Ebb, una novela tardía (y semiautobiográfica) que Dos Passos escribió cuarenta años después. Esta dramatización sirve para resaltar el carácter “traicionero” de Hemingway y la vulnerabilidad de Dos Passos, aunque implica mezclar ficción y realidad. No obstante, más allá de posibles adornos narrativos, la esencia histórica se mantiene: la amistad se rompió irremediablemente en España, y el caso Robles fue el catalizador.

    Dimensión ideológica: del compañero de viaje al desencantado

    Ernest Hemingway (centro) con el periodista soviético Ilya Ehrenburg (izq.) y el escritor Gustav Regler (der.) en España, ca. 1937. Ehrenburg, propagandista al servicio de Moscú, y Regler, comisario político de las Brigadas Internacionales, reflejan el entorno comunista en el que Hemingway se movió durante la guerra.

    La crisis entre Hemingway y Dos Passos ejemplifica un choque ideológico mayor que se dio entre los intelectuales de los años treinta: la encrucijada entre seguir la línea dictada por el Partido Comunista (y Moscú) en nombre del antifascismo, o mantener la independencia moral a costa de ser tildado de “traidor” o “ingenuo”. En términos generales, Hemingway y Dos Passos terminaron personificando dos rutas opuestas. Hemingway, tras España, puede verse como el “compañero de viaje” (fellow traveler) de la causa comunista: alguien no afiliado formalmente al partido, pero que apoya públicamente sus objetivos y justifica sus métodos. Dos Passos, en cambio, encarna al izquierdista desencantadoque rompe con el comunismo estalinista por considerarlo moralmente corrupto.

    Según el análisis de Koch, Hemingway era un individualista agresivo que de verdad odiaba al fascismo, pero quizás por lo mismono tuvo reparos en avalar las tácticas sectarias y autoritarias del Komintern en España. Es decir, Hemingway consideraba que la amenaza franquista justificaba medios extremos, alineándose sin mucha crítica con la propaganda soviética. Sus escrúpulos morales no abarcaban del todo lo político: veía la guerra en términos simples de ganar o perder, de matar o morir, sin entrar a juzgar las “manchas” éticas del bando aliado. Esto se reflejó en su disposición a encubrir crímenes como el de Robles por el “bien de la causa”. De forma un tanto inconsciente, Hemingway terminó siendo lo que Lenin llamaría un “idiota útil” de Stalin: prestó su prestigio y talento para legitimar a los agentes estalinistas dentro del campo republicano. Su actitud —lo que Koch denomina la “servidumbre voluntaria” de Hemingway hacia la línea soviética— permitió que las mentiras y calumnias estalinistas prosperaran, tanto en España como luego en la visión que el mundo cultural estadounidense tuvo de la guerra. En palabras del crítico Danubio Torres, Hemingway aceptó y sancionó las estrategias del Komintern, mostrando una voluntaria ceguera moral ante los excesos de sus aliados.

    Un ejemplo de cómo esta postura de Hemingway facilitó la influencia soviética puede verse en el ámbito cultural y político de Estados Unidos. Tras la Guerra Civil Española, muchos veteranos de las Brigadas Internacionales y activistas pro-republicanos regresaron a EE.UU., algunos con vínculos estrechos al Partido Comunista. La reputación de Hemingway como héroe antifascista y su continua defensa de la causa republicana dieron respetabilidad en círculos liberales a organizaciones y figuras de orientación comunista. Por ejemplo, en la Liga de Escritores Americanos(American Writers’ League) y otros foros, Hemingway contribuyó a mantener la ortodoxia del Frente Popular, donde toda crítica al comunismo era mal vista. Sin proponérselo directamente, su postura invalidó las denuncias de personas como Dos Passos u Orwell (quienes alertaban sobre los crímenes estalinistas) y ayudó a aislar a los disidentes. Koch sostiene que la enorme sombra de la URSS se proyectó sobre la Guerra Civil y, por extensión, sobre la política occidental de la época: la ideología del Frente Popular procomunista se había vuelto dominante en las izquierdas de las democracias. En ese clima, figuras como Hemingway —carismáticas y convencidas de estar del lado correcto de la historia— allanaron el camino para que agentes y simpatizantes soviéticos ganaran influencia, incluso en instancias del gobierno estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. (Cabe recordar que documentos desclasificados décadas después revelaron que el propio Hemingway fue contactado en los años 40 por la NKVD soviética, que le asignó el nombre clave “Argo”, si bien su colaboración efectiva como espía fue nula o anecdótica.) En suma, Hemingway, movido por su odio al fascismo y su ego aventurero, terminó haciendo la vista gorda ante la penetración comunista en la causa que defendía.

    John Dos Passos representa la cara opuesta de esta moneda ideológica. Al principio de la guerra, Dos Passos era considerado el intelectual de izquierda por excelencia en Estados Unidos – un escritor de prestigio y comprometido con la justicia social. No era miembro del Partido Comunista, pero compartía muchos de sus ideales igualitarios y apoyaba fervientemente a la República española. Sin embargo, la desaparición de Robles y lo que descubrió en Madrid lo vacunaron contra la propaganda. Dos Passos empezó a desconfiar profundamente de la rectitud del comunismo soviético y, en general, de quienes apoyaban la República sin admitir críticas. En ese momento embrionario sintió que algo andaba muy malen el bando que se suponía defendía la libertad. Como escribiría años después, veía un abismo entre los elevados lemas antifascistas y la realidad de las prácticas totalitarias que algunos revolucionarios implementaban. Su desilusión se convirtió en abierta crítica al estalinismo, lo que le costó caro: la maquinaria cultural comunista (periódicos, revistas, colegas escritores afiliados) lo marginó rápidamente, pintándolo como un elemento reaccionario o “desviado”.

    De hecho, Koch detalla cómo, tras 1937, Dos Passos fue tratado poco menos que como un paria por la izquierda internacional. El mismo Dos Passos se lamentó: “Me colgaron el sanbenito de fascista”, refiriéndose a que los voceros estalinistas sugirieron que su falta de entusiasmo equivalía a traición. Revistas procomunistas en Estados Unidos dejaron de reseñar positivamente sus obras; antiguos camaradas rompieron contacto. La Internacional Comunista lo había sentenciado al ostracismo ideológico. En contraste, Hemingway aprovechó el momento: adoptando públicamente una postura aún más ortodoxa y revolucionaria (al menos de palabra), volvió a brillar en el firmamento literario y político de la izquierda. En palabras de un reseñista, “Dos Passos quedó con su nombre asociado al fascismo y se volvió un paria de la izquierda, mientras Hemingway volvía a colocarse en el centro del escenario, reconocido de nuevo como el gran escritor estadounidense —ahora además comprometido políticamente a la izquierda”. Este contraste es revelador: Hemingway se vistió con los laureles de la causa ganadora (aun si esa causa finalmente perdió la guerra, en 1937-38 gozaba de prestigio entre progresistas), mientras Dos Passos quedó relegado por sostener una verdad impopular.

    Con el tiempo, Dos Passos se movió ideológicamente hacia la derecha. Lo que inició como desencanto con el comunismo se convirtió, tras la Segunda Guerra Mundial, en un conservadurismo pleno: terminó apoyando posturas anticomunistas de la Guerra Fría e incluso simpatizando con el republicanismo en EE.UU. Koch sugiere que la semilla de esta transformación se plantó precisamente en España, en 1937: “Dos Passos vivió hasta 1970, pero su arte murió en 1937” dice dramáticamente, apuntando a que la desilusión política minó también su impulso creativo (un tema que discutiremos más adelante). En todo caso, Dos Passos jamás se arrepintió de haber roto con los comunistas; por el contrario, en sus memorias y ensayos posteriores reafirmó que no podía tolerar las mentiras y la brutalidad estalinista, aunque ello significase perder amistades e influencia. En cierto sentido, se adelantó a otros intelectuales exizquierdistas de mediados de siglo (los llamados “ex-communists” o conversos, como Arthur Koestler, Whittaker Chambers, etc.), manteniendo una postura de que los fines no justifican los medioscuando los medios aplastan la dignidad humana.

    Cabe señalar que, con el correr de las décadas, la valoración histórica de estos posicionamientos ha cambiado. Durante muchos años –especialmente mientras duró la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra– la narrativa predominante en círculos progresistas fue la que idealizaba el bando republicano como adalid de la democracia frente al fascismo, sin matices. Sin embargo, investigaciones más recientes, apoyadas en archivos soviéticos abiertos tras la caída de la URSS, han sacado a la luz el grado de intervención de Stalin en España y han “oscurecido” significativamente la visión del papel comunista en la Guerra Civil. Hoy sabemos que la subversión y control que Moscú ejerció sobre el gobierno republicano (especialmente a partir de mayo de 1937, cuando el procomunista Juan Negrín asumió la jefatura del gobierno) fue más extensa y maquiavélica de lo que los defensores de la República admitieron durante décadas. La represión violenta de los anarquistas y trotskistas en la retaguardia (como los sucesos de Barcelona en mayo del 37 que Orwell describió en Homenaje a Cataluña) y la imposición de la ortodoxia prosoviética debilitaron internamente al bando republicano. Como señala Koch –en línea con historiadores como Stanley G. Payne–, los comunistas, obedeciendo órdenes estalinistas y buscando el poder total, cargan con gran parte de la responsabilidad en el fracaso de la República. La versión romántica de que “la URSS ayudó desinteresadamente a la República democrática” se revela así como una mitificación interesada, cuando en realidad Stalin instrumentalizó la guerra para sus fines, incluso a costa de la propia República. Esta reevaluación histórica reivindica, en cierto modo, la postura crítica que asumieron Dos Passos (y Orwell, y otros pocos) en aquel entonces, mientras deja mal parado el idealismo ciego de Hemingway y tantos otros.

    Repercusiones literarias: la guerra en la obra de Hemingway y Dos Passos

    La experiencia española dejó una huella profunda en la producción literaria de ambos escritores, aunque de manera muy distinta. Stephen Koch plantea una idea sugerente: el choque de visiones entre Hemingway y Dos Passos también reflejó la crisis de la literatura modernista de entreguerras. Hasta mediados de los años 30, ambos formaban parte de la vanguardia literaria anglosajona, experimentando con formas narrativas (Dos Passos con su técnica de collage en Manhattan Transfer y la trilogía USA; Hemingway con su estilo depurado y sus diálogos directos). La Guerra Civil actuó como catalizador de un “punto de inflexión” (breaking point) en sus trayectorias creativas. Las vivencias en España, la confrontación con la propaganda y la violencia ideológica, y la ruptura personal que sufrieron, todo ello se plasmó de un modo u otro en sus siguientes obras, marcando el fin de una era literaria y el comienzo de otra.

    En el caso de Ernest Hemingway, España le inspiró la que muchos consideran su última gran novela: For Whom the Bell Tolls (Por quién doblan las campanas, 1940). En esta obra, ambientada durante la Guerra Civil, Hemingway canaliza su idealismo trágico y su romanticismo bélico. El protagonista, Robert Jordan, es un voluntario estadounidense luchando por la República, personaje claramente afín a la visión heroica que Hemingway tenía de la contienda. La novela exalta el sacrificio individual por una causa colectiva (el título tomado de John Donne alude a la solidaridad humana en tiempos de muerte) y presenta la guerra como un escenario de camaradería, valor y también fatalidad. Sin embargo, es notable que Por quién doblan las campanas omite deliberadamente los aspectos más oscuros que Hemingway conoció: en la novela casi no aparecen los comunistas soviéticos ni las purgas internas. Hemingway pinta un cuadro en el que los guerrilleros republicanos son bravíos campesinos honrados y los pocos elementos “duros” (como un oficial ruso llamado Karkov) son retratados de manera relativamente positiva o al menos respetuosa. La “fábula romántica” de Hemingway sobre España resultó extremadamente atractiva para el público: la novela fue un éxito inmediato de ventas y crítica, cimentando su reputación. Como señala el New YorkerPor quién doblan las campanas es una narración en muchos sentidos más cautivante que las visiones desencantadas, precisamente porque idealiza la experiencia de guerra en lugar de examinarla con ojo crítico. Hemingway ofreció una epopeya apasionante donde la línea entre el bien y el mal aparece (falsamente) clara, y esto resonó en una época en que el mundo se encaminaba a otra guerra mundial contra el fascismo.

    Por su parte, John Dos Passos quedó demasiado desilusionado para glorificar nada de lo vivido en España. En lugar de novela épica, su respuesta fue más cercana al realismo crudo y al testimonio del desencanto. De hecho, se suele considerar que Dos Passos “estaba demasiado desilusionado como para escribir sobre España inmediatamente”, lo que permitió que, en el imaginario popular, la versión hemingwayana dominara por repetición. No obstante, Dos Passos sí canalizó aquellas experiencias en su ficción, aunque de forma más indirecta. En 1938 publicó una suerte de crónica de viajes reflexiva, Journeys Between Wars, donde incluyó sus impresiones de la España en guerra y esbozó ya sus dudas sobre el comunismo. Y en 1939 apareció la novela Adventures of a Young Man (Las aventuras de un joven), primer volumen de su trilogía Distrito de Columbia. Esta novela narra la historia de un joven idealista norteamericano, Glenn Spotswood, que participa en luchas sociales en EE.UU. y finalmente va a combatir a la Guerra Civil Española en el lado republicano. El destino del protagonista es trágico: en España, Glenn muere a manos de sus propios camaradas comunistas, víctima de sospechas y purgas internas, a pesar de su dedicación a la causa. Es evidente el paralelismo con el caso Robles y con la desilusión de Dos Passos. Adventures of a Young Man es, en cierto modo, la contra-novela de For Whom the Bell Tolls: donde Hemingway ofrece romanticismo y mito heroico, Dos Passos ofrece crítica y desengaño. No sorprende que esta obra fuera mal recibida en círculos izquierdistas de la época; muchos no le perdonaron que “lavara los trapos sucios” mostrando comunistas asesinado a un voluntario idealista. La reputación literaria de Dos Passos en los EE.UU. sufrió por ello, con críticos progresistas tachando su nueva novela de amarga y reaccionaria. En perspectiva histórica, no obstante, Las aventuras de un joven se lee como un valiente testimonio novelado de las verdades incómodas de la Guerra Civil, anticipando revelaciones que tardarían décadas en ser del todo aceptadas.

    A partir de entonces, las carreras literarias de ambos tomaron rumbos divergentes. Hemingway, tras Por quién doblan las campanas, ganó el Premio Pulitzer (1953) y el Nobel (1954) con obras ambientadas fuera de España (El viejo y el mar, principalmente). Nunca volvió a implicarse tan directamente en política como lo hizo en los años de la Guerra Civil, aunque sí mantuvo hasta el final ciertas simpatías de izquierda y una imagen pública de antifascista legendario. Dos Passos, en cambio, publicó novelas de tono cada vez más conservador y nostálgico (Número Uno, 1943; El gran designio, 1949), así como ensayos políticos donde criticaba tanto al comunismo como al “nuevo orden” liberal de posguerra. Su estilo literario también cambió: perdió la vena innovadora y experimental de sus años jóvenes, optando por narrativas más tradicionales. Muchos críticos opinan, como recoge Koch, que Dos Passos “nunca se recuperó artísticamente” tras 1937. Esta afirmación puede sonar extrema, pero hay algo de cierto en que su genialidad creativa recibió una herida letal en España. Es como si la quiebra de sus ilusiones políticas hubiera minado la fe en los proyectos literarios vanguardistas que representaba. Koch incluso especula que tal vez el modernismo no murió de muerte natural, sino que “fue asesinado. Asesinado en el Terror. Asesinado en los campos. Asesinado en la mesa del dictador”, vinculando metafóricamente la muerte de las vanguardias con la opresión totalitaria de los años 30. Esta tesis resonante sugiere que la utopía estética de la Generación Perdida se estrelló contra la realidad sangrienta de la historia – y la amistad destrozada de Hemingway y Dos Passos sería símbolo de ello.

    En lo que respecta a la visión literaria de la Guerra Civil, podríamos concluir que Hemingway entregó al mundo la imagen romántica y simplificada del conflicto (valientes guerrilleros, idealistas internacionales, amor y muerte bajo la Sierra), mientras Dos Passos ofreció una visión sobria y desencantada, adelantada a su tiempo pero marginada en su día. “Hemingway’s romantic fable (la fábula romántica de Hemingway) es en casi todos los sentidos más atractiva; pero Dos Passos, con su realismo dispirited and unblinking (desalentado y sin pestañear), fue quien transmitió lo que significaba estar vivo en los años treinta” resume el New Yorker. Con el correr de los años, esa fábula romántica sería matizada por historiadores, pero en el imaginario popular Hemingway ganó la batalla narrativa. Dos Passos, en cambio, quedó como una voz solitaria, valiosa para la memoria histórica pero menos influyente en la cultura de masas.

    Memoria y propaganda: Morir en Madrid y el legado del conflicto

    La Guerra Civil Española siguió siendo motivo de polémica y reflexión cultural mucho después de 1939. Un ejemplo destacado de cómo se reinterpretó el conflicto con fines tanto documentales como ideológicos es la película Morir en Madrid (título original francés Mourir à Madrid, 1963) del director Frédéric Rossif. Este documental, estrenado casi tres décadas después de la guerra, recopila imágenes reales y material de archivo para narrar los acontecimientos principales: desde el alzamiento militar y la revolución social, pasando por hitos como la defensa de Madrid, el bombardeo de Guernica, la muerte del poeta Federico García Lorca, y la participación de las Brigadas Internacionales, hasta la derrota republicana. Concebida durante el franquismo, la película tenía un objetivo claro: mostrar al mundo las verdades ocultas y la “herencia de ruinas y miserias” que dejó la Guerra Civil, desmontando la versión oficial de la dictadura.

    La génesis de Morir en Madrid es en sí digna de una novela de espionaje cultural. Rossif engañó a las autoridades franquistaspara poder rodar en España: les hizo creer que filmaría un documental aséptico e incluso favorable al régimen, cuando en realidad planeaba revelar los crímenes y represiones cometidos por los franquistas. Con la ayuda de la productora Nicole Stéphane, urdieron esta trampa logística y lograron acceso a lugares y archivos prohibidos. El resultado fue un documental que combinaba testimonios visuales estremecedores (fusilamientos, ciudades devastadas, fosas comunes) con una narración profundamente empática hacia el bando perdedor. Morir en Madrid se estrenó fuera de España en 1963, dando un duro golpe propagandístico al franquismo al exhibir imágenes jamás vistas de sus atrocidades. El régimen, al darse cuenta de la maniobra, prohibió la película, que no pudo ser vista en España hasta después de la muerte de Franco (se proyectó finalmente en 1978, ya en democracia). Mientras tanto, en el extranjero la cinta ganó reconocimiento: fue nominada al Óscar al mejor documental y galardonada con el BAFTA en 1968, convirtiéndose en un símbolo cultural de la resistencia antifranquista.

    Desde el punto de vista ideológico, Morir en Madrid retoma en gran medida la narrativa del Frente Popular sobre la guerra, pero lo hace en un momento (años 60) en que esa narrativa empezaba a ser revalorada críticamente. La película rinde homenaje a los voluntarios internacionales presentándolos como héroes idealistas: según declaró el propio Rossif, “Las Brigadas Internacionales fueron a morir a Madrid… fueron a morir de alguna forma por el honor, por la libertad… es la última vez en la historia que se fue a morir por el honor”. Esta visión romántica entronca con la leyenda heroica que escritores como Hemingway habían contribuido a forjar. De hecho, Morir en Madridpuede verse como heredera de la tradición de documentales propagandísticos de los 30 (como Spanish Earth a la que Dos Passos y Hemingway contribuyeron), aunque con la ventaja de la perspectiva histórica: Rossif muestra también las consecuencias de la guerra, el largo rastro de dolor del franquismo, intentando despertar la consciencia de una nueva generación.

    Culturalmente, la relevancia de Morir en Madrid radica en que reavivó el debate sobre la Guerra Civil en plena Guerra Fría. En los años 60, España seguía bajo dictadura y muchos archivos seguían cerrados, de modo que el documental de Rossif ofreció por primera vez a un público amplio imágenes reales de la contienda y de sus secuelas. Esto impactó tanto a espectadores de izquierda (confirmando y visualizando la brutalidad fascista que denunciaban) como a ciertos sectores conservadores, que reaccionaron acusando a la película de ser parcial o de omitir los crímenes del otro bando. De hecho, la propaganda franquista respondió con su propio filme llamado ¿Por qué morir en Madrid? (1966), que intentaba contrarrestar el mensaje desde una óptica anticomunista. Así, la batalla ideológica en torno a la memoria de la Guerra Civil continuó librándose en el terreno cultural. Morir en Madrid logró, sin embargo, imponerse como referencia de la memoria histórica antifascista, aportando un caudal de imágenes que desde entonces han nutrido infinidad de libros, exposiciones y otras películas sobre la guerra.

    Dentro del ensayo crítico de Koch, Morir en Madrid no es analizado directamente (su foco está en los años 30), pero al mencionarlo aquí cerramos el círculo de cómo la percepción de Hemingway, Dos Passos y la Guerra Civil fue evolucionando. En 1937, Hemingway colaboró en un documental pensado para idealizar la causa (The Spanish Earth); en 1963, Rossif realiza otro documental, Morir en Madrid, que retoma esa idealización pero ya con plena conciencia de burlar a un régimen dictatorial. Entretanto, la verdad compleja que inquietó a Dos Passos –la injerencia soviética, las traiciones internas– permaneció en gran medida soterrada en la cultura popular hasta fechas posteriores. No sería sino hasta los años 80-90, tras la caída del Muro de Berlín, que veríamos documentales y estudios más equilibrados reconociendo tanto la epopeya antifascista como la tragedia del terror estalinista en la zona republicana.

    En Turning Point, Stephen Koch consigue entretejer el drama personal de dos amigos enemistados con el drama histórico de una guerra que fue a la vez causa noble y terreno de maniobras siniestras. Su crítica hacia el papel de los intelectuales en tiempos de crisis es contundente: a través de Hemingway y Dos Passos, Koch nos muestra “el peligro de los escritores sumergidos en la política y la guerra”, donde incluso las mejores plumas pueden terminar al servicio de mentiras mayores. Hemingway aparece bajo la luz implacable de Koch como el artista comprometido seducido por el estalinismo, un engagé que justifica lo injustificable; Dos Passos, como el idealista traicionado que se transforma en hereje políticopor mantener su conciencia. Históricamente, el libro aporta una reflexión sobre cómo la Gran Mentira totalitaria floreció en España bajo el disfraz de una lucha justa, y cómo esa mentira dividió a quienes intentaron narrarla. Ideológicamente, invita a reconsiderar los fáciles esquematismos de “buenos y malos” que por décadas dominaron el recuerdo de la Guerra Civil, para entenderla en toda su contradicción. Literariamente, nos hace lamentar la pérdida de fraternidad y quizá de ingenio que aquella experiencia acarreó: “Dos Passos vivió hasta 1970, pero su arte murió en 1937”, sentencia Koch con melancolía, mientras que Hemingway transmutó la guerra en mito pero a un alto costo moral.

    Como obra, Turning Point mezcla documentación e interpretación con un estilo ágil, casi novelesco, lo que la hace muy legible aunque a veces difumine la línea entre historia y dramatización. Pese a esas licencias, el aporte de Koch es valioso al revivir este episodio y situarlo en un marco más amplio de la “seducción de los intelectuales” por las utopías políticas (tema que ya había explorado en trabajos previos). La crítica extensa de este libro revela, en última instancia, una lección que trasciende aquella época: cuando la ideología exige sacrificar la verdad y la amistad en nombre de la causa, las primeras víctimas son la conciencia y la honestidad individuales. Hemingway y Dos Passos vivieron ese dilema en carne propia en el Madrid sitiado de 1937, y Koch nos lo recuerda para que no olvidemos el coste humano detrás de las grandes narrativas históricas.

    Fuentes: La presente crítica se basó principalmente en el libro The Breaking Point (Counterpoint, 2005) de Stephen Koch, complementado con reseñas y estudios históricos. Se han citado fragmentos de la revista The New Yorker, del Paris Review, de una reseña de Jason Powell en Origins, del ensayo de Danubio T. Fierro en Letras Libres, así como datos históricos de la Fundación ALBA (The Volunteer) y referencias sobre Morir en Madrid, entre otras. Estas fuentes corroboran y amplían los puntos tratados, brindando un sustento factual a la interpretación crítica de Koch. En conjunto, permiten pintar un cuadro rico en matices sobre aquel punto de inflexión donde la literatura, la ideología y la historia convergieron trágicamente en la vida de Hemingway y Dos Passos.

    Segundo libro recomendado de la semana: San Agustín y el amor, de Hannah Arendt

    Un descenso al corazón del pensamiento afectivo occidental

    Este no es un libro menor ni una pieza marginal. Es la tesis doctoral de Hannah Arendt, escrita en 1929 bajo la dirección de Karl Jaspers, y contiene —quizá sin proponérselo— la semilla secreta de toda su filosofía posterior. Aquí, una joven pensadora judía de apenas veintitrés años se sumerge en el mundo de amor, caritas, dilectio, cupiditas, los vocablos que San Agustín convirtió en arquitectura del alma. Arendt no entra como teóloga ni como creyente: entra como pensadora del mundo. Y lo que encuentra no es dogma, sino una filosofía del amor que marca el nacimiento de lo que Occidente entenderá como interioridad, voluntad y deseo de eternidad.

    El gran mérito del libro —y también su crítica principal— es que Arendt evita tanto la devoción como la erudición seca. Va directo al centro: a la estructura del corazón humano tal como la entendió Agustín, en tensión constante entre el amor al mundo y el amor a Dios. Es en esa fisura donde Arendt detecta el primer gesto de retirada que culminará, según ella, en la alienación moderna del ámbito político. Para Arendt, el amor agustiniano —aunque legítimo como experiencia espiritual— sembró la semilla del apartamiento del mundo, de la renuncia a la acción y al “estar-con-los-otros”, aquello que, paradójicamente, ella misma reivindicará luego como lo esencialmente humano: el espacio público, la aparición, el actuar.

    El libro, traducido con rigor del alemán y reeditado por Trotta, es breve pero denso. Algunos capítulos son verdaderos mapas filosóficos de la interioridad. Otros rozan la mística. La huella de Heidegger es palpable en la manera en que Arendt aborda el tiempo, la muerte y el anhelo de lo eterno. Pero lo más sorprendente es cómo una pensadora no cristiana logra adentrarse con tanta hondura en la lógica afectiva de un Padre de la Iglesia sin reducirlo ni idealizarlo.

    No es un libro para leer a la ligera. Pero sí lo es para comprender hasta qué punto las categorías cristianas del alma han formado la idea moderna del yo, del deseo, del tiempo y del mundo. También es, aunque pocos lo digan, un libro trágico: porque revela cómo incluso el amor más puro puede desembocar en una distancia radical entre el ser humano y su entorno.

    Altamente recomendado para quienes buscan pensar el amor no como consuelo, sino como problema filosófico. Y para quienes intuyen que toda filosofía política nace, en última instancia, de una concepción del corazón humano.

    El grito y los perros: duelo literario bajo la sombra del piolet

    El piolet exhibido en el Museo Internacional del Espionaje de Washington, usado por Ramón Mercader para asesinar a León Trotsky en 1940. La tarde del 20 de agosto de 1940, un chillido de agonía rasgó la quietud de la casa fortificada de León Trotsky en Coyoacán, México. El revolucionario ruso, herido de muerte por el golpe de un piolet en el cráneo, lanzaba su último grito. Aquel alarido de dolor y sorpresa –“más que grito, fue un alarido”, puntualizaría después un cronista– quedó grabado en la memoria del asesino, el joven comunista español Ramón Mercader, quien años más tarde confesó estar obsesionado: “Siempre lo oigo, oigo su chillido. Sé que me está esperando en el más allá”. Décadas después, ese grito final sigue resonando en la literatura. Dos libros, publicados con pocos años de diferencia, retoman la escena desde perspectivas distintas: El grito de Trotsky de José Ramón Garmabella y El hombre que amaba a los perrosde Leonardo Padura. Ambas obras se enfrentan como duelistas al atardecer, midiendo sus armas narrativas en torno al mismo crimen histórico. A un lado del ring literario, la crónica documentada y polémica de Garmabella; al otro, la novela polifónica y crítica de Padura. ¿Qué tan similares son sus golpes temáticos y estilísticos? ¿Quién acusa influencia de quién? ¿Hay juego limpio o algún golpe bajo (¿plagio, quizá?) en esta pelea? Veámoslo en detalle, con la agilidad de una buena crónica y el filo de la crítica por montera.

    El chillido de Trotsky: la historia según Garmabella

    La primera contrincante en este duelo es la obra que el usuario menciona como El chillido de Trotsky, cuyo título real es El grito de Trotsky: Ramón Mercader, el asesino de un mito. Se trata de una biografía novelada escrita por el periodista mexicano José Ramón Garmabella, publicada por la editorial Debate (Random House Mondadori) en 2007. Garmabella emprendió una investigación minuciosa sobre la vida de Ramón Mercader –el hombre que asesinó a Trotsky con un piolet– y el contexto de ese crimen que sacudió al mundo. El resultado fue un libro que explora los entresijos de la conspiración estalinista y la psicología de Mercader, presentándolo como “producto fiel de una época” de lealtad ciega a Stalin. De hecho, El grito de Trotsky ha sido considerado “la biografía más completa” del comunista catalán que mató al líder ruso exiliado, fruto de una documentación intensa y sin cortapisas.

    Contenido principal: La obra narra la historia de Mercader desde su juventud como combatiente republicano en la Guerra Civil Española, pasando por su reclutamiento y entrenamiento por la NKVD soviética, hasta la consumación del asesinato en México y sus secuelas. Garmabella no se limita a los hechos policiales; bucea también en las motivaciones ideológicas. El título del libro alude al grito de Trotsky al ser atacado –un detalle histórico que da sentido al relato–. Según explicaba el propio autor, Trotsky “gritó cuando Mercader le clavó el piolet en la cabeza”, más un aullido de dolor y sorpresa que un simple grito. Ese sonido, metáfora del choque entre dos visiones de la revolución, persigue al propio Mercader durante toda su vida. Garmabella describe cómo, tras cumplir veinte años de prisión en México, Mercader sale trastornado, acosado por el recuerdo de ese grito en sus noches de insomnio. La culpa y la sombra de Trotsky lo acompañan hasta su muerte, cerrando el círculo trágico iniciado en Coyoacán.

    Autor y tesis: Garmabella imprime a su crónica un tono deliberadamente polémico. Su tesis central –y aquí asoma el filo ideológico de la obra– es que Stalin y Trotsky, al final, eran la misma cosa: dos dictadores enfrentados por el poder. Plantea, en esencia, que si la historia hubiera colocado a Trotsky en el lugar de Stalin, el resultado habría sido similar, con Trotsky reprimiendo a sus rivales y Stalin quizá exiliado como víctimat. Esta perspectiva revisionista se refuerza con afirmaciones directas del autor en el texto: “el totalitarismo estalinista no era, al fin y al cabo, sino similar al que Lenin y el propio Trotsky habían impuesto casi inmediatamente después de 1917”, llegando a llamar a Stalin “el heredero natural” de Lenin y Trotskyi. En esa línea argumental, Trotsky queda desmitificado como otro potencial tirano y, por tanto, su asesinato aparece casi inevitabledentro de la lógica brutal de la lucha por el poder en la URSS.

    Esta equiparación controvertida sirve, en la narrativa de Garmabella, para justificar en parte el crimen de Mercader. Si Trotsky era “otro Stalin” en potencia, su eliminación se presenta como un oscuro juego de espejos del destino histórico. Ya en la primera página, Garmabella califica a Mercader –el asesino– como “un idealista y luchador irreconciliable contra el nazi-fascismo en España”, casi redimiendo sus intenciones. Mercader aparece menos como un sicario a sueldo y más como un idealista trágico, convencido de cumplir una misión noble (salvar al comunismo del “traidor” Trotsky). El libro enfatiza que “todo era fidelidad ciega, absoluta, a la URSS” en la formación de Mercader; es decir, Ramón fue un producto de su época y circunstancia, un instrumento al servicio de un ideal totalitario. Esta mirada empática hacia el victimario se combina con una descripción algo fría de la víctima: Trotsky deviene un personaje distante, cuyo pasado como líder militar implacable se recuerda para matizar cualquier compasión. No en vano Garmabella subtitula su obra “el asesino de un mito”, dando a entender que Trotsky –convertido en mito heroico por algunos– es aquí desmitificado a la par que asesinado.

    Recepción y críticas: La postura de Garmabella no pasó inadvertida. Sectores de la izquierda trotskista reaccionaron con dureza, llegando a calificar El grito de Trotsky como “un libro mezquino”por, según ellos, distorsionar hechos históricos bien documentados. Le reprochan al autor omitir datos claves (por ejemplo, que Trotsky rehusó usar el Ejército Rojo para dar un golpe contra Stalin porque buscaba rescatar la democracia soviética, no instaurar su dictadura) y “meter en el mismo saco a Stalin y Trotsky” para trivializar el asesinato. En palabras de un crítico, Garmabella oculta deliberadamente las diferencias entre el “Estado autoritario de Stalin”y la propuesta de “democracia soviética” de Trotsky con el fin de que “¿qué más da que mataran a Trotsky si total era otro Stalin?”. Este sesgo ha sido visto como una velada justificación del crimen de Mercader. Asimismo, se señala que Garmabella atenúa la maldad de personajes siniestros del entorno estalinista: llama “hombre desagradable” al fiscal Vyshinski y solo “controvertido” al brutal jefe policial Beria, mientras carga las tintas contra víctimas engañadas como Sylvia Ageloff. Estos enfoques han suscitado debate sobre la objetividad de la obra.

    Con todo, El grito de Trotsky cumple un papel importante en recolectar y narrar los hechos en torno al asesinato. Es un relato documentado que descubre secretos de Ramón Mercader, desde sus años en la Guerra Civil hasta sus intentos tardíos por volver del exilio. Por ejemplo, Garmabella revela episodios como la petición que Mercader hizo en 1977 para pasar sus últimos años en su Cataluña natal, y cómo Santiago Carrillo le exigió a cambio escribir sus memorias revelando quién le dio la orden de matar a Trotsky (algo que Mercader jamás estuvo dispuesto a confesar). Detalles como ese muestran la profundidad investigativa del libro. En definitiva, Garmabella ofrece la versión de la historia real con tono de crónica periodística y ensayística: exhaustiva, provocadora y teñida de una amarga ironía histórica. Su “grito” resuena con fuerza documental, aunque para algunos con un eco ideológico discutible.

    El hombre que amaba a los perros: la novela de Padura y los sueños rotos

    En la esquina opuesta del cuadrilátero literario tenemos a Leonardo Padura, escritor y periodista cubano, con su aclamada novela El hombre que amaba a los perros. Publicada por Tusquets Editores en 2009 (y en Cuba en 2011) esta obra de ficción histórica aborda el mismo acontecimiento —el asesinato de Trotsky a manos de Mercader— pero desde una estructura narrativa triple y una sensibilidad muy distinta. Padura, conocido por sus novelas policiales del detective Mario Conde, aquí se adentra “en terrenos de la gran historia” con una ambición notable. La novela fue finalista al premio Libro del Año en España y ha sido considerada un clásico moderno en virtud de su mezcla de investigación histórica rigurosa y creatividad literaria de primer ordenmarxist.com.

    Contenido principal: El hombre que amaba a los perros teje tres hilos narrativos entrelazados, a modo de tríptico temporal y humano. En palabras del propio Padura, son como “tres novelas en una”, cuyo gran desafío fue lograr que armonizaran entre sí. Estos hilos son:

    • La historia de León Trotsky (llamado por su nombre real, Lev Davídovich Bronstein): se sigue su odisea desde el exilio en Alma Atá (Kazajistán, 1929) hasta su periplo por Turquía, Francia, Noruega y finalmente México, donde encontrará la muerte en 1940. Padura nos muestra a Trotsky en su vejez, acorralado pero aún escribiendo, víctima perseguida por la obsesión asesina de Stalin.
    • La historia de Ramón Mercader (alias Jacques Mornard, alias Frank Jacson): relata la transformación del joven catalán combatiente en la Guerra Civil Española en un agente secreto al servicio de Stalin. Vemos cómo su fanatismo es moldeado por su madre Caridad (ella misma comunista ferviente) y por oficiales soviéticos, cómo asume identidades falsas y va perdiendo pie en la propia realidad. Esta línea cubre desde 1936, cuando Mercader es reclutado en París, hasta el momento en que ejecuta el atentado en México y las décadas posteriores (su encarcelamiento y vida tras salir de prisión). Es el segmento más extenso y detallado de la novela –aproximadamente 269 páginas, casi la mitad del librocubaencuentro.com–, reflejando la obsesión de Padura por comprender al asesino.
    • La historia de Iván Cárdenas Maturell: es la línea ficticiaambientada en Cuba entre 1977 y 2004 Iván es un escritor cubano frustrado –prometedor en su juventud pero silenciado por la censura al escribir un cuento “contrarrevolucionario”– que malvive trabajando en una clínica veterinaria. En 1977, en una playa de La Habana, Iván conoce a un misterioso hombre español que pasea dos imponentes perros borzoi (galgos rusos). Este hombre, que afirma llamarse Jaime López, entabla con Iván una amistad extraña y comienza a narrarle una historia enigmática sobre “el hombre que amaba a los perros”. Con el tiempo, Iván deduce que su interlocutor no es otro que Ramón Mercader, exiliado y protegido en Cuba en sus últimos años de vida. El anciano cargado de culpas le revela su verdad sobre el asesinato de Trotsky. Iván guarda el secreto durante décadas, hasta que tras la muerte de su esposa (2004) decide finalmente escribir todo lo que supo. Esta trama funciona como puente entre el pasado y el presente: a través de Iván, Padura conecta la desilusión cubana con las tragedias del estalinismo. Iván representa al intelectual desencantado que carga también con sus propios fantasmas, en un paralelismo con Mercader.

    La estructura resultante es compleja pero eficaz. Padura alterna capítulos dedicados a cada línea temporal, a veces solapando momentos históricos y personales para crear rimas y contrastes. Por ejemplo, mientras Trotsky adopta un perro en su exilio mexicano (un pastor con quien posa en fotos familiares), vemos a Mercader ganándose la confianza de ese mismo entorno, e Iván cuidando a los perros del misterioso español en Cuba. No en vano, El hombre que amaba a los perros presenta no a uno sino a dos amantes de los perros: tanto Trotsky como Mercader comparten ese rasgo humano de afecto canino. Es un detalle simbólico que Padura explota para humanizar a ambos personajes históricos y subrayar sus insospechadas conexiones. La narración salta de la primera persona (Iván cuenta su propia historia en algunos capítulos) a la tercera persona histórica omnisciente para Trotsky y Mercader –aunque finalmente descubrimos que esa voz narrativa es también la de Iván, quien escribe reconstruyendo ambas vidas desde documentos y confidencias–. Con este recurso de multiperspectivismo radical, Padura logra que el lector se ponga en la piel del asesino sin por ello justificar sus actos, entendiéndolo pero no absolviéndolo.

    Estilo y enfoque: A diferencia del tono más documental de Garmabella, Padura despliega una prosa ágil, envolvente y profundamente emotiva. Varias críticas han alabado su “nervio y garra narrativa” para arrastrar al lector incluso sabiendo este cómo termina la historia. La novela, de hecho, se lee con el suspenso de un thriller y la densidad reflexiva de una novela histórica de alto calibre. Padura combina hechos verídicos con licencia novelística de forma magistral: como han señalado, “es fiel a los hechos históricos y a la vez un viaje que nos hace reflexionar sobre la realidad poniéndonos en el pellejo de sus personajes. No hay aquí intención de sorprender con giros artificiales (todos sabemos que Trotsky será asesinado y quién lo hará), sino de explorar el porqué y el cómo con una mirada nueva. Padura se documentó extensamente –la novela está muy bien documentada, incorporando datos reales de archivos, memorias y estudios– pero a la vez se permite imaginar los diálogos, los pensamientos íntimos y las emociones que no quedaron registradas. Es un equilibrio delicado entre verdad y ficción.

    Temáticamente, El hombre que amaba a los perros es una meditación sobre la utopía traicionada y la memoria histórica. Padura aprovecha la historia de Trotsky y Mercader para trazar un fresco del sueño revolucionario y su degeneración. Como bien resume un crítico, la novela es “en gran medida, una reflexión sobre los sueños rotos de la historia, sobre el devenir siniestro de las utopías”. En sus páginas vemos desfilar la esperanza revolucionaria y su naufragio: el idealismo juvenil de Mercader convertido en fanatismo ciego; la utopía bolchevique traicionada por el terror estalinista; la fe de muchos comunistas latinoamericanos (como Iván en Cuba) sofocada por la censura y la mentira. Stalin, aunque no aparece en persona salvo en menciones, se erige como la oscura figura de fondo: “retratatado como un genocida, un sádico dispuesto a todo por conservar el poder absoluto”. Padura no escatima en mostrar la crueldad y el cinismo con que Stalin manejó su poder, incluyendo hechos que durante décadas fueron tabú en Cuba: el pacto Hitler-Stalin, las purgas, la invasión soviética a Polonia, la intervención en la Guerra Civil Española, etc., todos “asuntos que Padura ventila con acierto” en la novela. De hecho, en la Cuba real, la figura de Trotsky fue silenciada por décadas (considerado un traidor, simplemente borrado de la historia oficial). Que Padura, viviendo en La Habana, publicara en 2009 una novela centrada en Trotsky resultó sorprendente; quizás señal de una leve relajación de la censura, aunque Padura inteligentemente evita mencionar a Fidel Castro en el texto para no cruzar ciertas líneas rojas. La crítica al estalinismo es evidente, y la crítica a la deriva autoritaria en Cuba está sugerida en la tragedia personal de Iván, “un personaje aplastado” por el sistema, un escritor que fue primero aplaudido cuando se amoldaba al canon y luego castigado cuando mostró espíritu crítico. Padura extiende un puente entre Moscú y La Habana: las mismas dinámicas opresivas que destruyeron la revolución rusa terminan por sepultar las esperanzas de la generación de Iván en Cuba.

    No obstante, Padura no demoniza unilateralmente a todos menos a Trotsky. Si bien Trotsky es presentado con gran empatía, como una víctima permanente, un perseguido que entiende que Stalin no parará hasta verlo muerto, el novelista no oculta sus aristas: “en más de un momento, se le recordará al lector que Trotski también fue un despiadado asesino durante la Revolución de Octubre” (como comandante del Ejército Rojo, tuvo mano dura en la guerra civil). Esta puntualización evita caer en hagiografía; Padura quiere que veamos a Trotsky en su verdad humana, con grandezas e igualmente contradicciones. De igual modo, Mercader no es pintado como un monstruo unidimensional, sino como “un hombre cuyo entrenamiento para matar en nombre de una convicción terminó por perturbar su mente”. A medida que Mercader se acerca a su objetivo, “no sabe con exactitud quién es, cuál es su misión y por qué”, se confunde con sus personajes falsos y lo asaltan dudas. Padura imagina los dilemas internos de Mercader: hay escenas en la novela donde Ramón siente pánico, vacilación y hasta repulsión por el asesinato que debe cometer. En última instancia, tras cumplir la orden, Mercader carga con un profundo vacío y desencanto: dedicó su vida a una causa que, con los años, reconoce como una mentira cruel. Esa es la pesada carga que el anciano “Jaime López” confiesa a Iván en la playa: la vida de Mercader después del 20 de agosto de 1940 fue un erial de soledad, culpa y silencio. “¿Lo comprendió antes de morir?” –se pregunta retóricamente Padura sobre si Mercader llegó a entender el enorme precio de su acción–. La novela sugiere que sí, que Mercader murió lleno de remordimientos (en paralelo, recordemos, a la frase real atribuida a Mercader en su lecho de muerte: “Siempre oigo el chillido [de Trotsky]…”). Así, Padura consigue lo que él mismo considera el mayor logro de la novela: que el lector termine sintiendo compasión por los tres protagonistas –Trotsky, Mercader e Iván–, cada uno víctima a su manera de fuerzas históricas despiadadas.

    Recepción y relevancia: El hombre que amaba a los perros fue recibida con entusiasmo en muchos círculos literarios e intelectuales. Se valoró su valentía al abordar un tema histórico sensible (especialmente siendo Padura un autor que “sigue viviendo allá” en Cubay, sobre todo, su calidad narrativa. Alan Woods, un crítico británico, llegó a calificarla de “excepcional novela” y “acontecimiento literario y político importante”, llamándola sin reparo “un clásico moderno”por su combinación de rigor histórico y arte novelísticomarxist.commarxist.com. Otros han elogiado que Padura mantenga el pulso a lo largo de más de 600 páginas con pocas flaquezas, creando una obra “extensa y en buena medida intensa”. No obstante, también hubo quien criticó ciertos desequilibrios: por ejemplo, en CubaEncuentro se opinó que la trama de Iván era la más floja o “prescindible” en comparación con las poderosas tramas históricas –aunque este juicio es debatible, pues la línea cubana aporta la resonancia contemporánea que Padura buscaba. En cualquier caso, la novela dejó huella como un esfuerzo singular de recuperar la memoria de Trotsky y enfrentar a los lectores hispanohablantes con esa página soterrada de la historia del siglo XX, al tiempo que invitaba a reflexionar sobre sus propias realidades políticas. En Cuba, representó un atisbo de oxígeno histórico en medio del olvido impuesto: Trotsky volvió a la conversación literaria gracias a Padura, aunque fuera de manera novelada.

    Puntos de contacto: ecos de un mismo alarido

    Pese a sus diferencias de género y enfoque, El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perros coinciden en numerosos aspectos temáticos y narrativos, como dos caminos que recorren el mismo terreno histórico. Las similitudes entre ambas obras se pueden resumir en varios ejes:

    • El hecho histórico central: Ambas giran en torno al asesinato de Trotsky en 1940 y la figura de Ramón Mercader. Este es el núcleo común indiscutible. Tanto Garmabella como Padura relatan el complot organizado por Stalin para eliminar a su archienemigo y cómo Mercader, tras ganarse la confianza del círculo de Trotsky, ejecutó el plan clavándole un piolet en la cabeza. Los dos libros reconstruyen ese momento culminante con notable detalle, convirtiéndolo en la escena cumbre de sus narraciones. En consecuencia, comparten episodios históricos clave: el ataque fallido previo de Siqueiros en mayo de 1940, la infiltración de Mercader a través de su relación con Sylvia Ageloff, la tarde del 20 de agosto en el estudio de Trotsky, la detención de Mercader inmediatamente después por los guardias, etc. El relato pormenorizado del asesinato de Trotsky ha sido llevado a la literatura una y otra vez; en la última década, precisamente en estas dos obras capitaleseditorialaquitania.com.
    • La pregunta de fondo: Más allá de narrar los hechos, ambas obras plantean esencialmente la misma cuestión moral¿qué lleva a un hombre a matar a otro por una idea? ¿Son tan poderosas las convicciones ideológicas como para conducir al homicidio político?editorialaquitania.com. Este interrogante subyace tanto en Garmabella como en Padura. Los dos autores se adentran en la mente de Mercader buscando esa respuesta. Por ejemplo, Garmabella, como vimos, enfatiza la formación ideológica de Ramón, su fidelidad absoluta a Stalin y la percepción de Trotsky como un traidor aliado del fascismoeditorialaquitania.comizquierdarevolucionaria.net. Padura, por su parte, muestra a Mercader fanatizado pero también atormentado por dudas, dejando entrever que incluso el más adoctrinado puede vacilar ante la orden de matareditorialaquitania.com. En ambas obras Mercader es retratado no como un psicópata común, sino como un creyente extremo, casi un “soldado político” cuyo acto –por más horrendo que sea– nace de una lógica ideológica, no de motivos personales mezquinos. Este punto en común es fundamental: Garmabella y Padura coinciden en que para entender el crimen hay que entender la fe casi religiosa que lo motivó.
    • El peso de la ideología y la desilusión: De la mano del punto anterior, los dos libros exploran las consecuencias de esa entrega ideológica. Tanto en El grito… como en El hombre…, el personaje de Mercader experimenta, después del asesinato, una profunda desilusión. Tras cumplir su misión, la vida de Mercader se revela vacía, carente de propósito propio. Los dos autores narran cómo Mercader sale de prisión en 1960 siendo ya un hombre roto, solo para enfrentarse a un mundo que le es ajeno. En México, Mercader guarda silencio sobre su identidad durante 20 años; en la URSS y luego en Cuba vive en el anonimato, condecorado pero utilizado, sin poder siquiera contar su historia. Los fantasmas lo atormentan. Ambas obras sugieren que Mercader fue tan víctima como verdugo, una vida sacrificada en nombre de Stalin. La imagen de Mercader obsesionado por el recuerdo del grito de Trotsky es potente en los dos relatos: Garmabella lo menciona explícitamenteeditorialaquitania.com y Padura lo ficcionaliza en las confesiones finales a Iván. Así, comparten la idea de que el asesinato persigue a Mercader hasta su tumba –una especie de “castigo psicológico” autoimpuesto.
    • Perspectiva multifacética: Aunque difieren en estructura (una es biografía/documento, otra novela con varios narradores), ambas obras adoptan un enfoque multiperspectivo en cierto sentido. Garmabella, si bien se centra en Mercader, dedica buena parte de su libro a contextualizar la vida de Trotsky, a trazar paralelos entre éste y Stalin, y a describir el entorno histórico (Guerra Civil Española, la conspiración internacional, etc.). Es decir, no es una narración unilateral: abarca varios personajes históricos, desde Caridad Mercader hasta figuras como el pintor Siqueiros o el presidente Cárdenas. Padura lleva la multiperspectiva aún más lejos alternando capítulos enteros con distintos protagonistas (Trotsky, Mercader, Iván). Pero en el fondo, ambos textos entrelazan las vidas de Trotsky y Mercader. Las escenas cruciales (por ejemplo, la preparación del atentado y el momento del piolet) están narradas desde ambos ángulos en uno y otro libro. El lector obtiene una visión completa del juego gato-y-ratón entre víctima y victimario en las dos obras, como piezas que encajan: lo que en una se cuenta desde el lado de Mercader, en la otra se complementa con la voz de Trotsky, y viceversa.
    • Rigor histórico compartido: Sorprendentemente para un lector casual, la novela de Padura y la crónica de Garmabella coinciden en muchísimos datos y detalles, lo que habla de un tronco común de hechos históricos bien establecidos. Ambas obras mencionan, por ejemplo, cómo Mercader se ganó la confianza de Trotsky presentándose bajo identidad falsa (el belga Jacques Mornard), cómo su madre Caridad participó en la trama en México, cómo Trotsky sobrevivió milagrosamente a un atentado previo (el asalto armado de mayo de 1940), y cómo Mercader llevaba también una pistola que no llegó a usar, optando por el piolet quizá para evitar el ruido de un disparo. Estos detalles históricos aparecen en ambos libros, ya que los dos autores investigaron fuentes similares. Por ejemplo, es seguro que Padura consultó obras como la de Garmabella (y muchas otras) durante sus cinco años de documentación. La fidelidad a la realidad es un valor que comparten: incluso cuando Padura inventa al personaje Iván o recrea diálogos, el marco histórico permanece veraz y reconocible, muy alineado con lo que narran textos como el de Garmabella. En términos boxísticos, podríamos decir que ambos contendientes pelean en el mismo peso histórico, ninguno se sale de la cancha de la realidad conocida.
    • Humanización de los personajes: Tanto El grito… como El hombre… rehúyen presentar a los protagonistas como figuras planas o meros símbolos. Por el contrario, los dos libros humanizan a los actores del drama. Garmabella, pese a su sesgo, nos muestra a un Mercader tangible, con su mezcla de convicciones y tribulaciones; incluso incluye detalles anecdóticos de su carácter idealista y valiente contra el fascismo. Trotsky, aunque tratado con menos simpatía en su libro, aparece también en facetas domésticas (como abuelo, como escritor incansable en su estudio). Padura claramente busca la empatía del lector: pinta a Trotsky en su jardín cuidando conejos y paseando a sus perros, o leyendo a sus nietos, lo que lo hace entrañable; Mercader, aunque es el “villano”, recibe un tratamiento complejo que despierta comprensión, y el personaje ficticio de Iván actúa de puente emocional con el lector contemporáneo. En suma, ambas obras convierten la fría historia en carnes y huesos: personajes históricos que en muchos textos serían acartonados aquí cobran vida novelesca. Esto acerca al lector al drama subyacente: no se trata solo de Stalin vs Trotsky en abstracto, sino de seres humanos con luces y sombras atrapados en la vorágine.

    En síntesis, Garmabella y Padura terminan coincidiendo en el retrato trágico de un mismo evento: uno y otro muestran que el asesinato de Trotsky fue más que un simple magnicidio político; fue el choque de ideales revolucionarios opuestos, el triunfo pírrico de la traición sobre la utopía, y dejó una estela de vidas arruinadas (la de Trotsky, la de Mercader, la de muchos creyentes). Como escribió Gabriela Guerra Rey al comparar ambas obras, en conjunto acarrean una pregunta: ¿Son tan ciegas las convicciones ideológicas como para conducir al homicidio?. Garmabella responde mostrando a un fanático fabricado por la historia; Padura responde mostrando a ese fanático dándose cuenta demasiado tarde de que había entregado su alma a un engaño monstruoso. Las dos perspectivas, al final, se tocan en un punto: la tragedia de la fe traicionada.

    Contrastes: dos estilos frente a frente

    Así como comparten mucho, estas dos obras difieren profundamente en otros aspectos. Sus divergencias temáticas, estilísticas, estructurales y narrativas son notables, casi antagónicas, y marcan el duelo estilístico entre Garmabella y Padura. Veamos los contrastes más destacados, esos golpes donde uno y otro se separan:

    • Género y enfoque narrativo: La diferencia más obvia es que El grito de Trotsky es esencialmente una obra de no-ficción(biografía histórica con tintes de ensayo político), mientras que El hombre que amaba a los perros es ficción novelística. Esto condiciona todo. Garmabella escribe como cronista, apoyándose en documentos, fechas, testimonios; incluso cuando especula, lo hace con tono analítico. Padura escribe como novelista, estructurando la historia con recursos literarios: flashbacks, cliffhangers al final de capítulos, diálogos recreados y saltos de punto de vista. En Garmabella, el narrador es una voz autoral unificada (él mismo como historiador implícito); en Padura, la narración es polifónica y juega con la identidad del narrador (Iván es a la vez personaje y, en última instancia, narrador de las partes históricas). Este contraste se refleja también en la libertad creativa: Padura inventa al menos un tercio de su trama (la parte cubana), mientras Garmabella se ciñe a los hechos reales conocidos. Dicho de otro modo, Garmabella nos cuenta “lo que pasó”, Padura nos invita a imaginar “cómo se sintió lo que pasó”.
    • Tono ideológico vs tono humanista: Probablemente el mayor choque entre ambas obras está en su visión ideológica de fondo. Garmabella adopta un tono cínico y desencantado hacia la política revolucionaria: para él, no hay héroes, Trotsky es tan déspota en potencia como Stalin, la Revolución de Octubre fue en última instancia una tragedia que derivó en totalitarismo sin remedio. Este punto de vista equiparador termina por minimizar la figura de Trotsky y, de facto, absuelve un poco a Mercader (¡si mató a otro tirano en ciernes, qué importa tanto!, parece sugerirse). Padura, en cambio, tiene un enfoque más ético y compasivo. Si bien reconoce los pecados de Trotsky, deja claro que no era lo mismo Stalin que Trotsky: Stalin aparece en la novela como un ser abyecto, un genocida sádicoz, mientras que Trotsky, con sus defectos, conserva una estatura moral mucho más alta. Padura no equipara a víctima y verdugo; al contrario, enfatiza la injusticia colosal de asesinar a alguien por sus ideas. Su novela es en buena medida una denuncia del estalinismo y una reivindicación (aunque crítica) de la figura de Trotsky como portador de una esperanza revolucionaria traicionada. Este contraste ideológico es fundamental: Garmabella lanza un gancho de realpolitik amarga (“todos son tiranos, así es la historia”), Padura responde con un gancho de humanidad y memoria (“no todos eran iguales, hubo ideales nobles aplastados por la tiranía”).
    • Representación de Trotsky: Relacionado con lo anterior, las obras difieren en cómo pintan a Trotsky. En El grito de Trotsky, León Trotsky aparece filtrado por la tesis del autor: se le menciona a menudo para compararlo con Stalin, sugiriendo que de haber gobernado él, habría sido igual de represivo. Se subrayan aspectos negativos o duros de Trotsky (su papel militar, sus roces con Lenin, etc.) y se le niega mayor aura heroica. De hecho, al calificarlo de “mito” y definir a Mercader como su “asesino”, Garmabella parece deleitarse en derribar la figura histórica de Trotsky. En El hombre que amaba a los perros, sin embargo, Trotsky es un personaje pleno: se nos muestran sus miedos, su dignidad en el exilio, su amor por la lectura y los animales, su dolor por ver a sus antiguos camaradas asesinados en Moscú. Padura claramente siente simpatía por el anciano revolucionario exiliado. Esto no significa que lo canonice –como dijimos, reconoce su pasado violento–, pero la balanza emotivade la novela está del lado de Trotsky como víctima inocente del sicario de Stalin. La diferencia es notoria: donde Garmabella ve a otroaspirante a dictador, Padura ve a un hombre envejecido y trágico, cargado con la derrota de sus sueños. Un ejemplo concreto: Garmabella afirma que Trotsky hubiera instaurado algo apenas distinto al estalinismo. Padura, en cambio, incluye reflexiones donde Trotsky se lamenta de la perversión de la revolución y mantiene la esperanza (vana) de un futuro socialismo más democrático, mostrando que creía en otra vía. Así, Trotsky en Padura mantiene cierto halo de idealismo hasta el final, una dimensión ausente en Garmabella.
    • Portrayal de Mercader: Ambas obras giran en torno a Mercader, sí, pero no es el mismo Mercader el que emerge de una y otra. Garmabella nos da un Mercader fanático pero noble a su retorcida manera: un joven valiente, “idealista”, moldeado por el Partido Comunista y por su madre, que mantiene hasta el final silencio y lealtad a “los suyos” (nunca delata a quien le dio la orden). Se diría que Garmabella incluso siente cierta fascinación por Mercader como “el hombre que mató a un mito”. En su narrativa, Mercader es casi un héroe trágico estalinista –no un villano–, alguien que cree hacer lo correcto aunque la historia quizá no lo absuelva. Padura, en contraste, construye un Mercader mucho más atormentado y víctima de sí mismo. En su novela, Mercader es en un inicio un idealista, sí, pero a medida que progresa se convierte en un hombre fracturado: duda de su identidad, sufre bajo la manipulación emocional de su madre Caridad y su amante/entrenadora Kotov (un personaje NKVD ficcional compuesto), desarrolla dependencia hacia sus controladores soviéticos. Cuando finalmente asesina a Trotsky, Padura presenta la escena desde dentro de Mercader, y es agónica: Ramón siente “un golpe seco en el alma” al clavar el piolet, queda perplejo ante la mirada agonizante de Trotsky, es reducido y golpeado, y luego en la cárcel vive una catarsis de confusión. Este Mercader llora, delira, escribe cartas que nunca envía. Ya anciano, en Cuba, admite que “nunca más pudo dormir sin pastillas” y que toda su vida se arruinó en ese despacho de Coyoacán. En suma, Padura ofrece un retrato más crítico y patético de Mercader: no hay glorificación de su idealismo, sino un sentido de lástima por un hombre que hipotecó su humanidad al servicio de un tirano. Donde Garmabella ve a un soldado leal digno de cierta comprensión, Padura ve a un peón trágicamente engañado al que la historia usó y desechó.
    • Estructura y amplitud temática: Garmabella se concentra en un período histórico bastante definido (los años 1930-40 y algo de las décadas siguientes respecto a Mercader). Padura abarca un lienzo temporal más amplio (desde fines de los 20 hasta los 2000) y añade la capa contemporánea cubana. Esta estructura expansiva le permite a Padura tocar temas que Garmabella no toca en absoluto. Por ejemplo, la realidad cubana de los 70-80 con sus purgas intelectuales (el caso del “quinquenio gris” en la cultura cubana, reflejado en la frustración de Iván) no aparece en El grito de Trotsky. Garmabella tampoco se ocupa de las consecuencias morales del estalinismo a largo plazo; él cierra su relato básicamente con Mercader saliendo de prisión y viviendo bajo identidad falsa en la órbita soviética. Padura, en cambio, sigue el hilo hasta el final: nos muestra a Mercader ya mayor, enfermo de cáncer en La Habana de los 70, reflexionando sobre toda su vida. También introduce discusiones sobre la memoria histórica, la censura, el desencanto post-soviético tras la caída del Muro (Iván escribe finalmente su manuscrito en los 90, cuando colapsa la URSS). Todo ese contexto más amplio brilla por su ausencia en Garmabella, cuyo foco es más estrecho y ceñido al hecho histórico puntual. Así que, en términos de alcance, Padura ofrece un panorama más amplio y complejo, entrelazando la historia global con la personal, mientras Garmabella entrega un zoom intenso en la historia inmediata de los protagonistas sin proyectarla tanto hacia el futuro.
    • Estilo literario: Hemingway describiría este apartado como el jab y el uppercut de cada púgil. Garmabella escribe con estilo periodístico-intelectual: hay pasajes de su libro que podrían ser un artículo de análisis político, con citas de documentos, reflexiones del autor y poca “escena” dramatizada. Su lenguaje es sobrio, un tanto irónico, con frases largas y argumentativas. Padura escribe con estilo novelístico envolvente: construye escenas vívidas (el calor de México, la nieve de Moscú, la humedad de La Habana), desarrolla diálogos extensos, perfila atmósferas psicológicas. Donde Garmabella cuenta, Padura muchas veces muestra. Un ejemplo: para decirnos que Stalin era cruel, Garmabella lo afirma didácticamente; Padura en cambio narra el terror de un personaje sabiendo que Stalin firmó la ejecución de sus amigos, o describe la carta desesperada de Trotsky tras saber del asesinato de su hijo en París por agentes de Stalin. Uno apela más a la razón del lector, el otro a la emoción. Incluso en ritmo hay contrastes: la biografía de Garmabella puede sentirse densa en algunos tramos, repleta de información histórica; la novela de Padura, pese a su extensión, mantiene un pulso narrativo que engancha como relato. Un crítico notó que Padura logra que “no decaiga el interés” del lector, situándolo siempre en el tiempo y lugar adecuadosc. En cambio, El grito de Trotsky exige quizá un lector más paciente, dispuesto a absorber contexto histórico y tesis políticas entremezcladas.
    • Dogmas contra dudas: Una forma curiosa de sintetizar la diferencia es esta: Garmabella escribe desde la certeza(él plantea una tesis firme: “Trotsky habría sido igual que Stalin”), Padura escribe desde la duda (su novela plantea preguntas: “¿En qué se convirtió la revolución? ¿Valió la pena? ¿Quién fue realmente Mercader?” sin dar respuestas cerradas). La novela de Padura es deliberadamente ambigua en aspectos morales, deja espacios para que el lector juzgue. La obra de Garmabella es más asertiva, busca convencer al lector de un punto de vista. Esto refleja también la distinta intención: Garmabella parece querer revisar la historia y polemizar; Padura quiere revisitar la historia y empatizar.

    En conclusión, las dos obras, como duelistas, tienen estilos de pelea opuestos: Garmabella lanza puñetazos secos de realidad y opinión, Padura esgrime combinaciones elaboradas de ficción y sentimiento. Si Garmabella es directo como un gancho al mentón (¡Trotsky = Stalin, toma golpe!), Padura es más bien el estilista que desgasta round a round mostrando los matices, hasta rematar con un golpe emocional inesperado. Este contraste en técnica narrativa hace que la experiencia de leer cada libro sea muy distinta, pese a tratar sobre lo mismo. Donde uno ofrece la crónica crítica, la otra ofrece la crónica literaria. Un lector se puede informar con Garmabella, pero vibrará con Padura; con Garmabella indudablemente reflexionará sobre la política, con Padura además sentirá en carne propia la tragedia.

    Vale decir que cada obra tiene elementos únicos ausentes en la otra. Por ejemplo, la trama cubana de Padura (Iván y el desencanto revolucionario en Cuba) no tiene equivalente en Garmabella, quien nunca menciona nada relativo a Cuba (más allá de que Mercader murió allí). Ese contrapunto entre la URSS y Cuba, entre Trotsky y la Revolución Cubana, es una aportación original de Padura para conectar historias de opresión separadas por décadas. Igualmente, Padura introduce el motivo de los perros como símbolo –los borzois que Mercader pasea, reflejo de los perros que Trotsky criaba en México– creando una metáfora sobre la lealtad y la domesticación que enriquece la lectura; Garmabella no emplea esa clase de simbolismos poéticos. En cambio, Garmabella incluye análisis y datos históricos (fechas, citas textuales de discursos, referencias a personajes secundarios de la política soviética y española) que Padura simplifica o no detalla para no sobrecargar la novela. Por decirlo de forma sencilla: en Garmabella sobran datos que en Padura faltan, y en Padura sobran recursos literarios que en Garmabella faltan. Son, en definitiva, complementarios.

    Influencias, polémicas y ecos públicos

    Dado que ambas obras abordan la misma historia y aparecieron con solo dos años de distancia, es natural preguntarse: ¿se influyen mutuamente Garmabella y Padura? ¿Hubo acusaciones de superposición indebida o plagio entre ellas? La respuesta, hasta donde llega la crónica, es que no hubo acusaciones formales de plagio ni escándalos al respecto. Sin embargo, es inevitable detectar influencias no explicitadas y comentar cómo la crítica y los lectores han señalado paralelismos y diferencias.

    Primero, consideremos la cronología: El grito de Trotsky sale en 2007; Padura publica El hombre que amaba a los perrosen 2009 (aunque Padura venía trabajando en ella desde 2004, según ha contado). Es altamente probable que Padura conociera el libro de Garmabella durante su investigación. De hecho, la novela de Padura muestra conocimiento de muchos detalles que también aparecen en Garmabella o en fuentes similares (como la biografía Cómo asesinó Stalin a Trotsky de Julián Gorkin, de 1978, que Garmabella seguramente usó). No sería descabellado pensar que Garmabella allanó el terreno investigativo y Padura aprovechó parte de esa información. Padura ha dicho que recopiló muchísima documentación histórica para su novela, pero en el texto publicado no incluye notas ni bibliografía (al ser ficción, no correspondía). Así que, si bien Padura no reconoce explícitamente a Garmabella como fuente, es evidente que hubo una alimentación temática: al fin y al cabo, ambos bebieron de la misma historia real, y es natural que un novelista se apoye en trabajos previos de historiadores o periodistas.

    ¿Es eso influencia no reconocida? En cierto sentido sí, aunque no negativa: es normal en el género histórico. Padura toma los hechos (conocidos gracias a obras como la de Garmabella, entre otras) y luego les da forma novelística. Él mismo reconoció en entrevistas que se inspiró en leer memorias de Trotsky, investigaciones mexicanas sobre el asesinato, documentos desclasificados y “todo lo que encontró” sobre Mercader. Podemos inferir que El grito de Trotskyestuvo en su pila de libros estudiados, aunque Padura luego sigue su propio camino narrativo. Por ejemplo, la caracterización que Padura hace de Caridad Mercader (la madre) coincide en gran medida con la descrita por Garmabella y por biógrafos: una mujer fanática, desequilibrada y manipuladora. No es casualidad, es historia compartida. Pero Padura introduce escenas ficticias (como diálogos entre Caridad y Ramón) que son creación suya. No hay plagio literario en eso, solo convergencia factual.

    Cabe destacar que El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perrospertenecen a tradiciones diferentes (una al ensayo histórico, la otra a la novela histórica). Por ello, los lectores difícilmente las vean como rivales directas, sino más bien complementarias. Quien quiera datos duros sobre Trotsky y Mercader encontrará en Garmabella un tesoro de información y un punto de vista polémico; quien quiera sumergirse en una narración envolvente acudirá a Padura. De hecho, medios culturales han mencionado a ambas en conjunto como dos aproximaciones que se pueden leer lado a lado. Por ejemplo, en un artículo de 2015 se señalaba que en la década anterior dos novelas (una entendida en sentido amplio) habían recreado el asesinato de Trotsky: la de Garmabella y la de Padura, y que “en su conjunto acarrean una pregunta”profunda sobre las motivaciones ideológicas del crimenEs decir, la prensa las ha asociado más por su temática común que por acusaciones de copia.

    En cuanto a polémicas públicas, la principal ya la comentamos: la que suscitó Garmabella por su tratamiento de Trotsky. Esa polémica, curiosamente, realza las diferencias con Padura. Mientras unos criticaban a Garmabella por justificar (según ellos) el crimen, la novela de Padura era elogiada en círculos intelectuales de izquierda justamente por reivindicar la memoria de las víctimas del estalinismo. Organizaciones y sitios trotskistas, por ejemplo, han recomendado El hombre que amaba a los perros a sus lectores anglosajones cuando salió en inglés, llamándola “un acontecimiento literario y político” y celebrando que exponga la verdad del asesinato de Trotsky a nuevas audienciasmarxist.com. Es decir, donde Garmabella fue atacado por “desvirtuar” a Trotsky, Padura fue aplaudido por rescatarlo. En este sentido, podríamos hablar de un duelo ideológico indirecto entre los libros: Padura casi que refuta con arte narrativo la tesis de Garmabella. Un ejemplo claro: Garmabella sugiere que Trotsky habría hecho lo mismo que Stalin; Padura dedica capítulos enteros a mostrar a Trotsky horrorizado por las acciones de Stalin, es decir, enfatiza sus diferencias. En la novela, Stalin aparece como un villano sin escrúpulos, Trotsky como un hombre que –con sus falencias– mantenía principios, y Mercader como un instrumento. Esta configuración contradice frontalmente la idea de “Trotsky otro Stalin” que Garmabella pregona. Por tanto, algunos lectores han interpretado la novela de Padura casi como una enmienda histórica al tipo de relativismo que ven en Garmabella. Padura, además, añade la dimensión del desencanto cubano, equiparando a Stalin con otros dictadores y sistemas (sin nombrarlo, la sombra de Castro planea en la historia de Iván). En resumen, Padura hace una crítica global a los totalitarismos, mientras Garmabella, con su equiparación, termina sonando resignado al “todos son lo mismo”. Son mensajes distintos que han resonado de forma diferente en la opinión pública.

    ¿Y qué hay de posibles plagios? Hasta donde se sabe, no se ha denunciado plagio alguno. Las obras son tan diferentes en estilo que sería difícil acusar a Padura de plagiar a Garmabella (¿plagiar datos históricos? No aplica realmente, y Padura no copia frases ni nada por el estilo de la prosa de Garmabella). A la inversa, imposible, pues Garmabella publicó primero. Lo que sí existe es una cierta superposición de contenidos: hay escenas o elementos que lógicamente aparecen en ambas narraciones, porque son hechos reales. Por ejemplo, ambos relatan la escena en que Mercader espera que Trotsky se distraiga leyendo un documento para atacarlo por la espalda. Es igual en los dos libros, porque así ocurrió. Padura la adorna más (describe la tensión interna de Mercader, la luz de la tarde entrando por la ventana, etc.), Garmabella quizá se enfoca en qué decía el documento o en quién estaba en la casa. Pero no hay conflicto ahí, cada uno la cuenta a su manera. Podríamos mencionar que los lectores más atentos han notado algunas divergencias de detalle: por ejemplo, Garmabella sugiere que Mercader actuó sin casi titubear, mientras Padura muestra a Mercader dudando antes de asestar el golpe; o Garmabella destaca que Mercader llevaba una pistola y un puñal que no usó, algo que Padura menciona pero no enfatiza tanto. Son diferencias de énfasis interpretativo más que errores o plagios.

    Un aspecto donde sí se puede hablar de influencia es en la tendencia cultural que ambos integran. Como apunta Iván de la Nuez, desde inicios del siglo XXI ha habido una “fascinación cíclica” por la figura de Ramón Mercader en la cultura. Garmabella en 2007 y Padura en 2009/2010 forman parte de esa ola de rescatar esta historia. De la Nuez menciona que tras ellos vinieron más obras: novelas como El hombre del piolet (2015) de Puigventós, películas como El elegido (2016) de Antonio Chavarrías, etc., y que ya antes otros escritores como Jorge Semprún en La segunda muerte de Ramón Mercader (1969) habían tratado el tema. En ese contexto, El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perros son dos hitos modernos que se alimentan también de toda una tradición previa (Semprún, Cabrera Infante que mencionó a Mercader en Mea Cuba, documentos históricos, etc.). Así que más que plagiarse, ambos beben de fuentes comunes y forman cada cual una respuesta artística propia a esa tradición.

    Los críticos literarios han señalado públicamente mucho de lo que aquí hemos desgranado. Por ejemplo, en reseñas se ha comparado el enfoque psicológicamente detallado de Padura frente al enfoque más periodístico de GarmabellaTambién se ha comentado que la novela de Padura presenta la gran ventaja de la multiperspectiva radical –ver la historia desde el lado del verdugo y de la víctima simultáneamente– cosa que en un texto estrictamente histórico suele ser más difícil. Y, como ya citamos, la Izquierda trotskista no se quedó callada ante Garmabella, dejándonos testimonios de sus omisiones y manipulaciones, contrastables con la postura mucho más amigable que han tenido hacia la obra de Padura (por ejemplo, el portal Marxist.com le dedicó elogios en una larga reseña).

    En redes y foros de lectores, es común encontrar discusiones del tipo “¿qué libro sobre el asesinato de Trotsky me recomiendan?”. Allí estas dos obras aparecen lado a lado. Algunos lectores prefieren la vivacidad de Padura; otros valoran la riqueza histórica de Garmabella. Es un debate sano, no exento de pasiones ideológicas (quienes son admiradores de Trotsky suelen desdeñar a Garmabella y amar el libro de Padura; quienes son más escépticos o cínicos respecto a la política pueden encontrar a Padura demasiado “sentimental” y en cambio apreciar la crudeza de Garmabella). Pero en general, ambas obras han encontrado su público y han contribuido a que hoy tengamos una comprensión más completa de aquel acontecimiento de 1940.

    Al día de hoy no se conocen reclamos públicos de uno de estos autores hacia el otro. Garmabella no acusó a Padura de usar su material sin crédito (al menos no hay registro de tal cosa), ni Padura criticó abiertamente la visión de Garmabella (Padura suele ser diplomático y no entrar en polémicas directas). El duelo entre ellos, por tanto, se da más en el terreno simbólico y estilístico que en la realidad. Somos los lectores y críticos quienes los hemos sentado en un ring imaginario para compararlos.

    Crónica de un duelo: veredicto final

    La noche cae en la arena literaria. Tras varios asaltos intensos, El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perrosbajan la guardia. El duelo simbólico entre estas dos obras nos ha dejado una estampa digna de Hemingway: no hay un nocaut, pero sí dos contrincantes exhaustos y victoriosos a su modo. Como en aquellos combates de boxeo que describía don Ernesto, aquí ambos púgiles han intercambiado buenos golpes y han resistido de pie hasta el final, ganándose el respeto mutuo.

    Imaginemos la escena final con un toque narrativo: En medio del cuadrilátero queda el piolet ensangrentado clavado en la lona, testigo mudo del combate. A un lado, Garmabella limpia el sudor de su frente con la toalla de los hechos consumados; al otro, Padura acaricia la cabeza de uno de sus perros imaginarios mientras exhala el humo de un cigarro habanero. Trotsky, el viejo León, observa desde las sombras de la primera fila, con la ceja herida y la mirada inquisitiva. Mercader también está allí, en una esquina oscura, con los nudillos apretados dentro del bolsillo, evitando encontrarse con los ojos de su víctima. En este ring figurado de la historia, ambos libros han dado su versión de los hechos: el primero con un grito áspero, el segundo con un susurro cargado de tristeza.

    ¿Cuál prevalece? Esa es quizás la pregunta equivocada. No se trata de proclamar un ganador unánime, porque cada obra gana en su terreno. Garmabella gana en el terreno de la investigación polémica: nos obliga a enfrentar la posibilidad de que los ideales pueden corromperse y que en la lucha por el poder nada es sagrado. Padura gana en el terreno de la conciencia humana: nos obliga a sentir el peso de la traición y el dolor de las vidas rotas por la Historia con mayúscula. Uno golpea a la razón, el otro al corazón. Ambos golpes duelen y nos dejan pensando.

    En términos temáticos, Padura ofrece algo que Garmabella no: la resonancia moral. Su novela trasciende el caso particular y nos hace reflexionar sobre todas las revoluciones traicionadas, sobre los mecanismos del autoritarismo y la fragilidad de la esperanza. Garmabella, por su parte, aporta una visión crítica descarnada: nos recuerda que incluso los supuestamente “buenos” pueden tener pies de barro, y que la historia de la URSS fue una tragedia donde quizás ningún líder salió impoluto. Si le preguntáramos a Hemingway, quizá diría que Padura ha narrado la derrota con dignidad, y Garmabella la victoria sin gloria.

    En cuanto a estilo, Padura triunfa en la novela como arte, creando personajes imborrables y pasajes de honda emotividad; Garmabella se impone en la crónica documental, legándonos un registro sólido de hechos y una interpretación provocadora. La diferencia es como la de un gran toro de lidia frente a un astuto matador: Padura, toro literario, embiste con fuerza emocional; Garmabella, torero analítico, lanza estocadas intelectuales precisas. En el duelo, a veces embiste la emoción y a veces corta el aire la razón. ¿Quién ganó? Ambos entregaron una faena digna.

    Fuera de la metáfora, lo importante es que no hubo plagio ni trampa: cada autor llegó al duelo con sus propias armas y su propio estilo, y ambos, paradójicamente, han contribuido a enriquecer la comprensión de un mismo suceso histórico desde ángulos complementarios. El “duelo” entre El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perros resulta, en última instancia, fructífero para nosotros. Como lectores, somos los verdaderos vencedores: tenemos la suerte de disponer de dos obras distintas que iluminan la historia de Trotsky y Mercader, cada una con sus aciertos y sesgos. Podemos leer a Garmabella para conocer datos, contextos y un punto de vista controvertido; podemos leer a Padura para adentrarnos en las almas de los protagonistas y en las lecciones humanas de aquella tragedia.

    Al final de esta crónica, solo queda el eco de un grito y el susurro de unos perros invisibles. En el silencio que sigue al combate, el grito de Trotsky aún retumba, pero ahora lo escuchamos doble: en la versión cruda de Garmabella y en la versión dolorosa de Padura. Los perros de Padura quizás gimen a lo lejos, llevándose en su trote los fantasmas de Ramón Mercader. Hemingway decía que “el mundo rompe a todos, y después, muchos son fuertes en los lugares rotos”. Trotsky fue roto por un piolet; Mercader fue roto por sus remordimientos; Iván por sus desengaños; incluso la verdad histórica fue rota en mil pedazos por décadas de propaganda. Pero gracias a libros como estos, en esos lugares rotos de la historia se ha hecho la luz y la memoria. Garmabella y Padura, cada cual a su modo, recogieron un fragmento de la verdad y lo sostuvieron ante nuestros ojos. Ni la más feroz dictadura pudo silenciar por siempre aquel chillido de 1940, que hoy vive tanto en la prosa afilada de una crónica como en la narrativa apasionada de una novela.

    Así concluye el duelo: sin vencedores absolutos, con ambos contendientes abrazándose en respeto imaginario. La literatura y la historia salen del brazo, tambaleantes pero intactas. El público –nosotros– aplaude, reflexiona y, sobre todo, recuerda. Porque de eso se trata al fin: de mantener viva la memoria, ya sea a gritos o a ladridos, para que las lecciones del pasado no caigan en el olvido. Y en ese objetivo común, José Ramón Garmabella y Leonardo Padura, más que rivales, se revelan como aliados insospechados. La última campanada suena; cae el telón. En el aire nocturno de Coyoacán, quizás todavía flotan los ecos de un grito distante, mientras dos galgos fantasmas corren bajo la luna.

    Fuentes: José R. Garmabella, El grito de Trotsky (Debate, 2007); Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros(Tusquets, 2009); Clarínclarin.com; Cuba Encuentrocubaencuentro.comcubaencuentro.com; Editorial Aquitaniaeditorialaquitania.comeditorialaquitania.com; Izquierda Revolucionariaizquierdarevolucionaria.netizquierdarevolucionaria.net; Zendazendalibros.com; La Jornadajornada.com.mx; BBC Mundo; Marxist.commarxist.com, entre otros