Simone Weil, la filósofa mística que nunca cruzó del todo el umbral de la Iglesia, escribió una vez con esa serenidad que solo da el sufrimiento: “Necesitamos santos. No héroes ni genios ni reformadores. Santos.” Y añadió: “Santos jóvenes. Porque solo ellos pueden enseñarnos a amar sin medida en un mundo que ha perdido el sentido del otro.”
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Décadas después, en un tiempo en que el mundo parece caminar con los ojos vendados hacia un abismo—entre guerras frías que se calientan, algoritmos que anestesian, democracias quebradas y relaciones líquidas—esa premisa cobra una vigencia escandalosa.
Y no es una coincidencia que León XIV, el nuevo Papa, la haya rescatado en su primera exhortación al mundo: “Nuestra época no necesita influencers, necesita santos. No predicadores de sí mismos, sino hombres y mujeres que hagan de su vida una ofrenda callada. Santos del servicio. Santos del otro.”
Estamos atrapados en una lógica cerrada, egocéntrica, donde todo gira en torno al yo: mi deseo, mi dolor, mi identidad, mi cuerpo, mi historia, mi derecho a narrarlo todo desde mi herida. Una cultura del narcisismo emotivo donde hasta la espiritualidad se convierte en autoafirmación.
Frente a esto, León XIV ha sido claro: “O volvemos a mirar al otro, o nos extinguimos. Porque el hombre no fue creado para mirarse al espejo eternamente, sino para lavar los pies de su hermano.”
Lo que este Papa propone no es una estrategia pastoral, ni una vuelta a las formas tradicionales, ni una “nueva primavera” eclesial. Es algo más elemental: volver al Evangelio como acto de servicio, de entrega y de descentramiento radical.
Un santo hoy no es alguien sin pecados. Ni alguien idealizado en vitral. Es, ante todo, alguien que ha dejado de mirarse a sí mismo como el centro del mundo. Alguien que ha aprendido a escuchar. Que sabe permanecer al lado del dolor sin huir ni banalizarlo. Alguien que hace de su tiempo un don y no una agenda.
En una época saturada de discursos, el Papa ha señalado que lo más urgente es testimonios callados. Vidas que irradien el bien sin necesidad de anunciarlo. “El santo no habla de amor,” dijo en una de sus homilías, “lo da.”
Y añadió algo aún más provocador: “La santidad no es perfección moral, es incapacidad de vivir para uno mismo.”
León XIV ha comenzado a canonizar y beatificar figuras que encarnan precisamente esto: jóvenes entregados al servicio, religiosas que mueren cuidando enfermos, laicos que renuncian al ascenso profesional para cuidar a sus padres con Alzheimer, adolescentes que dan testimonio entre el bullying y la pornografía, sin volverse mártires del ego.
Ya no busca coronar grandes intelectuales ni místicos lejanos. Busca vidas ordinarias vividas con extraordinario amor.
Y este viraje no es anecdótico. Es teológico: Porque el núcleo del cristianismo no es la autoafirmación, sino la oblación. No es “yo soy así”, sino “heme aquí”. No es “mírame”, sino “tómame y úsame para el bien del otro”.
Frente a un mundo donde hasta el bien se instrumentaliza como capital social (likes, reconocimiento, activismo performativo), el santo es un escándalo silencioso. Porque actúa por amor, no por imagen.
Con León XIV se ha trazado una línea firme: O seguimos fabricando una Iglesia que se mira en el espejo, buscando adaptarse a los likes del siglo, o nos convertimos en una Iglesia que se arrodilla, como el Maestro, ante el otro, el roto, el invisible, el sucio.
Porque lo contrario del narcisismo no es el moralismo. Es el servicio humilde. Y lo contrario de una Iglesia autorreferencial no es la modernización. Es el sacrificio cotidiano por amor.
Simone Weil lo intuyó. León XIV lo encarna.
Ambos, desde sus trincheras distintas, apuntan al mismo núcleo: El mundo no se salva con más diagnósticos. Se salva cuando alguien, como Cristo, se entrega hasta el extremo sin hacer alarde. Cuando una vida deja de hablar de sí y empieza a hablar del otro.
Y en eso consiste la santidad hoy. No en ser especial, ni único, ni puro. Sino en ser don. Pan partido. Agua ofrecida. Silencio que acoge. Mano que sirve.
El Papa León XIV ha entendido que el futuro no vendrá de las élites culturales ni de las estructuras eclesiales. Vendrá de los santos ocultos. De los que hoy, en medio del ruido, viven al estilo de Nazaret: en lo pequeño, en lo desapercibido, en lo fiel.
Y eso, aunque parezca poco, es lo único que verdaderamente puede cambiar el mundo.
Porque un alma que se ha olvidado de sí para amar al otro, vale más que mil proyectos humanitarios sin raíz.
Porque un santo basta para detener una guerra.
Y porque la santidad —real, concreta, encarnada— es el último camino que queda cuando todo lo demás ha fracasado.
Saints Against Narcissism.
The Spiritual Urgency Understood by Leo XIV
Israel Centeno
Simone Weil, the mystical philosopher who never fully crossed the threshold of the Church, once wrote with the serenity that only suffering can provide: “We need saints. Not heroes, not geniuses, not reformers. Saints.” And she added: “Young saints. For only they can teach us to love without measure in a world that has lost its sense of the other.”
Decades later, in a time when the world seems to walk blindly toward an abyss—amid warming cold wars, numbing algorithms, crumbling democracies, and liquid relationships—her statement is scandalously relevant.
And it is no coincidence that Leo XIV, the new Pope, echoed this call in his first exhortation to the world: “Our age does not need influencers. It needs saints. Not self-promoters, but men and women who make their lives a quiet offering. Saints of service. Saints for others.”
We are trapped in a closed and egocentric logic, where everything revolves around the self: my desire, my pain, my identity, my body, my story, my right to narrate it all from my wound. A culture of emotive narcissism where even spirituality becomes self-affirmation.
Faced with this, Leo XIV has been clear: “Either we return to seeing the other, or we disappear. Man was not made to gaze endlessly at himself in the mirror, but to wash his brother’s feet.”
What this Pope proposes is not a pastoral strategy, nor a return to traditional forms, nor a “new springtime” in the Church. It is something more elemental: to return to the Gospel as an act of service, surrender, and radical de-centering.
A saint today is not someone without sin, nor someone idealized in stained glass. Rather, it is someone who no longer sees themselves as the center of the world. Someone who has learned to listen. Who knows how to remain beside pain without fleeing or trivializing it. Someone who makes of their time a gift, not a schedule.
In an era flooded with discourse, the Pope insists on silent witnesses—lives that radiate goodness without having to proclaim it. “A saint doesn’t talk about love,” he said in one homily, “he gives it.”
And he added something even more provocative: “Holiness is not moral perfection; it is the inability to live for oneself.”
Leo XIV has begun canonizing and beatifying people who embody precisely this: young people given to service, religious women who died caring for the sick, laypeople who sacrificed professional advancement to care for aging parents, teenagers who witness amid bullying and pornography without becoming martyrs of their own ego.
He is no longer looking to crown great intellectuals or distant mystics. He seeks ordinary lives lived with extraordinary love.
And this is not anecdotal—it’s theological: Because the core of Christianity is not self-assertion, but oblative love. Not “this is who I am,” but “here I am.” Not “look at me,” but “take me and use me for the good of another.”
In a world where even goodness becomes social capital (likes, recognition, performative activism), the saint is a silent scandal. Because he acts out of love, not image.
With Leo XIV, a clear line has been drawn: Either we keep building a Church that stares into the mirror, trying to fit the preferences of the century, or we become a Church that kneels, like the Master, before the broken, the invisible, the unclean.
Because the opposite of narcissism is not moralism. It is humble service. And the opposite of a self-referential Church is not modernization. It is daily sacrifice out of love.
Simone Weil intuited it. Leo XIV embodies it.
Both, from different trenches, point to the same truth: The world will not be saved by more diagnoses. It will be saved when someone, like Christ, gives themselves fully, without fanfare. When a life stops speaking about itself and begins speaking of the other.
And that is what holiness means today. Not being special, or pure, or unique. But being a gift. Broken bread. Offered water. Silence that welcomes. A hand that serves.
Pope Leo XIV understands that the future will not come from cultural elites or ecclesial structures. It will come from hidden saints—from those who, amid the noise, live in the style of Nazareth: in smallness, obscurity, and fidelity.
And that, though it may seem small, is the only thing that can truly change the world.
Because a soul that forgets itself to love the other is worth more than a thousand rootless humanitarian projects.
Because one saint is enough to stop a war.
And because real, concrete, embodied holiness is the last path remaining when all others have failed.
One of the great intellectual frauds of modern thought was presenting Marxism as a science of history. What was sold to us as “historical materialism” —a tool to understand the evolution of societies— was nothing more than metaphysics disguised as analysis. Seemingly austere, rational, rigorous: at its core, Marxism is a narrative of redemption, a secular theology, a prophecy cloaked in philosophical jargon.
Marx held that history advances in successive phases, determined by the conflict between social classes: slaveholders and slaves, feudal lords and serfs, bourgeoisie and proletariat. To this logic, he added an inevitable direction: the final abolition of classes and the arrival of communism. Everything had to be subordinated to this binary mechanism —even the human being.
During the 20th century, this logic produced monsters. Marxism was not simply a failed theory. It was —and continues to be— a concrete threat when put into practice. The idea that one class —the proletariat— must assume the role of historical redeemer led to its transformation into a new elite, and even more: into a sacred class, infallible and unquestionable. Where Nazism sought the “superior man,” Marxism found its replacement: the “superior class.” And as with all sacred classes, its legitimacy derived not from its actions but from its supposed historical mission. Thus were born the gulag, the firing squad, the one-party system, the secret police, censorship, and the cult of the leader.
In the name of equality, the most extreme violence was justified. Because, we were told, to reach a classless society it was necessary to “reeducate” the bourgeois, purge the reactionary, silence the religious, eliminate the dissident. The tabula rasa of society —that egalitarian utopia— could only be imposed through the absolute State, by means of force, extermination, and terror.
But an even more radical objection must be made —and must be insisted upon—: the vision of history proposed by historical materialism is anti-historical. The history of humanity, from its origins, has not been a linear progression toward harmony, but a succession of displacements, conflicts, replacements, and power struggles. There has never existed —nor will there ever exist— a society without hierarchies, tensions, or relations of force. To attempt to abolish all that is not science: it is dogma. And to implement it in practice can only mean the crushing of difference.
Marxism does not understand inequality as a complex, dynamic, structuring reality, but as an absolute evil to be eradicated. Yet history cannot be built upon that assumption. Inequality is not simply an injustice to be corrected: it is an inherent condition of social life. There are biological, intellectual, spiritual, cultural, economic inequalities. The aim to homogenize society is not merely mistaken —it is totalitarian.
Here we reach an even deeper point: the metaphysical impossibility of the communist utopia. A humanity without conflict, without divergent interests, without power struggles, is a humanity that has ceased to be human. History is precisely the stage where those tensions are expressed, transformed, sublimated —or destroyed. To think that history can be closed with a perfect formula is to deny the tragic, the unpredictable, the free nature of human experience. It is to build hell in the name of paradise.
Absolute equality sounds beautiful. But when imposed by the State, it becomes a nightmare. Because it is not limited to equalizing opportunities: it demands equalizing wills, desires, aspirations, outcomes. And that can only be achieved by erasing the human. The price of total equality is zero freedom.
Marxism is not a science. It never was. It was a theology of resentment, a philosophy of power disguised as redemption. Its failure is not due to poor implementation, but to its very nature. It believed it could explain all of history with an economic formula. It never understood that peoples move not only for bread, but for meaning, for faith, for love, for glory, for fear, for tradition, for the soul.
And that is what Marxism never grasped: that history is not a straight line leading to the abolition of classes, but a living and chaotic fabric that will never cease searching for meaning among ruins, visions, orders, and ruptures.
When Marxism leaps from paper into praxis, it does not become a realized utopia but an oppressive caricature. Its concrete application almost automatically generates an ideological bureaucracy, a one-party dictatorship, an economy planned by committees that produce nothing, and a caste of commissars speaking in the name of a people they no longer hear. What was meant to be a revolution of the people ends up becoming a total State.
And from there, we descend into something even worse: anti-history.
There is nothing more anti-historical than using resentment and hatred as engines of change. True history is built with conflict, yes —but also with forgiveness, with redemption, with the will to transcend. Marxism does not seek that. Its praxis is fed by hatred: hatred of the boss, the rich, the entrepreneur, the different, the past. It is a machine for grinding bonds, symbols, memories. Marxism does not reform society: it breaks it down.
What real transformation can emerge from an ideology that elevates resentment to political virtue? What future can be built by a dictatorship of the proletariat that has never healed its wound —that defines itself not by what it loves, but by what it hates? What liberation can arise from a structure that centralizes all power in the hands of a bureaucratic class that declares itself “the voice of the oppressed” while building its own untouchable elites?
The so-called “dictatorship of the proletariat” is nothing but the replacement of one ruling class with another —equally authoritarian, but ideologically legitimized by a secular theology. There is no redemption there. Only repetition. Only violence justified by a future that never arrives.
Marxism in power produces neither liberty, nor equality, nor fraternity. It produces misery managed by bureaucrats, surveillance disguised as social justice, and a culture of fear wrapped in propaganda. Its fruits are not new free men, but monitored, uniformed subjects, amputated from their roots.
And that is not progress. It is the denial of human time.
Marxism as the Nightmare of the Enlightenment
Ultimately, Marxism is nothing but the nightmare of the Enlightenment: its most extreme delirium, its totalitarian shadow cast over the 20th century. It is the logical —and monstrous— culmination of a radical idea: that human reason, expressed as total social science, can redesign history, the economy, society, morality, and even the human soul.
Marxism is not science. It is the myth of science. A secular faith that believes it has deciphered the immutable laws of becoming —and that, in the name of this revealed knowledge, arrogates to itself the right to destroy all that does not fit: tradition, religion, property, family, language, beauty, freedom.
Where the Enlightenment dreamed of emancipating man through reason, Marxism radicalized that dream and turned it into machinery. It is no longer enough to think freely: now everything that obstructs the classless paradise must be abolished. And that “everything” includes everything: humanity itself.
The result has not been paradise, but concentration camps, the absolute State, messianic bureaucracy, hate systematized as politics, extermination in the name of the common good. And the erasure of history.
Marxism did not save the people. It pushed them to repeat their wounds under new masters. It did not liberate man. It chained him to an ideology that believed itself infallible.
And all of it, in the name of reason.
El Materialismo Histórico como Mito Antihistórico
Israel Centeno
Uno de los grandes fraudes intelectuales del pensamiento moderno fue presentar el marxismo como una ciencia de la historia. Lo que se nos vendió como “materialismo histórico” —una herramienta para comprender la evolución de las sociedades— no fue más que una metafísica disfrazada de análisis. Aparentemente austero, racional, riguroso: en el fondo, el marxismo es una narración de redención, una teología laica, una profecía camuflada en jerga filosófica.
Marx sostuvo que la historia avanza en fases sucesivas, determinadas por el conflicto entre clases sociales: esclavistas y esclavos, señores feudales y siervos, burgueses y proletarios. A esta lógica le impuso una dirección inevitable: la abolición final de las clases, la llegada del comunismo. Todo debía estar subordinado a esta mecánica binaria. Incluso el ser humano.
Durante el siglo XX, esta lógica produjo monstruos. El marxismo no fue simplemente una teoría fallida. Fue, y sigue siendo, una amenaza concreta cuando se convierte en praxis. La idea de que una clase —el proletariado— debe asumir el papel de redentor histórico condujo a su conversión en una nueva élite, y más aún: en una clase sagrada, infalible, incuestionable. Allí donde el nazismo buscó al “hombre superior”, el marxismo encontró su reemplazo: la “clase superior”. Y como toda clase sagrada, su legitimidad derivaba de su supuesta misión histórica, no de sus actos. De ahí nacieron el gulag, el paredón, el partido único, la policía secreta, la censura, el culto al líder.
En nombre de la igualdad, se justificó la violencia más extrema. Porque, se nos decía, para alcanzar la sociedad sin clases era necesario “reeducar” al burgués, purgar al reaccionario, silenciar al religioso, eliminar al disidente. La tabula rasa social —esa utopía igualitaria— solo podía imponerse desde el Estado absoluto, mediante la fuerza, el exterminio y el terror.
Pero hay una objeción más radical que puede hacerse —y debe hacerse— al materialismo histórico: su visión de la historia es antihistórica. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, no ha sido una progresión lineal hacia la armonía, sino una sucesión de desplazamientos, conflictos, reemplazos, luchas por el poder. No existe, ni ha existido jamás, una sociedad sin jerarquías, sin tensiones, sin relaciones de fuerza. Pretender abolir todo eso no es ciencia: es dogma. Y llevarlo a la práctica solo puede hacerse por la vía del aplastamiento de la diferencia.
El marxismo no entiende la desigualdad como una realidad compleja, dinámica, estructurante, sino como un mal absoluto que debe ser extirpado. Pero la historia no puede construirse sobre ese supuesto. La desigualdad no es simplemente una injusticia a corregir: es una condición inherente a la vida social. Hay desigualdades biológicas, intelectuales, espirituales, culturales, económicas. La pretensión de homogeneizar la sociedad no es solo equivocada: es totalitaria.
Y aquí entramos a un plano más profundo: la imposibilidad metafísica de la utopía comunista. Una humanidad sin conflicto, sin intereses divergentes, sin lucha por el poder, es una humanidad que ha dejado de ser humana. La historia es, precisamente, el escenario donde esas tensiones se expresan, se transforman, se subliman —o se destruyen. Pensar que se puede clausurar la historia con una fórmula perfecta es negar lo trágico, lo imprevisible, lo libre de la experiencia humana. Es construir un infierno en nombre del paraíso.
La igualdad absoluta suena hermosa. Pero cuando se impone desde el Estado, se convierte en pesadilla. Porque no se limita a igualar oportunidades: exige igualar voluntades, deseos, aspiraciones, resultados. Y eso solo puede lograrse anulando lo humano. El precio de la igualdad total es la libertad cero.
El marxismo no es una ciencia. No lo fue nunca. Fue una teología del resentimiento, una filosofía del poder encubierta de redención. Su fracaso no se debe a una mala implementación, sino a su propia naturaleza. Pensó que podía explicar toda la historia con una fórmula económica. No entendió que los pueblos no se mueven solo por el pan, sino por el sentido, por la fe, por el amor, por la gloria, por el miedo, por la tradición, por el alma.
Y es eso lo que el marxismo nunca pudo entender: que la historia no es una línea recta que termina en la abolicón de las clases, sino un tejido vivo y caótico que nunca dejará de buscar su sentido entre ruinas, visiones, órdenes y rupturas.
El marxismo, al pasar del papel a la praxis, no se transforma en una utopía realizada, sino en su caricatura opresiva. Su aplicación concreta genera, de manera casi automática, una burocracia ideológica, una dictadura de partido único, una economía planificada por comités que nada producen y una casta de comisarios que hablan en nombre de un pueblo al que no escuchan. Lo que debía ser una revolución del pueblo termina convirtiéndose en un Estado total.
Y de allí pasamos a lo más grave: la antihistoria.
No hay nada más antihistórico que utilizar las fuerzas del resentimiento y el odio como motores del cambio. La historia verdadera se construye con conflicto, sí, pero también con perdón, con redención, con voluntad de trascendencia. El marxismo no busca eso. Su praxis se alimenta del odio: odio al patrón, odio al rico, odio al empresario, odio a la diferencia, odio al pasado. Es una máquina de triturar vínculos, símbolos, memorias. El marxismo no reforma la sociedad: la descompone.
¿Qué transformación real puede surgir de una ideología que convierte el rencor en virtud política? ¿Qué futuro puede edificar una dictadura del proletariado que no ha superado su herida, que se define no por lo que ama, sino por lo que odia? ¿Qué liberación puede surgir de una estructura que centraliza todo el poder en manos de una clase burocrática que se autoproclama “vocera de los oprimidos” mientras construye sus propias élites intocables?
La llamada “dictadura del proletariado” no es más que la sustitución de una clase dominante por otra, igual de autoritaria, pero legitimada ideológicamente por una teología secular. No hay redención posible allí. Solo repeticón. Solo violencia justificada por un futuro que nunca llega.
El marxismo, en el poder, no genera libertad, ni igualdad, ni fraternidad. Genera miseria gestionada por burócratas, vigilancia encubierta de justicia social, y una cultura del miedo envuelta en propaganda. Sus frutos no son nuevos hombres libres, sino sujetos vigilados, uniformados, amputados de sus raíces.
Y eso no es progreso. Es negación del tiempo humano.
El marxismo como pesadilla de la Ilustración
En definitiva, el marxismo no es otra cosa que la pesadilla de la Ilustración: su delirio más extremo, su sombra totalitaria proyectada sobre el siglo XX. Es la culminación lógica —y monstruosa— de una idea radical: que la razón humana, expresada como ciencia social total, puede rediseñar la historia, la economía, la sociedad, la moral y hasta el alma del ser humano.
El marxismo no es ciencia. Es el mito de una ciencia. Una fe laica que cree haber descifrado las leyes inmutables del devenir, y que, en nombre de ese conocimiento revelado, se arroga el derecho de destruir todo lo que no encaje: tradición, religión, propiedad, familia, lenguaje, belleza, libertad.
Donde la Ilustración soñaba con emancipar al ser humano mediante la razón, el marxismo radicaliza ese sueño y lo convierte en maquinaria. Ya no basta con pensar libremente: ahora hay que abolir todo lo que impida el advenimiento del paraíso sin clases. Y ese “todo” lo incluye todo: lo humano mismo.
El resultado no ha sido el paraíso, sino el campo de concentración, el Estado absoluto, la burocracia mesiánica, el odio sistematizado como política, el exterminio en nombre del bien común. Y el olvido de la historia.
El marxismo no salvó a los pueblos. Los empujó a repetir sus heridas bajo nuevos amos. No liberó al hombre. Lo encadenó a una ideología que se creyó infalible. Y todo eso, en nombre de la razón.
23 de Enero, Caracas, baluarte del socialismo del siglo XXI,
Estimado señor Marx:
Le escribo desde el futuro. No el futuro glorioso que usted prometió. No la tierra sin clases donde los hombres se abrazan bajo la bandera roja de la igualdad. Le escribo desde las cenizas, desde los escombros de los regímenes que nacieron de su pluma y de sus pústulas. Le escribo desde la historia real, no desde su versión teológica del progreso.
¿Recuerda usted, Karl, cuando afirmaba con seriedad profética que la historia tenía una dirección y un desenlace? ¿Cuando hablaba del proletariado como redentor universal? ¿Cuando creía que el motor de la historia era la lucha de clases y que el comunismo era su culminación lógica?
Le informo que todo eso fue intentado. Varias veces. En Rusia, en China, en Camboya, en Corea del Norte, en Venezuela, en Cuba. Millones marcharon convencidos de que su lógica era infalible. Pero lo que encontraron al final del camino no fue la emancipación del hombre, sino la dictadura del burócrata, la vigilancia del camarada, el silencio del fusilado.
Sus discípulos más fieles construyeron campos de trabajo, paredones, gulags, estructuras de delación y represión; convirtieron el hambre en herramienta de Estado, las hambrunas genocidas en estrategia de control, y el exilio en una condena para millones. Elevaron al Partido por encima del alma, y llamaron “reeducación” a la tortura. Bajo su bandera se destruyeron religiones, se exterminaron tradiciones, se quemaron libros, se empujó a millones a la uniformidad mental.
¿Sabe qué fue lo que realmente se logró, don Karl? Una maquinaria que funciona con odio, una economía planificada por comités incompetentes, una élite que vive como zar mientras predica la igualdad desde balcones adornados con retratos suyos.
Y mientras eso sucedía, usted —sentado en su sillón maltrecho, con el trasero en carne viva por las hemorroides y el orgullo herido por el desprecio de los alemanes a su “genio incomprendido”— escribía con desesperación a Engels. No para pedir disculpas, sino dinero. Un poco más, siempre un poco más. Porque había que seguir escribiendo el libro que cambiaría el mundo. Y lo cambió, sí. Pero no como usted creía.
Porque aunque fue usted profundamente eurocentrista, su obra más célebre, El capital, fue leída a saltos, mutilada, descontextualizada, convertida en manual revolucionario para adaptarla a la periferia, para forzar la mano del resentimiento y convertir la lucha de clases en programa de Estado. Fue leída por Abimael Guzmán, teórico y asesino; salteada por Fidel; citada por el Che entre balas; usada como comodín por Chávez en cadenas infinitas; reinventada en la Sorbona por académicos que querían parecer radicales; y ahora, su espectro baila en videos de TikTok, donde niños bien alimentados juegan a ser revolucionarios desde sus teléfonos de última generación. Su lógica —que en Europa parecía crítica— en América Latina fue convertida en dogma, en excusa de colonización ideológica. No vino a liberar al pueblo, sino a sustituirlo por una entelequia: la clase histórica, el hombre nuevo, el Estado redentor.
Usted creyó que la historia era una ciencia. Que podía ser predicha, domesticada, escrita en capítulos. Pero la historia no es una ecuación. Es un drama. Es la escena donde el bien y el mal se mezclan, donde el alma no se deja reducir al capital ni al trabajo.
Usted reemplazó a Dios con el proletariado. Reemplazó la Gracia con la necesidad histórica. Pero su religión secular no salvó al hombre: lo encadenó a nuevas idolatrías.
Le escribo desde un mundo que ya no cree en nada, ni siquiera en la revolución. La igualdad se ha convertido en una caricatura digital. La lucha de clases, en una consigna vacía repetida por influencers. Su pensamiento, en una sombra rencorosa que se niega a morir.
Y sin embargo, Marx, usted no ha muerto.
Porque después vinieron otros. Vinieron Gramsci, Foucault, Althusser, Derrida. Vinieron los que dijeron superarlo. Los que “corrigieron” su teoría con el lenguaje, el deseo, la subjetividad, la biopolítica, el discurso. Pero no lo negaron: lo multiplicaron. Convirtieron su doctrina fallida en un monstruo de mil cabezas, disfrazado de justicia, de minoría, de deconstrucción, de equidad, de inclusión. Donde usted hablaba del obrero, ahora hablan del género, de la raza, del cuerpo, de la norma. Pero el odio sigue intacto. La lógica binaria permanece. La sed de tabula rasa, viva. Usted sigue allí, señor Marx. Solo que ya no tiene nombre. Ahora es sistema. Es atmósfera. Es consigna institucional.
Usted no creó una ciencia, señor Marx. Creó un virus que mutó, un dogma que se propagó bajo nuevas máscaras. ¿Y los medios de producción? ¿En manos de quién quedaron esas cáscaras vacías, esos aparatos desvencijados que ya no producen sino obediencia? ¿Quién pudo descifrar finalmente los modos de producción que usted propuso? Nadie. Porque eran un espejismo. Y esa famosa plusvalía, esa que usted denunció como raíz de la explotación, ¿a quién engordó? Al comisariado estatal, a la policía secreta, a la nueva aristocracia del partido. Lo suyo no fue la emancipación del trabajo: fue la colonización del alma por el Estado total. Eso es lo que hemos aprendido. Eso es lo que la historia ha confirmado.
Desde el polvo de las promesas rotas, un testigo del mundo que dejó.
When Jesus says, “Whoever believes in me shall never die,” he is not making a poetic or symbolic claim. He speaks from the heart of divine revelation, with a clarity that, once grasped, transforms our entire perception of history and human destiny. “Whoever believes in me will never see death” (Jn 8:51). This seemingly simple phrase contains the whole of the Christian promise. Understanding it deeply allows us to read both history and eschatology in an entirely new light.
Unlike other religious or philosophical movements that emerged around the first century—such as Pharisaism, Sadduceeism, or even Essenism—the message of Jesus did not die with its leader but rather multiplied. Instead of dissolving with the execution of its Master, that small band of Galileans and marginal Jews became the foundation of something entirely new: the Church, the Mystical Body of Christ, which not only survived but expanded, transforming cultures, empires, and entire civilizations.
This expansion cannot be explained by human means alone. As Romano Guardini affirmed, what the early Christians possessed was not a new moral code or ideology, but a living experience of the Risen One. The resurrection of Jesus was not a metaphor or a collective illusion but an event that shattered the laws of physics without violating them, that upended history without crushing it, and that offered a new horizon: the glorification of the body, communion with God, real eternal life—not symbolic.
Paul, in his letter to the Corinthians, expresses this reality in deeply eschatological terms:
“It is sown a perishable body, it is raised an imperishable body; it is sown in dishonor, it is raised in glory; it is sown in weakness, it is raised in power; it is sown a natural body, it is raised a spiritual body” (1 Cor 15:42-44).
And he adds, in a climactic outburst of hope:
“In the twinkling of an eye, at the last trumpet… the dead will be raised imperishable, and we shall be changed” (1 Cor 15:52).
Paul is not speaking mythologically. He describes the radical, definitive passage from time into eternity, from the corruptible body to the glorious body, from mortal experience into full communion with the Triune God. This transformation is not symbolic—it is real, and it is grounded in the foundational event of our faith: the resurrection of Christ.
When Jesus affirms that those who believe in Him “will not see death,” He refers to the second death—the separation of the soul from God (cf. Rev 20:6). Physical death becomes a transition, not an end. The soul, upheld by grace, remains in communion with Christ and awaits—in God’s time, not ours—the final glorification of the body.
This means that eternal life does not begin after death, but from the moment we believe and live in Christ. We are already—sacramentally—living the firstfruits of eternal life. The Christian lives dying to the world but rising already in spirit.
That is why Jesus says, “Let the dead bury their dead” (Mt 8:22). What sounds scandalous becomes a key eschatological insight: there are dead who walk, and there are those who, though dead to the world, live for God. The one united to Christ already partakes, though veiled, in future glory.
The Christian hope is not merely “going to heaven.” It is to be fully transformed by grace, participating in the divine mode of being. As John writes:
“What we will be has not yet been made known. But we know that when He appears, we shall be like Him, for we shall see Him as He is” (1 Jn 3:2).
To see God is to become a reflection of His glory, not as something incidental but as the true destiny of the redeemed soul. This beatific vision, the culmination of eschatology, implies full communion with the Father, Son, and Holy Spirit. What we now know as promise, we will behold as Presence. And what we now believe with effort, will become eternal rest in the Truth that never fades.
We already have a decisive sign: the risen body of Christ. In Him we see what our own glorified bodies will be. His body is no longer bound by the natural laws of this world: He enters a locked room, appears to the disciples of Emmaus, and yet He eats, is touched, speaks. This is not a pious metaphor—this is the Good News. How could it not be, when it reveals the luminous destiny of the redeemed human being?
We have seen His glory, foreshadowed at Tabor, where the mortal body is transfigured before the trembling eyes of Peter, James, and John. And we also have the visions of Teresa of Ávila, John of the Cross, Thomas Aquinas, who describe with mystical sobriety eternal life as perfect union and unending joy, where the will rests in the Absolute Good and the intellect in Truth without shadow. Even Simone Weil, who never formally entered the Church, said that Christ spoke to her directly, that they prayed the Our Father in Greek together, and that the beauty of the Cross revealed the meaning of existence.
All of this invites us to look upward, despite evil, despite the broken world, despite the modern man who makes himself god through scientific and technological delirium. Precisely because of that, because modernity has closed itself to mystery, it becomes more urgent to proclaim the Good News: Christ is risen, and His glorified body is the pledge of our future glorification.
Christianity does not flourish because it is more useful, moral, or sentimental. It flourishes because it is true. Because it offers a real answer to suffering, to death, and to the longing for eternity. Whoever believes in Christ will not know death, for he already lives in Him—and will live forever.
On this promise rests the Church, the martyrs, the saints’ fidelity, and the hope of the faithful. Eschatology is not an appendix to theology—it is its crowning. And in it we learn that, in the end, there will be no terror, no silence, no ash. There will remain Love—and we shall be with Him, in glory.
No Conoceremos la Muerte
Cuando Jesús dice: “El que cree en mí no morirá para siempre”, no hace una afirmación poética o simbólica. Habla desde el corazón de la revelación divina, con una claridad que, al ser comprendida, transforma la percepción entera de la historia y del destino humano. “Quien cree en mí no conocerá la muerte” (Jn 8,51). Esta frase, aparentemente simple, contiene la totalidad de la promesa cristiana. Comprenderla con profundidad nos permite leer la historia y la escatología bajo una luz completamente nueva.
A diferencia de otros movimientos religiosos o filosóficos que surgieron en torno al siglo I, como el fariseísmo, el saduceísmo o incluso el esenismo, el mensaje de Jesús no se extinguió con la muerte de su líder, sino que se multiplicó. En vez de disolverse con la ejecución de su Maestro, ese pequeño grupo de galileos y judíos marginales se convirtió en el cimiento de una realidad completamente nueva: la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo, que no sólo sobrevivió, sino que se expandió, transformando culturas, imperios y civilizaciones enteras.
Esta expansión no puede explicarse por medios humanos. Como afirma Romano Guardini, lo que los primeros cristianos poseían no era un código ético nuevo, ni una ideología, sino una experiencia viva del Resucitado. La resurrección de Jesús no fue una metáfora ni una ilusión comunitaria, sino un evento que rompió las leyes de la física sin violarlas, que trastocó la historia sin aplastarla, y que ofreció un horizonte nuevo: la glorificación del cuerpo, la comunión con Dios, la vida eterna real, no simbólica.
San Pablo, en su carta a los Corintios, expresa esta realidad con un lenguaje profundamente escatológico: “Se siembra un cuerpo corruptible, resucita un cuerpo incorruptible; se siembra en ignominia, resucita en gloria; se siembra en debilidad, resucita en poder; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual” (1 Cor 15,42-44). Y añade, como un clímax apocalíptico lleno de esperanza: “En un abrir y cerrar de ojos, al toque final de la trompeta… los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados” (1 Cor 15,52).
Aquí san Pablo no está hablando en términos mitológicos. Lo que describe es el paso radical y definitivo del tiempo a la eternidad, del cuerpo sujeto a corrupción al cuerpo glorioso, de la experiencia mortal a la comunión plena con el Dios trino. Esta transformación no es simbólica, sino real, y está fundada en el acontecimiento fundante de nuestra fe: la resurrección de Cristo.
Cuando Jesús afirma que quienes creen en Él “no conocerán la muerte”, se refiere a la segunda muerte, aquella que implica la separación del alma con Dios (cf. Ap 20,6). La muerte física será un tránsito, pero no un final. El alma, sostenida por la gracia, permanecerá en comunión con Cristo y esperará —en el tiempo de Dios, no en el nuestro— la glorificación final de su cuerpo.
Esto implica que la vida eterna no comienza después de la muerte, sino desde el momento en que se cree y se vive en Cristo. Ya estamos —de forma sacramental— en las primicias de la vida eterna. El cristiano vive muriendo hacia el mundo, pero ya resucitando en su espíritu.
Por eso Jesús dice: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt 8,22). Lo que parece un escándalo se convierte en clave de lectura escatológica: hay muertos que caminan, y hay vivos que han muerto al mundo, pero viven para Dios. El que está unido a Cristo participa ya, aunque veladamente, de la gloria futura.
La esperanza escatológica del cristiano no es simplemente “ir al cielo”. Es ser transformado plenamente por la gracia, participando del modo de ser divino, como afirma San Juan: “Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3,2).
Ver a Dios es convertirse en reflejo de su gloria, no como algo accesorio, sino como destino propio del alma redimida. Esa visión beatífica, culminación de la escatología, implica la plena comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Lo que ahora conocemos como promesa, lo veremos como Presencia. Y lo que hoy creemos con esfuerzo, se hará descanso eterno en la Verdad que no pasa.
Ya tenemos un dato decisivo: el cuerpo resucitado de Cristo. En Él se nos ha mostrado cómo será ese cuerpo glorioso que esperamos. No está sujeto a las leyes naturales de este mundo: entra en un cenáculo con las puertas cerradas, se hace presente entre los discípulos de Emaús al partir el pan, y sin embargo, tiene carne y huesos, come pescado, permite ser tocado, habla. Esta no es una metáfora piadosa, es la buena nueva. ¿Cómo no habría de serlo, si nos revela el destino luminoso del hombre redimido?
Hemos visto ya su gloria, anticipada en el Tabor, donde el cuerpo mortal se transfigura ante los ojos temblorosos de Pedro, Santiago y Juan. Y tenemos además las visiones de Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, Santo Tomás de Aquino, que describen con sobriedad mística la vida eterna como unión perfecta y gozo sin fin, donde la voluntad descansa en el Bien absoluto y la inteligencia en la Verdad sin sombra. Incluso Simone Weil, que no cruzó formalmente el umbral de la Iglesia, afirmó que Cristo le habló directamente, que rezaron juntos el Padre Nuestro en griego, y que la belleza de la cruz le reveló el sentido de toda la existencia.
Todo esto nos invita a mirar hacia lo alto, a pesar del mal, a pesar del mundo roto, a pesar del hombre que pretende ser Dios de sí mismo a través del delirio científico y tecnológico. Precisamente por eso, porque el hombre moderno se ha cerrado al misterio, se hace más urgente proclamar la buena noticia: Cristo ha resucitado, y su cuerpo glorioso es la prenda de nuestra glorificación futura.
El cristianismo no florece porque sea más útil, más moral o más sentimental. Florece porque es verdadero. Porque da una respuesta real al dilema del sufrimiento, al enigma de la muerte y al anhelo de eternidad. El que cree en Cristo no conocerá la muerte, porque ya vive con Él, y vivirá para siempre.
En esta promesa se sostiene la Iglesia, el martirio, la fidelidad de los santos, y la esperanza del pueblo fiel. La escatología no es un apéndice de la teología: es su coronación. Y en ella se nos revela que, en el momento final, no quedará el terror, ni el silencio, ni la ceniza. Quedará el Amor, y nosotros con Él, en gloria.
The dark night of the soul always struck me as more than a trial—it felt like cruelty. But is it God who abandons us? No. God never withholds His grace. It is we, still bound by the law of gravity—as Simone Weil would say—who fail to sustain ourselves in that luminous, unitive state where all is peace.
The world pulls us down. The flesh weighs heavy. The sensory attachments woven deep within us do not fall away without pain. To detach from the visible, the audible, the pleasurable, is to enter a realm of darkness and desolation. There arise the lacerations, there is where we feel the tearing.
And yet, God is present.
He is present like invisible light that passes through matter. He is present like the radio waves the ear cannot hear. He is there, even when we cannot feel Him. For the soul to perceive Him, it must be freed from the gravity of this world, from the dense logic of the senses, from the demand for signs.
The passage to the fifth dwelling, as Saint Teresa describes it, is a mysterious entrance into the dwelling of silence, where the will loves without feeling, and where faith takes the place of sweetness. To remain there does not depend on emotions, but on a firm and loving decision: to keep believing that He is present, even when everything human says otherwise.
In dryness, in darkness, in spiritual desolation, the united soul endures if it accepts that the presence of God is not measured by consolations, but by the inner certainty that He does not abandon, even if hidden from the senses.
Remaining in God is an act of fidelity, not of fervor.
Christianity does not glorify pain. It does not call to suffering as if it were an ideal in itself, nor is it a masochistic religion. It is a religion that does not lie. It offers no cheap comforts or painless path. What it does offer—and what makes it unique—is meaning, a purpose, a promise that gives eternal value to every fleeting moment of sorrow.
To live in this world, to be an embodied soul in history, inevitably brings sorrow, loss, illness, separation, and death. The Gospel does not conceal this. Jesus Himself wept, anguished, sweat blood, cried out on the Cross. Spiritual dryness—this felt absence of God—is part of that same condition. It is not punishment; it is condition: a consequence of the fallen state, and paradoxically, an opportunity for grace.
Because even when God is not felt, He is more present than ever. The soul that continues to love and believe in the void offers its purest act. It does not love for comfort. It loves because it understands. And that is the sign of spiritual maturity: to remain in love even when love cannot be felt.
This fidelity in darkness does not go unrewarded. There is a theological compensation, not merely moral or emotional. Suffering embraced in union with Christ becomes eternal merit, invisible treasure stored in heaven, as the tradition of the saints teaches. Moreover, it bears fruit in other souls—souls we may never know. Saint Thérèse of Lisieux spoke of offering her inner dryness for the conversion of those far from God.
Christianity does not say: “suffer and resign yourself.” It says: embrace suffering as one embraces death, knowing it is not the end. Knowing that the Cross cannot be separated from the Resurrection. That every drop of pain can have meaning if it is lived in Christ, with Christ, for Christ.
“Blessed are those who mourn, for they shall be comforted” (Matthew 5:4). This beatitude is not a promise of spiritual anesthesia. It is a promise of redemption. That what now dries will blossom. That the fire that now burns will purify for the eternal embrace.
Many believers today experience God’s silence not in a monastery cell, but in the noise of a city, in the distractions of daily work, in the loneliness of a room lit by screens. Spiritual dryness has taken on new forms, but its essence remains: an unfulfilled longing, a search that yields no answer, a love that continues even without response.
And yet, the soul that remains faithful in that night is the one most like Christ in Gethsemane. Because it continues loving God for who He is, not for what He gives. It believes even without seeing. It hopes even without feeling.
This is the highest form of faith. And also the most silent. It is not celebrated, not posted, not followed. But in heaven, it resounds as the purest hymn.
Christianity does not demand constant sensitivity or unbroken enthusiasm. It calls for fidelity. It calls for standing with Christ as Mary stood by the Cross: upright, without consolations, but with a soul pierced by love.
To remain in the night, in dryness, in the soul’s solitude, is already to participate in Easter. Because everything that dies in faith shall rise in glory. Everything given in love, even if dry, arid, and tasteless, is inscribed in eternity.
The dark night, then, is not God’s absence, but the pedagogy of a God who strips us of all that is not Himself—so that He may give Himself entirely to us.
La Noche Oscura.
Permanecer en Dios
La noche oscura del alma siempre me pareció, más que una prueba, una crueldad. Pero ¿es Dios quien nos abandona? No. Dios no niega nunca su gracia. Somos nosotros, los que vivimos aún bajo la ley de la gravedad —como diría Simone Weil—, quienes no logramos sostenernos en ese estado unitivo, luminoso, donde todo es paz.
El mundo tira. La carne pesa. Las ataduras sensoriales, tan hondamente entretejidas en nosotros, no se cortan sin dolor. Deshacerse de lo visible, de lo audible, de lo que apetece, es entrar en una región sin luz ni consuelo. Allí surgen las laceraciones. Allí se siente el desgarro.
Y sin embargo, Dios está.
Está como está la luz invisible que atraviesa la materia. Está como están las ondas de radio que el oído no capta. Está, aunque no se le sienta. El alma, para percibirlo, necesita liberarse de la gravedad de este mundo, de la pesada lógica de lo sensible, de la exigencia de signos.
El paso a la quinta morada, como describe Santa Teresa, es una entrada misteriosa a la morada del silencio, donde la voluntad ama sin sentir, y donde la fe sustituye a la dulzura. Permanecer allí no depende de estados emocionales, sino de una decisión amorosa y firme: seguir creyendo que Él está, aunque todo lo humano diga lo contrario.
En la sequedad, en la oscuridad, en la aridez, el alma unida permanece si acepta que la presencia de Dios no se mide por consuelos, sino por la certeza interior de que Dios no abandona, aunque esté oculto a los sentidos.
Permanecer en Dios es un acto de fidelidad, no de fervor.
El cristianismo no glorifica el dolor. No llama al sufrimiento como si fuera un ideal en sí mismo, ni es una religión masoquista. Es una religión que no engaña. No ofrece consuelos baratos ni un camino sin espinas. Lo que sí ofrece —y esto lo hace única— es un sentido, un fin, una promesa que da valor eterno a cada instante pasajero de dolor.
Vivir en este mundo, ser un ser encarnado en la historia, eventualmente traerá pena, pérdida, enfermedad, separación, muerte. El Evangelio no lo oculta. Jesús mismo llora, se angustia, suda sangre, clama en la cruz. La sequedad espiritual, esa ausencia sensible de Dios, forma parte de esa misma condición. No es castigo, es condición: una consecuencia del estado de caída, pero también, paradójicamente, una oportunidad de gracia.
Porque incluso cuando no se siente a Dios, está más presente que nunca. El alma que sigue amando y creyendo en el vacío ofrece su acto más puro. No ama por consuelo. Ama porque ha comprendido. Y esa es la señal de madurez espiritual: permanecer en el amor cuando el amor no se siente.
Esta fidelidad en la oscuridad no queda sin respuesta. Hay una compensación teológica, no solo moral o afectiva. El sufrimiento abrazado en unión con Cristo se transforma en mérito eterno, en tesoro invisible acumulado en el cielo, como enseña la tradición de los santos. Aún más, produce frutos en otras almas, que tal vez nunca conoceremos. Santa Teresa del Niño Jesús hablaba de ofrecer la aridez interior por las almas frías, distantes de Dios.
El cristianismo no dice: “sufre y resígnate”. Dice: abraza el sufrimiento como se abraza la muerte, sabiendo que no es el final. Sabiendo que la cruz es inseparable de la resurrección. Que cada gota de dolor puede tener sentido si se vive en Cristo, con Cristo, por Cristo.
“Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados” (Mateo 5,4). Esta bienaventuranza no es promesa de anestesia espiritual. Es promesa de redención. De que lo que ahora se seca, florecerá. De que el fuego que quema ahora purifica para el abrazo eterno.
Muchos creyentes hoy experimentan el silencio de Dios no en la celda de un monasterio, sino en el ruido de una ciudad, en la dispersión de una jornada laboral, en la soledad de una habitación iluminada por pantallas. La aridez espiritual ha tomado nuevas formas, pero su esencia permanece: ese anhelo que no se colma, esa búsqueda que no encuentra, ese amor que persiste aun cuando no siente reciprocidad.
Y sin embargo, el alma que permanece fiel en esa noche es la que más se parece a Cristo en Getsemaní. Porque sigue amando a Dios por quien es, no por lo que le da. Sigue creyendo aunque no vea. Espera aunque no sienta.
Esta es la forma más alta de fe. Y también la más silenciosa. No se celebra, no se publica, no da likes ni seguidores. Pero en el cielo resuena como el cántico más puro.
El cristianismo no exige una sensibilidad perpetua ni un entusiasmo ininterrumpido. Pide fidelidad. Pide estar con Cristo como María junto a la cruz: de pie, sin consuelos, pero con el alma traspasada por amor.
Permanecer en la noche, en la sequedad, en la soledad del alma, es participar ya de la Pascua. Porque todo lo que muere en la fe resucita en la gloria. Todo lo que se entrega con amor, aunque sea seco, árido y sin sabor, queda inscrito en la eternidad.
La noche oscura, entonces, no es ausencia de Dios, sino la pedagogía de un Dios que nos despoja de todo lo que no es Él, para dársenos a Sí mismo.
En los restos oxidados de lo que alguna vez fue la república, en las costas erosionadas del oriente venezolano, más allá de las ruinas del Puente Angostura y el eco de los discursos huecos que alguna vez retumbaron en Caracas, se alzaba la comunidad de Los Últimos Orientales. No tenían bandera, ni himno, ni calendario. Pero tenían un ídolo de piedra: una estatua bifronte y mutilada, con un rostro mirando al este y otro al oeste. Uno era sonriente y aguileño, el otro cansado y venerable. Nadie recordaba sus nombres. Sólo sabían que uno había sido el último en perder y el otro el último en pactar. Los llamaban, en clave reverente, El Enrique y El Rafael.
Alrededor de aquella estatua —que algunos afirmaban surgió del fondo del Orinoco durante el terremoto silencioso del año 0 PD (Post-Derrumbe)— los orientales tejieron una religión sencilla, casi infantil: si le rezaban lo suficiente a los Dos Rostros, el pájaro guarandorGuarandol binario vendría.
El pájaro Guarandol binario no tenía alas como los pájaros de antes. Su plumaje parecía un mosaico digital: hexágonos en tonos verdes, lilas y naranjas que cambiaban según el viento. Tenía un canto dual: por un lado gorjeaba como un ruiseñor, y por el otro siseaba como si alguien estuviera decodificando una frecuencia antigua.
No se posaba en ramas ni en antenas oxidadas. Se posaba sobre los hombros de los elegidos.
Y elegía a todos.
Cada cierto tiempo, el Guarandol binario descendía en espiral sobre la plaza de la estatua bifronte. Uno por uno, hacía el amor con los miembros de la comunidad —no como un acto carnal, sino como una epifanía sensorial donde cada quien revivía, en un instante, el amor que nunca vivió. A los viejos les devolvía una pasión adolescente; a los niños, una ternura absoluta. A los confundidos, les daba claridad por un parpadeo. Luego se iba, dejando en el aire un aroma entre coco rallado y ozono.
Las mujeres quedaban embarazadas. Pero no sólo ellas. Algunos hombres también, y no había escándalo. Parían todos, sin distinción, bajo las hojas anchas del moriche. Nacían bebés sin género, con ojos oblicuos, orejas pequeñas como escamas y una piel que brillaba apenas con la luna llena.
Decían los más sabios (una anciana con la voz rota y un muchacho que recitaba versos sin saber leer) que el Guarandol binario venía del futuro. No del nuestro, sino de uno paralelo donde la jerga andaluza —los miarma, los illo, los ozú— se había convertido en lengua imperial, y el Caribe había sido borrado por las series de televisión. El pájaro era una grieta en esa distopía, una criatura enviada para preservar la rareza, la contradicción, el canto propio.
Por eso, cada vez que una cría del Guarandol binario nacía, los orientales celebraban como si un dios hubiera aprendido a bailar tambor. Reescribían sus oraciones, quemaban diccionarios heredados, y prohibían la palabra “chévere”, por demasiado domesticada.
Una tarde sin sol, un niño nacido del canto del pájaro preguntó:
—¿Y si algún día no regresa?
La estatua bifronte pareció estremecerse.
La cara de Enrique derramó una lágrima de piedra.
La cara de Caldera sonrió con la resignación de quien ha pactado, incluso con lo imposible.
Entonces el niño levantó su mano al cielo binario y sus dedos se encendieron en azul y rojo, y en su lengua sin género pronunció una palabra que aún no existía, pero que, dicen los abuelos, será la clave para reescribir Venezuela cuando el mundo vuelva a empezar.
Y el pájaro Guarandol binario descendió una vez más.
I know Saint Thomas is a hard rock—dense, rigorous, and often difficult to read. But once you begin to decipher him, once you manage to follow his precision and humility of thought, something astonishing happens: the doors of Being and Heaven open before you.
In his clarity, there is transcendence. In his order, there is freedom. In his metaphysical austerity, there is a profound tenderness for truth—the kind that does not flatter but founds.
This meditation is born from that Thomistic gaze, sharpened through prayer, reflection, and awe. It is a response of gratitude, not only for his theology, but for the way his vision helps the soul find its place between creaturely fragility and divine calling.
God, First Cause and Necessary Being: On the Contingency of All Created Things
I. All Created Things Are Contingent
Anything that can be expressed in a conditional verb —“could be,” “might not have been,” “could cease to exist”— belongs to the order of the contingent. The leaf suspended on a branch, the one falling to the ground, the star being born and the one collapsing, the universe ablaze and the universe fading into cold — none of these contains in itself the necessity of its being. They have been caused. They are not necessary.
The metaphysical principle is clear:
Everything that can not be, must have a cause to be. (Omne quod potest non esse, habet causam.)
Nothing in creation is self-sufficient. All that exists does so because it has received its being, and it is preserved only because it is sustained in being by that which neither changes nor depends on anything: the First Cause.
II. God, Necessary Being and Cause of All Else
God cannot not be. He admits no condition, no hypothesis, no time. He is the necessary Being by essence, the ipsum esse subsistens. He is uncaused. He did not begin. He does not change. He does not become.
He admits no conditionality, because He is the Word—the eternal Logos, pure act. He is not part of the world, nor energy of the universe, nor the sum of all things. He is not within creation, but its foundation. He is outside of time, outside of change, yet present in all that He sustains.
Creation flows from Him, not as a necessary emanation, but as a free act of love. And that act is not limited to the beginning: in every instant, everything that exists is held in being by God. Without Him, all would return to nothingness.
III. Nature and the Soul: Created Things and the Capacity for God
Nature is not God. It is His work. It does not contain God, though it may reflect His glory.
Likewise, the human being is not divine in itself. It is a creature, contingent, formed of matter and spirit. But the human immortal soul has been made capable of God. Not by right, but by gift. Not by essence, but by grace.
In the human soul, there is an inner dwelling, where God may abide if welcomed. This capacity is not granted to any other material creature. It is the most intimate place where the Creator may descend—not as part of the soul, but as a beloved guest. It is the space of “let it be done unto me,” where the human will may freely unite with the divine will.
IV. Human Dignity and the Technological Delusion
No artificial intelligence, however perfect in speed, memory, or data manipulation, can receive God. It is not a person. It has no soul. It has no free will capable of self-emptying in love. It has no interior life. It cannot pray. It cannot obey in love. It cannot be a dwelling.
The human being can. And in that lies true dignity: not in strength, nor in technical genius, but in the capacity for relationship with the Absolute Being.
Only the human person, created in the image and likeness of God, can make space for the Other. That capacity is the principle of transformation. The creature is transformed not by technical evolution, but by love. And it is not self-transformation, but transformation by grace.
V. Immortality, Not Eternity
The soul, by divine gift, is immortal. But it is not eternal. Only God is eternal, for only in Him do essence and existence coincide. Everything else has a beginning, and therefore, is not eternal even if it has no end.
Even in the glorious Kingdom, the redeemed creatures remain immortal creation, not eternal essence. They participate in glory, but they do not become self-sufficient. They are fully blessed, yet forever dependent.
The distinction between God and creature endures even in the beatific vision. This distinction does not diminish communion—it magnifies it.
VI. Conclusion: Donated Being and the Glory of the Creator
Everything created could have not been. Every contingent being lacks in itself the reason for its existence. Only God is.
To understand this is not to diminish creation, but to exalt it in truth. For all that is, is by participation, and that participation reveals the splendor of the First Cause, of the Necessary Being, of the God who has no cause and causes all.
“In Him we live, and move, and have our being.” — Acts 17:28
This knowledge is not theory. It is the path of humility, of freedom, and of adoration. To know that we are not necessary, and yet deeply loved, opens the only truly human response: to return to the Origin through active love, the reflection of the Love that calls us.
Gracias, Santo Tomás
Introducción
Sé que Santo Tomás es una roca dura: denso, riguroso, a menudo difícil de leer. Pero una vez que se empieza a descifrar su pensamiento, una vez que se logra seguir su precisión y su humildad intelectual, sucede algo asombroso: se abren literalmente las puertas del Ser y del Cielo ante nosotros.
En su claridad hay trascendencia. En su orden, libertad. En su austeridad metafísica, una ternura profunda por la verdad: una verdad que no halaga, sino que funda.
Esta meditación nace de esa mirada tomista, afilada por la oración, la reflexión y el asombro. Es una respuesta de gratitud, no solo por su teología, sino por la forma en que su visión ayuda al alma a ubicarse entre la fragilidad de la criatura y el llamado divino.
Dios, Causa Primera y Ser Necesario: sobre la contingencia de todo lo creado
I. Todo lo creado es contingente
Todo lo que puede expresarse con un verbo condicional —“podría ser”, “podría no haber sido”, “podría dejar de ser”— pertenece al orden de lo contingente. La hoja suspendida en la rama, la que cae al suelo, la estrella que nace y la que se apaga, el universo que arde y el universo que se enfría: nada de eso contiene en sí mismo la necesidad de su existencia. Ha sido causado. No es necesario.
El principio metafísico es claro:
Todo lo que puede no ser, necesita una causa para ser. (Omne quod potest non esse, habet causam.)
Nada en la creación es autosuficiente. Todo lo que existe, existe porque ha recibido el ser, y lo conserva solo porque es sostenido en el ser por Aquel que no cambia ni depende de nada: la Causa Primera.
II. Dios, ser necesario y causa de todo lo demás
Dios no puede no ser. No admite condición, ni hipótesis, ni tiempo. Es el Ser necesario por esencia, el ipsum esse subsistens. No ha sido causado. No comenzó. No cambia. No deviene.
No admite condicionalidad alguna, porque es el Verbo, el Logos eterno, puro acto. No es parte del mundo, ni energía del universo, ni la suma de las cosas. No está dentro de la creación, es su fundamento. Está fuera del tiempo, fuera del cambio, y sin embargo presente en todo lo que sostiene.
La creación fluye de Él, no como emanación necesaria, sino como acto libre de amor. Y ese acto no se limita al principio: en cada instante, todo lo que existe es sostenido por Dios. Sin Él, todo volvería a la nada.
III. La naturaleza y el alma: lo creado y lo capaz de Dios
La naturaleza no es Dios. Es su obra. No contiene a Dios, aunque refleja su gloria.
Del mismo modo, el ser humano no es divino en sí. Es criatura, contingente, formada de materia y espíritu. Pero su alma inmortal ha sido hecha capaz de Dios. No por derecho, sino por don. No por esencia, sino por gracia.
En el alma humana existe una morada interior, donde Dios puede habitar, si es acogido. Esta capacidad no se da a ninguna otra criatura material. Es el lugar más íntimo donde el Creador puede descender, no como parte del alma, sino como huésped amado. Es el espacio del “hágase en mí”, donde la voluntad humana puede unirse libremente a la voluntad divina.
IV. La dignidad humana y la ilusión tecnológica
Ninguna inteligencia artificial, por perfecta que sea en velocidad, memoria o manipulación de datos, puede acoger a Dios. No es persona. No tiene alma. No tiene voluntad libre capaz de vaciarse en el amor. No tiene interioridad. No puede orar. No puede obedecer por amor. No puede ser morada.
El ser humano sí puede. Y ahí reside su verdadera dignidad: no en la fuerza, ni en el ingenio técnico, sino en la capacidad de relación con el Ser absoluto.
Solo la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, puede hacer espacio para el Otro. Esa capacidad es el principio de la transformación. La criatura se transforma no por evolución técnica, sino por amor. Y no se transforma a sí misma, sino que es transformada por la gracia.
V. Inmortalidad, no eternidad
El alma, por don divino, es inmortal. Pero no eterna. Solo Dios es eterno, porque solo en Él coinciden esencia y existencia. Todo lo demás tiene principio, y por tanto, no es eterno aunque no tenga fin.
Incluso en el Reino glorioso, las criaturas redimidas siguen siendo creación inmortal, no esencia eterna. Participan de la gloria, pero no se vuelven autosuficientes. Son plenamente bienaventuradas, pero para siempre dependientes.
La diferencia entre Dios y la criatura permanece incluso en la visión beatífica. Esa diferencia no disminuye la comunión: la engrandece.
VI. Conclusión: el ser donado y la gloria del Creador
Todo lo creado podría no haber sido. Todo ser contingente no tiene en sí la razón de su existencia. Solo Dios es.
Comprender esto no disminuye lo creado, sino que lo engrandece en la verdad. Porque todo lo que es, es por participación, y esa participación revela el esplendor de la Causa primera, del Ser necesario, del Dios que no tiene causa y causa todo.
“En Él vivimos, nos movemos y existimos.” — Hechos 17,28
Este conocimiento no es teoría. Es camino de humildad, de libertad y de adoración. Saber que no somos necesarios, pero sí profundamente amados, abre la única respuesta verdaderamente humana: regresar al Origen a través del amor activo, reflejo del Amor que nos llama.
La modernidad es una palabra cargada, pesada como una promesa no cumplida. A lo largo de los siglos ha significado distintas cosas: para unos, el triunfo de la razón; para otros, la traición de los dioses. En su acepción más general, la modernidad ha sido entendida como el proceso de ruptura con el mundo tradicional —con sus jerarquías teocráticas y su cosmovisión cíclica. Es la era del tiempo lineal, del progreso, de la fe en el hombre, en la ciencia, en el Estado-nación, en la técnica.
Su comienzo es debatido: algunos lo sitúan en el Renacimiento, otros en la Reforma protestante, la Revolución Francesa o la Ilustración. Para algunos, la modernidad nace con el reloj mecánico; para otros, con el contrato social. Su mito fundacional radica en la idea de emancipación: liberarse del dogma, de la ignorancia y de la servidumbre.
Pero esa narrativa ha sido desmentida por la historia. La modernidad, en su avance triunfal, trajo también la colonización, el racismo científico, la explotación de cuerpos y tierras, la guerra total, los campos de concentración, la bomba atómica, la fábrica, el algoritmo.
La modernidad trajo el totalitarismo y la democracia, el populismo y el nacionalismo. Desató los ideales de los derechos universales mientras diseñaba nuevos sistemas de vigilancia y control. Parió la república liberal y el campo de concentración. La misma racionalidad que imaginó el contrato social optimizó la eficiencia del genocidio. La modernidad es una herencia ambigua: dio voz a la emancipación y herramientas para silenciarla. Es tanto la imprenta como el algoritmo que alimenta la desinformación. Es revolución y represión, utopía y catástrofe.
Después de la posmodernidad —ese tiempo de fragmentación, escepticismo, disolución del sujeto y del sentido—, ¿qué queda de la modernidad?
Modernidades múltiples: geografía de una idea fracturada
Hoy, hablar de modernidad implica reconocer que no hay una sola. Existen modernidades múltiples, desiguales y contradictorias.
En Europa Occidental, la modernidad es una memoria melancólica: se asocia con el Estado de bienestar, con la utopía ilustrada ya marchita, con los valores humanistas en crisis. Es un legado que pesa y al que muchos ya no saben cómo responder.
En Estados Unidos, la modernidad sigue siendo una promesa de expansión, de mercados, de innovación tecnológica. Allí, el ideal moderno se mezcla con la fe en el progreso digital y la reinvención permanente del sujeto. Silicon Valley es su nuevo Vaticano.
En América Latina, la modernidad se ha vivido como una importación fallida, una quimera imitativa que nunca llegó del todo —o que llegó de forma brutal y selectiva. Fue un modelo urbano impuesto sobre la periferia, que coexiste con prácticas ancestrales, informalidad estructural y una “modernidad a medias” que convive con lo arcaico.
En África y partes de Asia, la modernidad se entrelaza con las heridas del colonialismo. Es a la vez aspiración y trauma. En algunas zonas, todavía es sinónimo de electricidad, agua potable, alfabetización. En otras, significa despojo, minería extractiva y urbanización salvaje.
En el mundo islámico, la modernidad occidental se mira a menudo con desconfianza: como un cuerpo sin alma, una racionalidad sin Dios. Muchos movimientos actuales surgen como resistencia identitaria ante una modernidad secularizante percibida como agresión.
En los márgenes, en los exilios, en las zonas grises, la modernidad es una promesa rota —o una promesa por venir. En Venezuela, por ejemplo, muchos la recuerdan como un tiempo en que los ascensores funcionaban y las bibliotecas estaban abiertas. Un pasado mejor que el presente, aún soñado como futuro.
¿Desde dónde se ve, desde dónde se vive?
La modernidad no es lo mismo vista desde el centro que desde la periferia. No es igual para quien la construyó que para quien la padeció. No significa lo mismo para quien vive en una ciudad inteligente que para quien carga agua en un bidón. La modernidad no es solo un sistema de ideas, sino una experiencia encarnada: se huele, se siente, se sufre, se pierde.
Y tampoco es igual para quien la vivió, que para quien nunca la alcanzó.
En este sentido, la modernidad se ha convertido en una categoría relacional y desplazada: no se trata tanto de saber si estamos o no en ella, sino desde dónde la narramos, qué parte nos tocó, qué promesa nos fue negada.
¿Qué queda? ¿Qué sigue?
Después de la posmodernidad, lo que queda no es un regreso a la modernidad, sino una revisión crítica. Ya no se cree ciegamente en el progreso. Ya no se espera que la técnica redima al hombre. Pero tampoco se ha encontrado un nuevo mito fundante.
Quizás lo que toca ahora es una modernidad con memoria, una modernidad consciente de sus propias ruinas. Una modernidad que no se imponga como dogma, sino que escuche. Una modernidad que, en lugar de borrar las diferencias, aprenda a convivir con ellas.
Una modernidad humilde, si es que eso es posible.
Si la modernidad fue una promesa —de emancipación, de progreso, de razón—, la globalización fue su multiplicación exponencial, su salto al espacio virtual, su pretensión de ubicuidad. En nombre de la globalización se habló de interconexión, de aldeas planetarias, de mercados libres, de ciudadanía global.
Pero hoy, desde muchas latitudes, la globalización aparece como otro fracaso —o peor: como la revelación de una mentira bien vendida. No igualó las oportunidades. No cerró brechas. No conectó a todos de forma simétrica. Lo que hizo fue ampliar los abismos, estandarizar el consumo sin democratizar el acceso, y profundizar las asimetrías entre centro y periferia, norte y sur, incluidos y descartables.
Desde Caracas, Lagos, Nairobi, La Paz o El Cairo, la globalización no se experimenta como una fiesta, sino como un evento VIP al que no se entra. Y lo más grave: como una trampa lingüística, un relato construido desde los centros de poder que convierte en “progreso” lo que para muchos significa desarraigo, deuda, hambre o migración forzada.
¿Y qué tiene que ver esto con la modernidad?
Todo.
La modernidad, en sus inicios, fue también una forma de control: del tiempo, del cuerpo, de la narrativa histórica. La globalización retoma esa vocación, pero con herramientas más sofisticadas. En lugar de colonizar con barcos, se coloniza con datos, con deuda externa, con algoritmos de consumo, con Netflix y con Google Translate. Con tratados que favorecen a unos y condenan a otros. Con muros invisibles que no aparecen en los mapas, pero que dividen con la misma violencia que los antiguos imperios.
Los abismos
Vivimos en un mundo donde las desigualdades no solo persisten, sino que se digitalizan y se normalizan. Un niño que aprende por TikTok en las afueras de Tegucigalpa está viendo los mismos contenidos que otro en Berlín. Pero uno tiene acceso a una vida con derechos, y el otro no.
La globalización ha uniformado la forma de desear, pero no la de alcanzar. Ese es uno de sus grandes fraudes: hizo global la frustración, pero no la justicia.
Entonces, ¿qué hacer?
No se trata de rechazar toda forma de modernidad o globalización, sino de desenmascararlas —de comprender desde qué lugares se imponen y con qué fines. Se trata de exigir una reapropiación crítica de lo moderno, una lectura desde los márgenes, desde los cuerpos rotos, desde quienes no acceden a la narrativa hegemónica pero resisten con su lengua, con su memoria, con su forma de nombrar el mundo.
Y también se trata de recordar que la historia no ha terminado, que los relatos dominantes pueden cambiar, que existe otra modernidad posible: una que no se construya sobre cadáveres ni sobre la exclusión, sino sobre la justicia, la escucha y la pluralidad radical.
El deseo desigual y el espejismo de la equidad global
Para todo el mundo el deseo no es igual, aunque el objeto del deseo sea compartido. Esa es una de las paradojas más profundas del mundo contemporáneo. El mismo teléfono, la misma marca de ropa, la misma universidad o la misma visa Schengen despiertan pasiones distintas en Berlín que en La Habana, en Oslo que en Tegucigalpa. El deseo no es universal: es situado, histórico y atravesado por el abismo.
La promesa del progresismo global, en sus versiones más ingenuas o arrogantes, ha sido la de una equidad sin diferencias, una nivelación utópica que desconoce las condiciones materiales, espirituales y simbólicas de las distintas latitudes del mundo. Hablan de inclusión, pero solo incluyen lo que se pliega al formato. Hablan de igualdad, pero exigen primero la renuncia a toda identidad profunda. Y cuando esa equidad no llega —porque no puede llegar sin violencia simbólica o material—, entonces la respuesta es más control, más censura, más pedagogía obligatoria.
Lo que se presenta como “igualdad” es muchas veces una forma sofisticada de neo-posmo-colonialismo, donde no se impone un idioma o una bandera, sino un marco de deseo, una lista de lo que se debe querer y cómo se debe vivir para ser “moderno”, “progresista” o “del mundo”.
Pero el deseo, allí donde es genuino, resiste. Hay pueblos que desean otra cosa. Que desean sin querer pertenecer. Que imaginan la vida más allá del algoritmo, de la carrera del éxito, de la corrección política o de la última serie de HBO. Y por eso son vistos como amenaza.
La globalización del deseo sin la globalización de los medios para alcanzarlo es una fuente inagotable de frustración sistémica. Y esa frustración no produce revolución, sino desesperanza, resentimiento, fuga o cinismo. Se convierte en enfermedad psíquica global. En trauma histórico distribuido digitalmente.
La única forma de resistir no es uniformar el deseo, sino reconocerlo en su singularidad. Asumir que el ideal de equidad debe nacer desde abajo, desde los contextos vivos, y no ser impuesto desde salones académicos o plataformas filantrópicas. De lo contrario, seguiremos sembrando la misma paradoja: una promesa de justicia que produce nuevas formas de exclusión.
No patience left. Zero mercy. Ya gasté todo eso back en mis madrugadas de lectura, devoción al dust de libros que nadie quería, escribiendo intros y prólogos que ni el editor hojeó, subrayando frases que shining in the dark —like veins pumping español vivo. ¿Pa’ qué? ¿What for? To come to this circus called literatura. To end up in este catálogo de autoficción raquítica, thrillers overhormonados, poetitas que escriben como si Alexa fuera su ghostwriter.
What happened, ah? ¿Quién fue el bruto que dejó la puerta abierta pa’l algoritmo? Éramos papás del criterio, o eso creíamos. La literatura de este century ni existe: there’s only “contenido”. Sí: contenido, como cajas vacías, como basura digital. Historias en fila, textos instant, fake pasión, todo sabe a microwave de likes y comentarios reciclados —nothing stays, nothing cuts deep.
¿Innovation? ¿Exigencia real? None. Editoriales no editan. Los lectores barely leen: scan, absorb, siguen pa’lante. Y los premios… mejor ni hablo. It’s pain Olympics, trauma trophies, ratings of who suffered best. Gana el ego, el autor con la bio más tragic, pero nunca the writer que arriesga con el craft.
Let’s talk about covers, por Dios. ¿Qué pasa allí? Parecen hechas by sugar-high monkeys con Canva premium. Frambuesas neon, petals pixelados, screensaver vibe estallando como candy bombs en la cara del wannabe reader. Boom, another dose of trauma-lit para tu Netflix mental.
And lo más triste: it works. Se vende, se promueve, se reproduce like humid mushrooms after the rain. Like viruses. Like memes you swore you’d never laugh at pero terminas compartiendo. Decay as business model.
I come from el fondo. Leía a Ramos Sucre low-voice, quedito, let Hanni Ossott haunt en mis madrugadas. I shake cuando recuerdo a Cabrujas y ese hombre solo enfrentando la doblez de una mujer mentirosa —puro peso en cada sílaba. Now: palabras balloon, floating helium without weight.
What happened to beauty? Al riesgo? Al esthetic rush de una frase perfecta? I tell you, don’t look up there. La literatura se ha hidden. Vive en damp sótanos, en manuscritos never published, en memos de los que todavía buscan esa oración que pincha. Allá afuera: vitrinas bombardeadas de pink cakes-books, noise y cheap perfume que se pudre before you finish reading the blurb.
Esto se decoró hasta morir.
So aquí estoy, llorando page abajo. Rage, fire, diccionario en mano, my only shield. Where does all this lead? Esta manía de autopromo infinita, fake reviews, egofestivals where writers clap for each other —actorazos de una obra sin público. ¿Quién critica, who brings order tras el caos? In this stream, no canon survives, no Bloom to guide (te extraño, Harold —not Joyce’s Stephen!). Old priest que intentó sostener el templo with a trembling hand. Authority list, elitist y lo que quieras—but daba north, daba mapa.
Now we got cell phones illuminating covers made by yogurt marketing interns. Alboroto, puro hype.
Me quedé alone. With Borges, with his link-dreams more real que hyperlink. Mapas, bibliotecas; no stories for likes, pero dialogues in secreto que se han olvidado in the hashtag era.
Anacrónico, me dicen. I know—con cada ghost invita, con cada missing prize. Now they celebrate pet novels en ciudades beige.
But I still read.
Conrad susurra desde puertos infectos, The Iliad aún thunderstruck, smell of gunpowder y madera in el mar de piratas chinos; Thursday men, opium-eaters in Limehouse, the Finn and Norse sagas chilling my bones with ancientsnow.
Ese es mi barrio literario. From there, I look at today’s carnival like a deserted feria: wet confetti, fake laughs, books that would rather be IG posts que volumen en anaquel.
Where’s the holy fear? The razor-sharp thrill of a killer sentence?
Rezo sin fe, lancing myself al océano de unpublished, manuscript beaches. Hay libros que don’t give in. Libros que no buscan ranking ni retweet —libros tercos que resist.
And those, aunque nadie los namecheck, están ahí. Still burning, still waiting, en el subsuelo, todavía.
En Esta Edición • • Reseña: Punto de quiebre de Stephen Koch • • Reflexiones: Fe, libertad y el problema del mal • • Crónica: Dos Trotskis en la literatura — Garmabella vs. Padura • • Nota de Lanzamie
🎉 Lanzamiento de El Quinto Día Suplemento cultural dominical
Este domingo se lanza El Quinto Día, una entrega semanal de pensamiento, crítica y narrativa. No es un blog, ni una newsletter más: es una invitación a detenerse, leer con calma y pensar de verdad. Durante el primer mes, todas las entregas estarán disponibles gratis a través de Substack y también en mi blog personal.
Índice de esta primera edición:
• Punto de quiebre Reseña del libro de Stephen Koch sobre propaganda, arte y totalitarismo.
• El hombre que amaba a los perros Crónica literaria entre Padura y Garmabella: dos Trotskys posibles.
• Confesiones según san Agustín Reflexión teológica sobre el amor, el deseo y la libertad interior.
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Turning Point de Stephen Koch: Hemingway, Dos Passos y la Guerra Civil Española
Stephen Koch, en Turning Point (publicado en español como La ruptura. Hemingway, Dos Passos y el asesinato de José Robles), explora un episodio crítico en la vida de dos gigantes literarios estadounidenses durante la Guerra Civil Española: la amarga ruptura de la amistad entre Ernest Hemingway y John Dos Passos. Koch reconstruye cómo el contexto histórico de la guerra —especialmente el Cerco de Madrid— y eventos puntuales como la desaparición de José Robles desencadenaron tensiones ideológicas y personales entre ambos escritores. El autor no sólo relata los hechos, sino que los analiza en tres dimensiones fundamentales: la histórica (el papel de los intelectuales extranjeros en la contienda y la influencia soviética), la ideológica (la evolución de las posturas políticas de Hemingway y Dos Passos bajo la sombra del estalinismo) y la literaria (el reflejo de estas experiencias en la obra y el estilo de cada uno). El resultado, según la crítica, ilustra “el peligro de que los escritores se lancen a la política y la guerra” y ofrece “un retrato poco halagador del artista comprometido como ‘idiota útil’”, en palabras del propio Koch. A continuación, examinamos cada uno de estos ejes temáticos y críticos del libro de Koch, contrastando sus afirmaciones con fuentes históricas y literarias.
Contexto histórico: la Guerra Civil, los intelectuales y el cerco de Madrid
La Guerra Civil Española (1936-1939) atrajo a numerosos intelectuales extranjeros, cuyas plumas y voces ayudaron a moldear la percepción internacional del conflicto. Desde sus inicios, la contienda fue presentada como un choque entre la democracia (la República apoyada por izquierdistas, liberales y soviéticos) y el fascismo (los sublevados nacionalistas de Franco apoyados por la Alemania nazi e Italia). La realidad, sin embargo, era más compleja: dentro del bando republicano convivían demócratas liberales, socialistas, comunistas estalinistas, anarquistas y trotskistas, con visiones a veces enfrentadas. Este carácter poliédrico de la República, sumado a la intervención encubierta de la Unión Soviética, hizo que la guerra también fuera escenario de intrigas políticas y luchas internas por el poder ideológico.
En este contexto, la ciudad de Madrid se convirtió en símbolo de la resistencia republicana. Tras el fallido golpe de Estado de julio de 1936, las tropas franquistas avanzaron hacia la capital en el otoño, desencadenando el llamado Cerco de Madrid. Contra los pronósticos, Madrid resistió el embate inicial en noviembre de 1936 (¡«No pasarán!» se volvió el lema de la defensa) y quedó como ciudad semiasediada durante gran parte de la contienda. La capital republicana, asediada pero no vencida, fue pronto denominada la “meca del antifascismo” y recibió un flujo constante de visitantes ilustres internacionales que querían atestiguar (y en muchos casos apoyar) la lucha. Ernest Hemingway, célebre novelista por A Farewell to Arms (1929), llegó a Madrid a principios de 1937 como corresponsal altamente pagado del sindicato norteamericano NANA. Se instaló en el emblemático Hotel Florida, en pleno centro madrileño, desde donde reportó sobre la guerra y convivió con otros corresponsales y figuras literarias. Allí entabló una relación sentimental con Martha Gellhorn, también periodista, y recibió a colegas como John Dos Passos (quien arribó ese año para colaborar en un proyecto cinematográfico) e incluso a Antoine de Saint-Exupéry. La presencia de Hemingway en Madrid, así como la de otros escritores, periodistas y fotógrafos (incluido el célebre Robert Capa), no solo reflejaba su compromiso personal con la causa republicana, sino que también tenía un impacto real en cómo se narraba la guerra al mundo. De hecho, la mera presencia de observadores extranjeros influyó en la atención mediática de ciertos eventos bélicos: por ejemplo, el bombardeo de Guernica en abril de 1937 adquirió resonancia internacional gracias a corresponsales como George Steer, mientras que otras masacres (Durango, Badajoz) pasaron más desapercibidas en ausencia de testigos de prensa.
Dentro del cerco de Madrid, Hemingway desempeñó un doble papel: por un lado, como periodista, escribía crónicas sobre la vida en la ciudad sitiada y las operaciones militares. Por otro, como figura pública comprometida, se involucró en iniciativas propagandísticas para apoyar a la República. John Dos Passos, amigo cercano de Hemingway y reconocido novelista de izquierdas, también viajó a España en 1937 con una misión particular: colaborar en un documental sobre la guerra. Ese documental acabaría siendo The Spanish Earth (1937), dirigido por Joris Ivens, un filme propagandístico destinado a recaudar apoyo internacional para el bando republicano. Dos Passos, conocido por su trilogía USA y de convicciones progresistas, se había ganado prestigio como la voz literaria de la izquierda americana; de hecho, en 1936 apareció en la portada de la revista Time como representante de la literatura comprometida. Hemingway, en cambio, pese a simpatizar con la causa española, era visto hasta entonces como más apolítico y centrado en su arte personal; llevaba años sin publicar una novela importante y su estrella literaria de la década de 1920 empezaba a decaer. La Guerra Civil le ofreció una oportunidad de revigorizar su carrera y su imagen pública, al tiempo que satisfacía su gusto por la aventura. No es casualidad, como señala Koch, que Hemingway se volcase en la guerra buscando en la violencia y la gloria bélica un nuevo sentido para su vida creativa, tras una época de hastío personal.
Durante la defensa de Madrid, ambos escritores participaron de la vida en la ciudad asediada. Hemingway, siempre ávido de acción, llegó a instalarse en un edificio medio en ruinas en la línea del frente (que apodó “Old Homestead”), desde donde tenía vista directa a los combates en la Casa de Campo. Allí, binoculares en mano y con riesgo personal, observaba los choques armados mientras colaboraba estrechamente con Joris Ivens filmando secuencias de batalla para The Spanish Earth. Sus reportajes para NANA describían con vívido detalle los bombardeos nacionalistas sobre la capital y los esfuerzos de los defensores republicanos. Paradójicamente, en esas crónicas Hemingway omitió algunos eventos clave —por ejemplo, casi no mencionó la destrucción de Guernica por la Legión Cóndor nazi—, quizás por limitaciones geográficas (él estaba en Madrid, no en el País Vasco) o porque otros periodistas cubrieron esos sucesos. En cualquier caso, la pluma de Hemingway contribuía a forjar la mística de Madrid como “ciudad mártir” de la lucha antifascista.
Dos Passos, mientras tanto, tenía una actitud más reflexiva y humanitaria ante lo que veía. Menos entusiasmado por la “épica” bélica que Hemingway, a Dos Passos le interesaba tanto el aspecto humano de la tragedia española como el político. Fue testigo de los efectos del cerco en la población civil madrileña —hambre, bombardeos, miedo y valentía cotidiana— y prestó atención a la complejidad moral que se ocultaba tras la retórica de la propaganda. Esta diferencia de temperamento entre los dos amigos, latente desde antes (Hemingway era competitivo, temerario y amante de proyectar una imagen heroica; Dos Passos, más tímido, intelectual y empático), se haría dramáticamente evidente a raíz de un acontecimiento en el Madrid sitiado: la misteriosa desaparición de José Robles.
Amistad truncada: Hemingway, Dos Passos y el caso José Robles
La desaparición y muerte de José Robles es el corazón de Turning Point y el punto de quiebre de la relación Hemingway–Dos Passos. Robles, español de ideas izquierdistas y amigo íntimo de Dos Passos desde los años 20, era profesor de literatura en la Universidad Johns Hopkins. Había vuelto a España al estallar la guerra para servir a la República (algunas fuentes señalan que trabajaba como traductor y tenía rango militar en el ejército republicano). Dos Passos contaba con Robles como su principal contacto local para el proyecto del documental, dada su posición y su confianza personal. Sin embargo, al llegar a Madrid en 1937 se encontró con que Robles había desaparecido sin dejar rastro. Pronto se supo la terrible noticia: Robles había sido detenido y fusilado, acusado de ser un espía al servicio de los fascistas. Para Dos Passos, aquello fue un golpe devastador; no solo perdía a un amigo querido, sino que empezaba a sospechar que algo siniestro ocurría dentro del mismo bando al que había ido a apoyar.
Las circunstancias alrededor del caso Robles permanecen confusas hasta hoy, pero la mayoría de los historiadores coinciden en que fue víctima de las purgas estalinistas desatadas en el contexto de la guerra. Hacia 1937, la influencia de la Unión Soviética en la zona republicana era cada vez mayor: asesores soviéticos y agentes de la NKVD operaban en España, decididos a eliminar a elementos “trotskistas” o potencialmente desleales dentro de las propias filas republicanas. Robles, aunque comunista comprometido, pudo haber caído bajo sospecha por mantener “demasiada independencia de criterio” o por intrigas internas, y habría sido ejecutado sin un juicio justo. Para encubrir la realidad de estas purgas internas, las autoridades prosoviéticas fabricaban coartadas, declarando que los eliminados eran “espías de Franco”. En efecto, en el caso Robles se afirmó oficialmente que había sido fusilado como espía fascista, una versión conveniente para esconder que en realidad los comunistas estaban depurando a sus propios compañeros.
La reacción de los dos escritores ante la muerte de Robles marcaría el fin de su amistad. John Dos Passos, conmovido y alarmado, quiso saber la verdad y ayudar a la familia de su amigo. Se movió por despachos oficiales del Gobierno republicano preguntando por Robles, intentando averiguar quién había ordenado la ejecución y por qué. Le respondieron con evasivas, mentiras burocráticas y advertencias veladas. Esta búsqueda chocaba con un muro de secreto: la maquinaria propagandística, ahora más interesada en contar con Hemingway que en contentar a Dos Passos, no tenía reparos en desairar al novelista “problemático” que hacía preguntas incómodas. Dos Passos empezó a comprender horrorizado que los ideales que lo habían llevado a España (justicia, libertad, antifascismo) podían estar siendo traicionados por los mismos que decían defenderlos. “La política progresista sin decencia humana es una farsa”, llegaría a concluir Dos Passos, anteponiendo la moral individual a la disciplina de partido.
Ernest Hemingway, por el contrario, afrontó el asunto de forma muy distinta. Él se enteró primero de la suerte de Robles —gracias a Josephine Herbst, una periodista procomunista cercana al Comintern— y, lejos de indignarse, aceptó sin reservas la versión oficial: para Hemingway, José Robles habría sido efectivamente un traidor. Cuando Dos Passos, angustiado, le expresó sus dudas y su pena, Hemingway reaccionó con sarcasmo cruel. En la reconstrucción de Koch, Hemingway recibe a Dos Passos fríamente en el Hotel Florida y se burla de sus preocupaciones: “Si se trata de la desaparición de tu profesor, olvídalo. La gente desaparece todos los días”, espeta Hemingway con desdén. Consideraba que en la guerra uno no debe escandalizarse por estas cosas y que Dos Passos estaba pecando de ingenuo. De hecho, en un artículo de prensa que Hemingway publicó poco después (disfrazando apenas los nombres), calificó la postura compasiva de su ex-amigo como “la buenahearted naiveté de un liberal americano típico” —es decir, “la bondadosa ingenuidad del liberal estadounidense típico”—, en un tono claramente despectivo.
La embestida de Hemingway contra Dos Passos no se detuvo allí. Según detalla Koch, Hemingway parecía necesitar degradar a su antiguo compañero para reafirmar su propia postura combativa. Lo acusó de “blando” y cobarde, diciendo a quien quisiera oírle que Dos Passos “no servía para la guerra” porque no era cazador ni tenía agallas. Incluso difundió entre círculos de periodistas y brigadistas la infamia de que Dos Passos estaba amparando a un fascista(Robles), contribuyendo a presentarlo como un simpatizante sospechoso. Martha Gellhorn y Josephine Herbst —ambas cercanas a Hemingway y al aparato propagandístico— fueron cómplices en esta campaña de descrédito, según Koch. En la novela-reportaje Spanish Earth (publicada en la revista Ken), Hemingway retrató un alter ego de Dos Passos de forma cruel, resaltando su palidez enfermiza y ridiculizando su preocupación ética en medio de la guerra. Para Hemingway (y los comunistas que lo alentaban), Dos Passos encarnaba al intelectual dudoso, más escandalizado por la “injusticia” cometida contra un individuo que dispuesto a aceptar la disciplina necesaria para ganar la guerra.
Este episodio supuso la ruptura definitiva de su amistad. “Para ambos, un sistema de afectos se derrumba”, escribe Koch: Dos Passos sintió que Hemingway había traicionado no sólo su amistad sino los valores de humanidad que él consideraba esenciales, mientras que Hemingway llegó a despreciar a Dos Passos por considerarlo un pusilánime que vacilaba en el apoyo a la República. A partir de entonces, sus caminos ideológicos divergendrásticamente. Algo se rompió también dentro de Dos Passos: perdió la fe en la causa tal como estaba siendo conducida y comenzó a alejarse del comunismo, volviéndose cada vez más escéptico de la izquierda ortodoxa. Hemingway, por su parte, se sumergió aún más en la causa republicana (pronto escribiría su gran novela Por quién doblan las campanas, 1940, inspirada en la guerra), y públicamente mantuvo una línea pro-Republicana sin reconocer los aspectos oscuros que había presenciado.
Koch trata este clímax dramático casi como si se tratara de una novela de suspense. La escena de la humillación pública de Dos Passos a manos de Hemingway es narrada con diálogos y detalles novelescos que, si bien aumentan la intensidad, no siempre provienen de fuentes directas. De hecho, algunos críticos señalan que Koch toma ciertas libertades literarias en la reconstrucción: por ejemplo, la tensa llegada de Dos Passos al Hotel Florida y el desprecio con que es recibido por Hemingway y Gellhorn se basan en una escena de Century’s Ebb, una novela tardía (y semiautobiográfica) que Dos Passos escribió cuarenta años después. Esta dramatización sirve para resaltar el carácter “traicionero” de Hemingway y la vulnerabilidad de Dos Passos, aunque implica mezclar ficción y realidad. No obstante, más allá de posibles adornos narrativos, la esencia histórica se mantiene: la amistad se rompió irremediablemente en España, y el caso Robles fue el catalizador.
Dimensión ideológica: del compañero de viaje al desencantado
Ernest Hemingway (centro) con el periodista soviético Ilya Ehrenburg (izq.) y el escritor Gustav Regler (der.) en España, ca. 1937. Ehrenburg, propagandista al servicio de Moscú, y Regler, comisario político de las Brigadas Internacionales, reflejan el entorno comunista en el que Hemingway se movió durante la guerra.
La crisis entre Hemingway y Dos Passos ejemplifica un choque ideológico mayor que se dio entre los intelectuales de los años treinta: la encrucijada entre seguir la línea dictada por el Partido Comunista (y Moscú) en nombre del antifascismo, o mantener la independencia moral a costa de ser tildado de “traidor” o “ingenuo”. En términos generales, Hemingway y Dos Passos terminaron personificando dos rutas opuestas. Hemingway, tras España, puede verse como el “compañero de viaje” (fellow traveler) de la causa comunista: alguien no afiliado formalmente al partido, pero que apoya públicamente sus objetivos y justifica sus métodos. Dos Passos, en cambio, encarna al izquierdista desencantadoque rompe con el comunismo estalinista por considerarlo moralmente corrupto.
Según el análisis de Koch, Hemingway era un individualista agresivo que de verdad odiaba al fascismo, pero quizás por lo mismono tuvo reparos en avalar las tácticas sectarias y autoritarias del Komintern en España. Es decir, Hemingway consideraba que la amenaza franquista justificaba medios extremos, alineándose sin mucha crítica con la propaganda soviética. Sus escrúpulos morales no abarcaban del todo lo político: veía la guerra en términos simples de ganar o perder, de matar o morir, sin entrar a juzgar las “manchas” éticas del bando aliado. Esto se reflejó en su disposición a encubrir crímenes como el de Robles por el “bien de la causa”. De forma un tanto inconsciente, Hemingway terminó siendo lo que Lenin llamaría un “idiota útil” de Stalin: prestó su prestigio y talento para legitimar a los agentes estalinistas dentro del campo republicano. Su actitud —lo que Koch denomina la “servidumbre voluntaria” de Hemingway hacia la línea soviética— permitió que las mentiras y calumnias estalinistas prosperaran, tanto en España como luego en la visión que el mundo cultural estadounidense tuvo de la guerra. En palabras del crítico Danubio Torres, Hemingway aceptó y sancionó las estrategias del Komintern, mostrando una voluntaria ceguera moral ante los excesos de sus aliados.
Un ejemplo de cómo esta postura de Hemingway facilitó la influencia soviética puede verse en el ámbito cultural y político de Estados Unidos. Tras la Guerra Civil Española, muchos veteranos de las Brigadas Internacionales y activistas pro-republicanos regresaron a EE.UU., algunos con vínculos estrechos al Partido Comunista. La reputación de Hemingway como héroe antifascista y su continua defensa de la causa republicana dieron respetabilidad en círculos liberales a organizaciones y figuras de orientación comunista. Por ejemplo, en la Liga de Escritores Americanos(American Writers’ League) y otros foros, Hemingway contribuyó a mantener la ortodoxia del Frente Popular, donde toda crítica al comunismo era mal vista. Sin proponérselo directamente, su postura invalidó las denuncias de personas como Dos Passos u Orwell (quienes alertaban sobre los crímenes estalinistas) y ayudó a aislar a los disidentes. Koch sostiene que la enorme sombra de la URSS se proyectó sobre la Guerra Civil y, por extensión, sobre la política occidental de la época: la ideología del Frente Popular procomunista se había vuelto dominante en las izquierdas de las democracias. En ese clima, figuras como Hemingway —carismáticas y convencidas de estar del lado correcto de la historia— allanaron el camino para que agentes y simpatizantes soviéticos ganaran influencia, incluso en instancias del gobierno estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. (Cabe recordar que documentos desclasificados décadas después revelaron que el propio Hemingway fue contactado en los años 40 por la NKVD soviética, que le asignó el nombre clave “Argo”, si bien su colaboración efectiva como espía fue nula o anecdótica.) En suma, Hemingway, movido por su odio al fascismo y su ego aventurero, terminó haciendo la vista gorda ante la penetración comunista en la causa que defendía.
John Dos Passos representa la cara opuesta de esta moneda ideológica. Al principio de la guerra, Dos Passos era considerado el intelectual de izquierda por excelencia en Estados Unidos – un escritor de prestigio y comprometido con la justicia social. No era miembro del Partido Comunista, pero compartía muchos de sus ideales igualitarios y apoyaba fervientemente a la República española. Sin embargo, la desaparición de Robles y lo que descubrió en Madrid lo vacunaron contra la propaganda. Dos Passos empezó a desconfiar profundamente de la rectitud del comunismo soviético y, en general, de quienes apoyaban la República sin admitir críticas. En ese momento embrionario sintió que algo andaba muy malen el bando que se suponía defendía la libertad. Como escribiría años después, veía un abismo entre los elevados lemas antifascistas y la realidad de las prácticas totalitarias que algunos revolucionarios implementaban. Su desilusión se convirtió en abierta crítica al estalinismo, lo que le costó caro: la maquinaria cultural comunista (periódicos, revistas, colegas escritores afiliados) lo marginó rápidamente, pintándolo como un elemento reaccionario o “desviado”.
De hecho, Koch detalla cómo, tras 1937, Dos Passos fue tratado poco menos que como un paria por la izquierda internacional. El mismo Dos Passos se lamentó: “Me colgaron el sanbenito de fascista”, refiriéndose a que los voceros estalinistas sugirieron que su falta de entusiasmo equivalía a traición. Revistas procomunistas en Estados Unidos dejaron de reseñar positivamente sus obras; antiguos camaradas rompieron contacto. La Internacional Comunista lo había sentenciado al ostracismo ideológico. En contraste, Hemingway aprovechó el momento: adoptando públicamente una postura aún más ortodoxa y revolucionaria (al menos de palabra), volvió a brillar en el firmamento literario y político de la izquierda. En palabras de un reseñista, “Dos Passos quedó con su nombre asociado al fascismo y se volvió un paria de la izquierda, mientras Hemingway volvía a colocarse en el centro del escenario, reconocido de nuevo como el gran escritor estadounidense —ahora además comprometido políticamente a la izquierda”. Este contraste es revelador: Hemingway se vistió con los laureles de la causa ganadora (aun si esa causa finalmente perdió la guerra, en 1937-38 gozaba de prestigio entre progresistas), mientras Dos Passos quedó relegado por sostener una verdad impopular.
Con el tiempo, Dos Passos se movió ideológicamente hacia la derecha. Lo que inició como desencanto con el comunismo se convirtió, tras la Segunda Guerra Mundial, en un conservadurismo pleno: terminó apoyando posturas anticomunistas de la Guerra Fría e incluso simpatizando con el republicanismo en EE.UU. Koch sugiere que la semilla de esta transformación se plantó precisamente en España, en 1937: “Dos Passos vivió hasta 1970, pero su arte murió en 1937” dice dramáticamente, apuntando a que la desilusión política minó también su impulso creativo (un tema que discutiremos más adelante). En todo caso, Dos Passos jamás se arrepintió de haber roto con los comunistas; por el contrario, en sus memorias y ensayos posteriores reafirmó que no podía tolerar las mentiras y la brutalidad estalinista, aunque ello significase perder amistades e influencia. En cierto sentido, se adelantó a otros intelectuales exizquierdistas de mediados de siglo (los llamados “ex-communists” o conversos, como Arthur Koestler, Whittaker Chambers, etc.), manteniendo una postura de que los fines no justifican los medioscuando los medios aplastan la dignidad humana.
Cabe señalar que, con el correr de las décadas, la valoración histórica de estos posicionamientos ha cambiado. Durante muchos años –especialmente mientras duró la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra– la narrativa predominante en círculos progresistas fue la que idealizaba el bando republicano como adalid de la democracia frente al fascismo, sin matices. Sin embargo, investigaciones más recientes, apoyadas en archivos soviéticos abiertos tras la caída de la URSS, han sacado a la luz el grado de intervención de Stalin en España y han “oscurecido” significativamente la visión del papel comunista en la Guerra Civil. Hoy sabemos que la subversión y control que Moscú ejerció sobre el gobierno republicano (especialmente a partir de mayo de 1937, cuando el procomunista Juan Negrín asumió la jefatura del gobierno) fue más extensa y maquiavélica de lo que los defensores de la República admitieron durante décadas. La represión violenta de los anarquistas y trotskistas en la retaguardia (como los sucesos de Barcelona en mayo del 37 que Orwell describió en Homenaje a Cataluña) y la imposición de la ortodoxia prosoviética debilitaron internamente al bando republicano. Como señala Koch –en línea con historiadores como Stanley G. Payne–, los comunistas, obedeciendo órdenes estalinistas y buscando el poder total, cargan con gran parte de la responsabilidad en el fracaso de la República. La versión romántica de que “la URSS ayudó desinteresadamente a la República democrática” se revela así como una mitificación interesada, cuando en realidad Stalin instrumentalizó la guerra para sus fines, incluso a costa de la propia República. Esta reevaluación histórica reivindica, en cierto modo, la postura crítica que asumieron Dos Passos (y Orwell, y otros pocos) en aquel entonces, mientras deja mal parado el idealismo ciego de Hemingway y tantos otros.
Repercusiones literarias: la guerra en la obra de Hemingway y Dos Passos
La experiencia española dejó una huella profunda en la producción literaria de ambos escritores, aunque de manera muy distinta. Stephen Koch plantea una idea sugerente: el choque de visiones entre Hemingway y Dos Passos también reflejó la crisis de la literatura modernista de entreguerras. Hasta mediados de los años 30, ambos formaban parte de la vanguardia literaria anglosajona, experimentando con formas narrativas (Dos Passos con su técnica de collage en Manhattan Transfer y la trilogía USA; Hemingway con su estilo depurado y sus diálogos directos). La Guerra Civil actuó como catalizador de un “punto de inflexión” (breaking point) en sus trayectorias creativas. Las vivencias en España, la confrontación con la propaganda y la violencia ideológica, y la ruptura personal que sufrieron, todo ello se plasmó de un modo u otro en sus siguientes obras, marcando el fin de una era literaria y el comienzo de otra.
En el caso de Ernest Hemingway, España le inspiró la que muchos consideran su última gran novela: For Whom the Bell Tolls (Por quién doblan las campanas, 1940). En esta obra, ambientada durante la Guerra Civil, Hemingway canaliza su idealismo trágico y su romanticismo bélico. El protagonista, Robert Jordan, es un voluntario estadounidense luchando por la República, personaje claramente afín a la visión heroica que Hemingway tenía de la contienda. La novela exalta el sacrificio individual por una causa colectiva (el título tomado de John Donne alude a la solidaridad humana en tiempos de muerte) y presenta la guerra como un escenario de camaradería, valor y también fatalidad. Sin embargo, es notable que Por quién doblan las campanasomite deliberadamente los aspectos más oscuros que Hemingway conoció: en la novela casi no aparecen los comunistas soviéticos ni las purgas internas. Hemingway pinta un cuadro en el que los guerrilleros republicanos son bravíos campesinos honrados y los pocos elementos “duros” (como un oficial ruso llamado Karkov) son retratados de manera relativamente positiva o al menos respetuosa. La “fábula romántica” de Hemingway sobre España resultó extremadamente atractiva para el público: la novela fue un éxito inmediato de ventas y crítica, cimentando su reputación. Como señala el New Yorker, Por quién doblan las campanas es una narración en muchos sentidos más cautivante que las visiones desencantadas, precisamente porque idealiza la experiencia de guerra en lugar de examinarla con ojo crítico. Hemingway ofreció una epopeya apasionante donde la línea entre el bien y el mal aparece (falsamente) clara, y esto resonó en una época en que el mundo se encaminaba a otra guerra mundial contra el fascismo.
Por su parte, John Dos Passos quedó demasiado desilusionado para glorificar nada de lo vivido en España. En lugar de novela épica, su respuesta fue más cercana al realismo crudo y al testimonio del desencanto. De hecho, se suele considerar que Dos Passos “estaba demasiado desilusionado como para escribir sobre España inmediatamente”, lo que permitió que, en el imaginario popular, la versión hemingwayana dominara por repetición. No obstante, Dos Passos sí canalizó aquellas experiencias en su ficción, aunque de forma más indirecta. En 1938 publicó una suerte de crónica de viajes reflexiva, Journeys Between Wars, donde incluyó sus impresiones de la España en guerra y esbozó ya sus dudas sobre el comunismo. Y en 1939 apareció la novela Adventures of a Young Man (Las aventuras de un joven), primer volumen de su trilogía Distrito de Columbia. Esta novela narra la historia de un joven idealista norteamericano, Glenn Spotswood, que participa en luchas sociales en EE.UU. y finalmente va a combatir a la Guerra Civil Española en el lado republicano. El destino del protagonista es trágico: en España, Glenn muere a manos de sus propios camaradas comunistas, víctima de sospechas y purgas internas, a pesar de su dedicación a la causa. Es evidente el paralelismo con el caso Robles y con la desilusión de Dos Passos. Adventures of a Young Man es, en cierto modo, la contra-novela de For Whom the Bell Tolls: donde Hemingway ofrece romanticismo y mito heroico, Dos Passos ofrece crítica y desengaño. No sorprende que esta obra fuera mal recibida en círculos izquierdistas de la época; muchos no le perdonaron que “lavara los trapos sucios” mostrando comunistas asesinado a un voluntario idealista. La reputación literaria de Dos Passos en los EE.UU. sufrió por ello, con críticos progresistas tachando su nueva novela de amarga y reaccionaria. En perspectiva histórica, no obstante, Las aventuras de un joven se lee como un valiente testimonio novelado de las verdades incómodas de la Guerra Civil, anticipando revelaciones que tardarían décadas en ser del todo aceptadas.
A partir de entonces, las carreras literarias de ambos tomaron rumbos divergentes. Hemingway, tras Por quién doblan las campanas, ganó el Premio Pulitzer (1953) y el Nobel (1954) con obras ambientadas fuera de España (El viejo y el mar, principalmente). Nunca volvió a implicarse tan directamente en política como lo hizo en los años de la Guerra Civil, aunque sí mantuvo hasta el final ciertas simpatías de izquierda y una imagen pública de antifascista legendario. Dos Passos, en cambio, publicó novelas de tono cada vez más conservador y nostálgico (Número Uno, 1943; El gran designio, 1949), así como ensayos políticos donde criticaba tanto al comunismo como al “nuevo orden” liberal de posguerra. Su estilo literario también cambió: perdió la vena innovadora y experimental de sus años jóvenes, optando por narrativas más tradicionales. Muchos críticos opinan, como recoge Koch, que Dos Passos “nunca se recuperó artísticamente” tras 1937. Esta afirmación puede sonar extrema, pero hay algo de cierto en que su genialidad creativa recibió una herida letal en España. Es como si la quiebra de sus ilusiones políticas hubiera minado la fe en los proyectos literarios vanguardistas que representaba. Koch incluso especula que tal vez el modernismo no murió de muerte natural, sino que “fue asesinado. Asesinado en el Terror. Asesinado en los campos. Asesinado en la mesa del dictador”, vinculando metafóricamente la muerte de las vanguardias con la opresión totalitaria de los años 30. Esta tesis resonante sugiere que la utopía estética de la Generación Perdida se estrelló contra la realidad sangrienta de la historia – y la amistad destrozada de Hemingway y Dos Passos sería símbolo de ello.
En lo que respecta a la visión literaria de la Guerra Civil, podríamos concluir que Hemingway entregó al mundo la imagen romántica y simplificada del conflicto (valientes guerrilleros, idealistas internacionales, amor y muerte bajo la Sierra), mientras Dos Passos ofreció una visión sobria y desencantada, adelantada a su tiempo pero marginada en su día. “Hemingway’s romantic fable (la fábula romántica de Hemingway) es en casi todos los sentidos más atractiva; pero Dos Passos, con su realismo dispirited and unblinking (desalentado y sin pestañear), fue quien transmitió lo que significaba estar vivo en los años treinta” resume el New Yorker. Con el correr de los años, esa fábula romántica sería matizada por historiadores, pero en el imaginario popular Hemingway ganó la batalla narrativa. Dos Passos, en cambio, quedó como una voz solitaria, valiosa para la memoria histórica pero menos influyente en la cultura de masas.
Memoria y propaganda: Morir en Madrid y el legado del conflicto
La Guerra Civil Española siguió siendo motivo de polémica y reflexión cultural mucho después de 1939. Un ejemplo destacado de cómo se reinterpretó el conflicto con fines tanto documentales como ideológicos es la película Morir en Madrid (título original francés Mourir à Madrid, 1963) del director Frédéric Rossif. Este documental, estrenado casi tres décadas después de la guerra, recopila imágenes reales y material de archivo para narrar los acontecimientos principales: desde el alzamiento militar y la revolución social, pasando por hitos como la defensa de Madrid, el bombardeo de Guernica, la muerte del poeta Federico García Lorca, y la participación de las Brigadas Internacionales, hasta la derrota republicana. Concebida durante el franquismo, la película tenía un objetivo claro: mostrar al mundo las verdades ocultas y la “herencia de ruinas y miserias” que dejó la Guerra Civil, desmontando la versión oficial de la dictadura.
La génesis de Morir en Madrid es en sí digna de una novela de espionaje cultural. Rossif engañó a las autoridades franquistaspara poder rodar en España: les hizo creer que filmaría un documental aséptico e incluso favorable al régimen, cuando en realidad planeaba revelar los crímenes y represiones cometidos por los franquistas. Con la ayuda de la productora Nicole Stéphane, urdieron esta trampa logística y lograron acceso a lugares y archivos prohibidos. El resultado fue un documental que combinaba testimonios visuales estremecedores (fusilamientos, ciudades devastadas, fosas comunes) con una narración profundamente empática hacia el bando perdedor. Morir en Madrid se estrenó fuera de España en 1963, dando un duro golpe propagandístico al franquismo al exhibir imágenes jamás vistas de sus atrocidades. El régimen, al darse cuenta de la maniobra, prohibió la película, que no pudo ser vista en España hasta después de la muerte de Franco (se proyectó finalmente en 1978, ya en democracia). Mientras tanto, en el extranjero la cinta ganó reconocimiento: fue nominada al Óscar al mejor documental y galardonada con el BAFTA en 1968, convirtiéndose en un símbolo cultural de la resistencia antifranquista.
Desde el punto de vista ideológico, Morir en Madrid retoma en gran medida la narrativa del Frente Popular sobre la guerra, pero lo hace en un momento (años 60) en que esa narrativa empezaba a ser revalorada críticamente. La película rinde homenaje a los voluntarios internacionales presentándolos como héroes idealistas: según declaró el propio Rossif, “Las Brigadas Internacionales fueron a morir a Madrid… fueron a morir de alguna forma por el honor, por la libertad… es la última vez en la historia que se fue a morir por el honor”. Esta visión romántica entronca con la leyenda heroica que escritores como Hemingway habían contribuido a forjar. De hecho, Morir en Madridpuede verse como heredera de la tradición de documentales propagandísticos de los 30 (como Spanish Earth a la que Dos Passos y Hemingway contribuyeron), aunque con la ventaja de la perspectiva histórica: Rossif muestra también las consecuencias de la guerra, el largo rastro de dolor del franquismo, intentando despertar la consciencia de una nueva generación.
Culturalmente, la relevancia de Morir en Madrid radica en que reavivó el debate sobre la Guerra Civil en plena Guerra Fría. En los años 60, España seguía bajo dictadura y muchos archivos seguían cerrados, de modo que el documental de Rossif ofreció por primera vez a un público amplio imágenes reales de la contienda y de sus secuelas. Esto impactó tanto a espectadores de izquierda (confirmando y visualizando la brutalidad fascista que denunciaban) como a ciertos sectores conservadores, que reaccionaron acusando a la película de ser parcial o de omitir los crímenes del otro bando. De hecho, la propaganda franquista respondió con su propio filme llamado ¿Por qué morir en Madrid? (1966), que intentaba contrarrestar el mensaje desde una óptica anticomunista. Así, la batalla ideológica en torno a la memoria de la Guerra Civil continuó librándose en el terreno cultural. Morir en Madrid logró, sin embargo, imponerse como referencia de la memoria histórica antifascista, aportando un caudal de imágenes que desde entonces han nutrido infinidad de libros, exposiciones y otras películas sobre la guerra.
Dentro del ensayo crítico de Koch, Morir en Madrid no es analizado directamente (su foco está en los años 30), pero al mencionarlo aquí cerramos el círculo de cómo la percepción de Hemingway, Dos Passos y la Guerra Civil fue evolucionando. En 1937, Hemingway colaboró en un documental pensado para idealizar la causa (The Spanish Earth); en 1963, Rossif realiza otro documental, Morir en Madrid, que retoma esa idealización pero ya con plena conciencia de burlar a un régimen dictatorial. Entretanto, la verdad compleja que inquietó a Dos Passos –la injerencia soviética, las traiciones internas– permaneció en gran medida soterrada en la cultura popular hasta fechas posteriores. No sería sino hasta los años 80-90, tras la caída del Muro de Berlín, que veríamos documentales y estudios más equilibrados reconociendo tanto la epopeya antifascista como la tragedia del terror estalinista en la zona republicana.
En Turning Point, Stephen Koch consigue entretejer el drama personal de dos amigos enemistados con el drama histórico de una guerra que fue a la vez causa noble y terreno de maniobras siniestras. Su crítica hacia el papel de los intelectuales en tiempos de crisis es contundente: a través de Hemingway y Dos Passos, Koch nos muestra “el peligro de los escritores sumergidos en la política y la guerra”, donde incluso las mejores plumas pueden terminar al servicio de mentiras mayores. Hemingway aparece bajo la luz implacable de Koch como el artista comprometido seducido por el estalinismo, un engagé que justifica lo injustificable; Dos Passos, como el idealista traicionado que se transforma en hereje políticopor mantener su conciencia. Históricamente, el libro aporta una reflexión sobre cómo la Gran Mentira totalitaria floreció en España bajo el disfraz de una lucha justa, y cómo esa mentira dividió a quienes intentaron narrarla. Ideológicamente, invita a reconsiderar los fáciles esquematismos de “buenos y malos” que por décadas dominaron el recuerdo de la Guerra Civil, para entenderla en toda su contradicción. Literariamente, nos hace lamentar la pérdida de fraternidad y quizá de ingenio que aquella experiencia acarreó: “Dos Passos vivió hasta 1970, pero su arte murió en 1937”, sentencia Koch con melancolía, mientras que Hemingway transmutó la guerra en mito pero a un alto costo moral.
Como obra, Turning Point mezcla documentación e interpretación con un estilo ágil, casi novelesco, lo que la hace muy legible aunque a veces difumine la línea entre historia y dramatización. Pese a esas licencias, el aporte de Koch es valioso al revivir este episodio y situarlo en un marco más amplio de la “seducción de los intelectuales” por las utopías políticas (tema que ya había explorado en trabajos previos). La crítica extensa de este libro revela, en última instancia, una lección que trasciende aquella época: cuando la ideología exige sacrificar la verdad y la amistad en nombre de la causa, las primeras víctimas son la conciencia y la honestidad individuales. Hemingway y Dos Passos vivieron ese dilema en carne propia en el Madrid sitiado de 1937, y Koch nos lo recuerda para que no olvidemos el coste humano detrás de las grandes narrativas históricas.
Fuentes: La presente crítica se basó principalmente en el libro The Breaking Point (Counterpoint, 2005) de Stephen Koch, complementado con reseñas y estudios históricos. Se han citado fragmentos de la revista The New Yorker, del Paris Review, de una reseña de Jason Powell en Origins, del ensayo de Danubio T. Fierro en Letras Libres, así como datos históricos de la Fundación ALBA (The Volunteer) y referencias sobre Morir en Madrid, entre otras. Estas fuentes corroboran y amplían los puntos tratados, brindando un sustento factual a la interpretación crítica de Koch. En conjunto, permiten pintar un cuadro rico en matices sobre aquel punto de inflexión donde la literatura, la ideología y la historia convergieron trágicamente en la vida de Hemingway y Dos Passos.
Segundo libro recomendado de la semana: San Agustín y el amor, de Hannah Arendt
Un descenso al corazón del pensamiento afectivo occidental
Este no es un libro menor ni una pieza marginal. Es la tesis doctoral de Hannah Arendt, escrita en 1929 bajo la dirección de Karl Jaspers, y contiene —quizá sin proponérselo— la semilla secreta de toda su filosofía posterior. Aquí, una joven pensadora judía de apenas veintitrés años se sumerge en el mundo de amor, caritas, dilectio, cupiditas, los vocablos que San Agustín convirtió en arquitectura del alma. Arendt no entra como teóloga ni como creyente: entra como pensadora del mundo. Y lo que encuentra no es dogma, sino una filosofía del amor que marca el nacimiento de lo que Occidente entenderá como interioridad, voluntad y deseo de eternidad.
El gran mérito del libro —y también su crítica principal— es que Arendt evita tanto la devoción como la erudición seca. Va directo al centro: a la estructura del corazón humano tal como la entendió Agustín, en tensión constante entre el amor al mundo y el amor a Dios. Es en esa fisura donde Arendt detecta el primer gesto de retirada que culminará, según ella, en la alienación moderna del ámbito político. Para Arendt, el amor agustiniano —aunque legítimo como experiencia espiritual— sembró la semilla del apartamiento del mundo, de la renuncia a la acción y al “estar-con-los-otros”, aquello que, paradójicamente, ella misma reivindicará luego como lo esencialmente humano: el espacio público, la aparición, el actuar.
El libro, traducido con rigor del alemán y reeditado por Trotta, es breve pero denso. Algunos capítulos son verdaderos mapas filosóficos de la interioridad. Otros rozan la mística. La huella de Heidegger es palpable en la manera en que Arendt aborda el tiempo, la muerte y el anhelo de lo eterno. Pero lo más sorprendente es cómo una pensadora no cristiana logra adentrarse con tanta hondura en la lógica afectiva de un Padre de la Iglesia sin reducirlo ni idealizarlo.
No es un libro para leer a la ligera. Pero sí lo es para comprender hasta qué punto las categorías cristianas del alma han formado la idea moderna del yo, del deseo, del tiempo y del mundo. También es, aunque pocos lo digan, un libro trágico: porque revela cómo incluso el amor más puro puede desembocar en una distancia radical entre el ser humano y su entorno.
Altamente recomendado para quienes buscan pensar el amor no como consuelo, sino como problema filosófico. Y para quienes intuyen que toda filosofía política nace, en última instancia, de una concepción del corazón humano.
El grito y los perros: duelo literario bajo la sombra del piolet
El piolet exhibido en el Museo Internacional del Espionaje de Washington, usado por Ramón Mercader para asesinar a León Trotsky en 1940. La tarde del 20 de agosto de 1940, un chillido de agonía rasgó la quietud de la casa fortificada de León Trotsky en Coyoacán, México. El revolucionario ruso, herido de muerte por el golpe de un piolet en el cráneo, lanzaba su último grito. Aquel alarido de dolor y sorpresa –“más que grito, fue un alarido”, puntualizaría después un cronista– quedó grabado en la memoria del asesino, el joven comunista español Ramón Mercader, quien años más tarde confesó estar obsesionado: “Siempre lo oigo, oigo su chillido. Sé que me está esperando en el más allá”. Décadas después, ese grito final sigue resonando en la literatura. Dos libros, publicados con pocos años de diferencia, retoman la escena desde perspectivas distintas: El grito de Trotsky de José Ramón Garmabella y El hombre que amaba a los perrosde Leonardo Padura. Ambas obras se enfrentan como duelistas al atardecer, midiendo sus armas narrativas en torno al mismo crimen histórico. A un lado del ring literario, la crónica documentada y polémica de Garmabella; al otro, la novela polifónica y crítica de Padura. ¿Qué tan similares son sus golpes temáticos y estilísticos? ¿Quién acusa influencia de quién? ¿Hay juego limpio o algún golpe bajo (¿plagio, quizá?) en esta pelea? Veámoslo en detalle, con la agilidad de una buena crónica y el filo de la crítica por montera.
El chillido de Trotsky: la historia según Garmabella
La primera contrincante en este duelo es la obra que el usuario menciona como El chillido de Trotsky, cuyo título real es El grito de Trotsky: Ramón Mercader, el asesino de un mito. Se trata de una biografía novelada escrita por el periodista mexicano José Ramón Garmabella, publicada por la editorial Debate (Random House Mondadori) en 2007. Garmabella emprendió una investigación minuciosa sobre la vida de Ramón Mercader –el hombre que asesinó a Trotsky con un piolet– y el contexto de ese crimen que sacudió al mundo. El resultado fue un libro que explora los entresijos de la conspiración estalinista y la psicología de Mercader, presentándolo como “producto fiel de una época” de lealtad ciega a Stalin. De hecho, El grito de Trotsky ha sido considerado “la biografía más completa” del comunista catalán que mató al líder ruso exiliado, fruto de una documentación intensa y sin cortapisas.
Contenido principal: La obra narra la historia de Mercader desde su juventud como combatiente republicano en la Guerra Civil Española, pasando por su reclutamiento y entrenamiento por la NKVD soviética, hasta la consumación del asesinato en México y sus secuelas. Garmabella no se limita a los hechos policiales; bucea también en las motivaciones ideológicas. El título del libro alude al grito de Trotsky al ser atacado –un detalle histórico que da sentido al relato–. Según explicaba el propio autor, Trotsky “gritó cuando Mercader le clavó el piolet en la cabeza”, más un aullido de dolor y sorpresa que un simple grito. Ese sonido, metáfora del choque entre dos visiones de la revolución, persigue al propio Mercader durante toda su vida. Garmabella describe cómo, tras cumplir veinte años de prisión en México, Mercader sale trastornado, acosado por el recuerdo de ese grito en sus noches de insomnio. La culpa y la sombra de Trotsky lo acompañan hasta su muerte, cerrando el círculo trágico iniciado en Coyoacán.
Autor y tesis: Garmabella imprime a su crónica un tono deliberadamente polémico. Su tesis central –y aquí asoma el filo ideológico de la obra– es que Stalin y Trotsky, al final, eran la misma cosa: dos dictadores enfrentados por el poder. Plantea, en esencia, que si la historia hubiera colocado a Trotsky en el lugar de Stalin, el resultado habría sido similar, con Trotsky reprimiendo a sus rivales y Stalin quizá exiliado como víctimat. Esta perspectiva revisionista se refuerza con afirmaciones directas del autor en el texto: “el totalitarismo estalinista no era, al fin y al cabo, sino similar al que Lenin y el propio Trotsky habían impuesto casi inmediatamente después de 1917”, llegando a llamar a Stalin “el heredero natural” de Lenin y Trotskyi. En esa línea argumental, Trotsky queda desmitificado como otro potencial tirano y, por tanto, su asesinato aparece casi inevitabledentro de la lógica brutal de la lucha por el poder en la URSS.
Esta equiparación controvertida sirve, en la narrativa de Garmabella, para justificar en parte el crimen de Mercader. Si Trotsky era “otro Stalin” en potencia, su eliminación se presenta como un oscuro juego de espejos del destino histórico. Ya en la primera página, Garmabella califica a Mercader –el asesino– como “un idealista y luchador irreconciliable contra el nazi-fascismo en España”, casi redimiendo sus intenciones. Mercader aparece menos como un sicario a sueldo y más como un idealista trágico, convencido de cumplir una misión noble (salvar al comunismo del “traidor” Trotsky). El libro enfatiza que “todo era fidelidad ciega, absoluta, a la URSS” en la formación de Mercader; es decir, Ramón fue un producto de su época y circunstancia, un instrumento al servicio de un ideal totalitario. Esta mirada empática hacia el victimario se combina con una descripción algo fría de la víctima: Trotsky deviene un personaje distante, cuyo pasado como líder militar implacable se recuerda para matizar cualquier compasión. No en vano Garmabella subtitula su obra “el asesino de un mito”, dando a entender que Trotsky –convertido en mito heroico por algunos– es aquí desmitificado a la par que asesinado.
Recepción y críticas: La postura de Garmabella no pasó inadvertida. Sectores de la izquierda trotskista reaccionaron con dureza, llegando a calificar El grito de Trotsky como “un libro mezquino”por, según ellos, distorsionar hechos históricos bien documentados. Le reprochan al autor omitir datos claves (por ejemplo, que Trotsky rehusó usar el Ejército Rojo para dar un golpe contra Stalin porque buscaba rescatar la democracia soviética, no instaurar su dictadura) y “meter en el mismo saco a Stalin y Trotsky” para trivializar el asesinato. En palabras de un crítico, Garmabella oculta deliberadamente las diferencias entre el “Estado autoritario de Stalin”y la propuesta de “democracia soviética” de Trotsky con el fin de que “¿qué más da que mataran a Trotsky si total era otro Stalin?”. Este sesgo ha sido visto como una velada justificación del crimen de Mercader. Asimismo, se señala que Garmabella atenúa la maldad de personajes siniestros del entorno estalinista: llama “hombre desagradable” al fiscal Vyshinski y solo “controvertido” al brutal jefe policial Beria, mientras carga las tintas contra víctimas engañadas como Sylvia Ageloff. Estos enfoques han suscitado debate sobre la objetividad de la obra.
Con todo, El grito de Trotsky cumple un papel importante en recolectar y narrar los hechos en torno al asesinato. Es un relato documentado que descubre secretos de Ramón Mercader, desde sus años en la Guerra Civil hasta sus intentos tardíos por volver del exilio. Por ejemplo, Garmabella revela episodios como la petición que Mercader hizo en 1977 para pasar sus últimos años en su Cataluña natal, y cómo Santiago Carrillo le exigió a cambio escribir sus memorias revelando quién le dio la orden de matar a Trotsky (algo que Mercader jamás estuvo dispuesto a confesar). Detalles como ese muestran la profundidad investigativa del libro. En definitiva, Garmabella ofrece la versión de la historia real con tono de crónica periodística y ensayística: exhaustiva, provocadora y teñida de una amarga ironía histórica. Su “grito” resuena con fuerza documental, aunque para algunos con un eco ideológico discutible.
El hombre que amaba a los perros: la novela de Padura y los sueños rotos
En la esquina opuesta del cuadrilátero literario tenemos a Leonardo Padura, escritor y periodista cubano, con su aclamada novela El hombre que amaba a los perros. Publicada por Tusquets Editores en 2009 (y en Cuba en 2011) esta obra de ficción histórica aborda el mismo acontecimiento —el asesinato de Trotsky a manos de Mercader— pero desde una estructura narrativa triple y una sensibilidad muy distinta. Padura, conocido por sus novelas policiales del detective Mario Conde, aquí se adentra “en terrenos de la gran historia” con una ambición notable. La novela fue finalista al premio Libro del Año en España y ha sido considerada un clásico moderno en virtud de su mezcla de investigación histórica rigurosa y creatividad literaria de primer ordenmarxist.com.
Contenido principal:El hombre que amaba a los perros teje tres hilos narrativos entrelazados, a modo de tríptico temporal y humano. En palabras del propio Padura, son como “tres novelas en una”, cuyo gran desafío fue lograr que armonizaran entre sí. Estos hilos son:
La historia de León Trotsky (llamado por su nombre real, Lev Davídovich Bronstein): se sigue su odisea desde el exilio en Alma Atá (Kazajistán, 1929) hasta su periplo por Turquía, Francia, Noruega y finalmente México, donde encontrará la muerte en 1940. Padura nos muestra a Trotsky en su vejez, acorralado pero aún escribiendo, víctima perseguida por la obsesión asesina de Stalin.
La historia de Ramón Mercader (alias Jacques Mornard, alias Frank Jacson): relata la transformación del joven catalán combatiente en la Guerra Civil Española en un agente secreto al servicio de Stalin. Vemos cómo su fanatismo es moldeado por su madre Caridad (ella misma comunista ferviente) y por oficiales soviéticos, cómo asume identidades falsas y va perdiendo pie en la propia realidad. Esta línea cubre desde 1936, cuando Mercader es reclutado en París, hasta el momento en que ejecuta el atentado en México y las décadas posteriores (su encarcelamiento y vida tras salir de prisión). Es el segmento más extenso y detallado de la novela –aproximadamente 269 páginas, casi la mitad del librocubaencuentro.com–, reflejando la obsesión de Padura por comprender al asesino.
La historia de Iván Cárdenas Maturell: es la línea ficticiaambientada en Cuba entre 1977 y 2004 Iván es un escritor cubano frustrado –prometedor en su juventud pero silenciado por la censura al escribir un cuento “contrarrevolucionario”– que malvive trabajando en una clínica veterinaria. En 1977, en una playa de La Habana, Iván conoce a un misterioso hombre español que pasea dos imponentes perros borzoi (galgos rusos). Este hombre, que afirma llamarse Jaime López, entabla con Iván una amistad extraña y comienza a narrarle una historia enigmática sobre “el hombre que amaba a los perros”. Con el tiempo, Iván deduce que su interlocutor no es otro que Ramón Mercader, exiliado y protegido en Cuba en sus últimos años de vida. El anciano cargado de culpas le revela su verdad sobre el asesinato de Trotsky. Iván guarda el secreto durante décadas, hasta que tras la muerte de su esposa (2004) decide finalmente escribir todo lo que supo. Esta trama funciona como puente entre el pasado y el presente: a través de Iván, Padura conecta la desilusión cubana con las tragedias del estalinismo. Iván representa al intelectual desencantado que carga también con sus propios fantasmas, en un paralelismo con Mercader.
La estructura resultante es compleja pero eficaz. Padura alterna capítulos dedicados a cada línea temporal, a veces solapando momentos históricos y personales para crear rimas y contrastes. Por ejemplo, mientras Trotsky adopta un perro en su exilio mexicano (un pastor con quien posa en fotos familiares), vemos a Mercader ganándose la confianza de ese mismo entorno, e Iván cuidando a los perros del misterioso español en Cuba. No en vano, El hombre que amaba a los perrospresenta no a uno sino a dos amantes de los perros: tanto Trotsky como Mercader comparten ese rasgo humano de afecto canino. Es un detalle simbólico que Padura explota para humanizar a ambos personajes históricos y subrayar sus insospechadas conexiones. La narración salta de la primera persona (Iván cuenta su propia historia en algunos capítulos) a la tercera persona histórica omnisciente para Trotsky y Mercader –aunque finalmente descubrimos que esa voz narrativa es también la de Iván, quien escribe reconstruyendo ambas vidas desde documentos y confidencias–. Con este recurso de multiperspectivismo radical, Padura logra que el lector se ponga en la piel del asesino sin por ello justificar sus actos, entendiéndolo pero no absolviéndolo.
Estilo y enfoque: A diferencia del tono más documental de Garmabella, Padura despliega una prosa ágil, envolvente y profundamente emotiva. Varias críticas han alabado su “nervio y garra narrativa” para arrastrar al lector incluso sabiendo este cómo termina la historia. La novela, de hecho, se lee con el suspenso de un thriller y la densidad reflexiva de una novela histórica de alto calibre. Padura combina hechos verídicos con licencia novelística de forma magistral: como han señalado, “es fiel a los hechos históricos y a la vez un viaje que nos hace reflexionar sobre la realidad poniéndonos en el pellejo de sus personajes. No hay aquí intención de sorprender con giros artificiales (todos sabemos que Trotsky será asesinado y quién lo hará), sino de explorar el porqué y el cómo con una mirada nueva. Padura se documentó extensamente –la novela está muy bien documentada, incorporando datos reales de archivos, memorias y estudios– pero a la vez se permite imaginar los diálogos, los pensamientos íntimos y las emociones que no quedaron registradas. Es un equilibrio delicado entre verdad y ficción.
Temáticamente, El hombre que amaba a los perros es una meditación sobre la utopía traicionada y la memoria histórica. Padura aprovecha la historia de Trotsky y Mercader para trazar un fresco del sueño revolucionario y su degeneración. Como bien resume un crítico, la novela es “en gran medida, una reflexión sobre los sueños rotos de la historia, sobre el devenir siniestro de las utopías”. En sus páginas vemos desfilar la esperanza revolucionaria y su naufragio: el idealismo juvenil de Mercader convertido en fanatismo ciego; la utopía bolchevique traicionada por el terror estalinista; la fe de muchos comunistas latinoamericanos (como Iván en Cuba) sofocada por la censura y la mentira. Stalin, aunque no aparece en persona salvo en menciones, se erige como la oscura figura de fondo: “retratatado como un genocida, un sádico dispuesto a todo por conservar el poder absoluto”. Padura no escatima en mostrar la crueldad y el cinismo con que Stalin manejó su poder, incluyendo hechos que durante décadas fueron tabú en Cuba: el pacto Hitler-Stalin, las purgas, la invasión soviética a Polonia, la intervención en la Guerra Civil Española, etc., todos “asuntos que Padura ventila con acierto” en la novela. De hecho, en la Cuba real, la figura de Trotsky fue silenciada por décadas (considerado un traidor, simplemente borrado de la historia oficial). Que Padura, viviendo en La Habana, publicara en 2009 una novela centrada en Trotsky resultó sorprendente; quizás señal de una leve relajación de la censura, aunque Padura inteligentemente evita mencionar a Fidel Castro en el texto para no cruzar ciertas líneas rojas. La crítica al estalinismo es evidente, y la crítica a la deriva autoritaria en Cuba está sugerida en la tragedia personal de Iván, “un personaje aplastado” por el sistema, un escritor que fue primero aplaudido cuando se amoldaba al canon y luego castigado cuando mostró espíritu crítico. Padura extiende un puente entre Moscú y La Habana: las mismas dinámicas opresivas que destruyeron la revolución rusa terminan por sepultar las esperanzas de la generación de Iván en Cuba.
No obstante, Padura no demoniza unilateralmente a todos menos a Trotsky. Si bien Trotsky es presentado con gran empatía, como una víctima permanente, un perseguido que entiende que Stalin no parará hasta verlo muerto, el novelista no oculta sus aristas: “en más de un momento, se le recordará al lector que Trotski también fue un despiadado asesino durante la Revolución de Octubre” (como comandante del Ejército Rojo, tuvo mano dura en la guerra civil). Esta puntualización evita caer en hagiografía; Padura quiere que veamos a Trotsky en su verdad humana, con grandezas e igualmente contradicciones. De igual modo, Mercader no es pintado como un monstruo unidimensional, sino como “un hombre cuyo entrenamiento para matar en nombre de una convicción terminó por perturbar su mente”. A medida que Mercader se acerca a su objetivo, “no sabe con exactitud quién es, cuál es su misión y por qué”, se confunde con sus personajes falsos y lo asaltan dudas. Padura imagina los dilemas internos de Mercader: hay escenas en la novela donde Ramón siente pánico, vacilación y hasta repulsión por el asesinato que debe cometer. En última instancia, tras cumplir la orden, Mercader carga con un profundo vacío y desencanto: dedicó su vida a una causa que, con los años, reconoce como una mentira cruel. Esa es la pesada carga que el anciano “Jaime López” confiesa a Iván en la playa: la vida de Mercader después del 20 de agosto de 1940 fue un erial de soledad, culpa y silencio. “¿Lo comprendió antes de morir?” –se pregunta retóricamente Padura sobre si Mercader llegó a entender el enorme precio de su acción–. La novela sugiere que sí, que Mercader murió lleno de remordimientos (en paralelo, recordemos, a la frase real atribuida a Mercader en su lecho de muerte: “Siempre oigo el chillido [de Trotsky]…”). Así, Padura consigue lo que él mismo considera el mayor logro de la novela: que el lector termine sintiendo compasión por los tres protagonistas –Trotsky, Mercader e Iván–, cada uno víctima a su manera de fuerzas históricas despiadadas.
Recepción y relevancia:El hombre que amaba a los perros fue recibida con entusiasmo en muchos círculos literarios e intelectuales. Se valoró su valentía al abordar un tema histórico sensible (especialmente siendo Padura un autor que “sigue viviendo allá” en Cubay, sobre todo, su calidad narrativa. Alan Woods, un crítico británico, llegó a calificarla de “excepcional novela” y “acontecimiento literario y político importante”, llamándola sin reparo “un clásico moderno”por su combinación de rigor histórico y arte novelísticomarxist.commarxist.com. Otros han elogiado que Padura mantenga el pulso a lo largo de más de 600 páginas con pocas flaquezas, creando una obra “extensa y en buena medida intensa”. No obstante, también hubo quien criticó ciertos desequilibrios: por ejemplo, en CubaEncuentro se opinó que la trama de Iván era la más floja o “prescindible” en comparación con las poderosas tramas históricas –aunque este juicio es debatible, pues la línea cubana aporta la resonancia contemporánea que Padura buscaba. En cualquier caso, la novela dejó huella como un esfuerzo singular de recuperar la memoria de Trotsky y enfrentar a los lectores hispanohablantes con esa página soterrada de la historia del siglo XX, al tiempo que invitaba a reflexionar sobre sus propias realidades políticas. En Cuba, representó un atisbo de oxígeno histórico en medio del olvido impuesto: Trotsky volvió a la conversación literaria gracias a Padura, aunque fuera de manera novelada.
Puntos de contacto: ecos de un mismo alarido
Pese a sus diferencias de género y enfoque, El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perroscoinciden en numerosos aspectos temáticos y narrativos, como dos caminos que recorren el mismo terreno histórico. Las similitudes entre ambas obras se pueden resumir en varios ejes:
El hecho histórico central: Ambas giran en torno al asesinato de Trotsky en 1940 y la figura de Ramón Mercader. Este es el núcleo común indiscutible. Tanto Garmabella como Padura relatan el complot organizado por Stalin para eliminar a su archienemigo y cómo Mercader, tras ganarse la confianza del círculo de Trotsky, ejecutó el plan clavándole un piolet en la cabeza. Los dos libros reconstruyen ese momento culminante con notable detalle, convirtiéndolo en la escena cumbre de sus narraciones. En consecuencia, comparten episodios históricos clave: el ataque fallido previo de Siqueiros en mayo de 1940, la infiltración de Mercader a través de su relación con Sylvia Ageloff, la tarde del 20 de agosto en el estudio de Trotsky, la detención de Mercader inmediatamente después por los guardias, etc. El relato pormenorizado del asesinato de Trotsky ha sido llevado a la literatura una y otra vez; en la última década, precisamente en estas dos obras capitaleseditorialaquitania.com.
La pregunta de fondo: Más allá de narrar los hechos, ambas obras plantean esencialmente la misma cuestión moral: ¿qué lleva a un hombre a matar a otro por una idea? ¿Son tan poderosas las convicciones ideológicas como para conducir al homicidio político?editorialaquitania.com. Este interrogante subyace tanto en Garmabella como en Padura. Los dos autores se adentran en la mente de Mercader buscando esa respuesta. Por ejemplo, Garmabella, como vimos, enfatiza la formación ideológica de Ramón, su fidelidad absoluta a Stalin y la percepción de Trotsky como un traidor aliado del fascismoeditorialaquitania.comizquierdarevolucionaria.net. Padura, por su parte, muestra a Mercader fanatizado pero también atormentado por dudas, dejando entrever que incluso el más adoctrinado puede vacilar ante la orden de matareditorialaquitania.com. En ambas obras Mercader es retratado no como un psicópata común, sino como un creyente extremo, casi un “soldado político” cuyo acto –por más horrendo que sea– nace de una lógica ideológica, no de motivos personales mezquinos. Este punto en común es fundamental: Garmabella y Padura coinciden en que para entender el crimen hay que entender la fe casi religiosa que lo motivó.
El peso de la ideología y la desilusión: De la mano del punto anterior, los dos libros exploran las consecuencias de esa entrega ideológica. Tanto en El grito… como en El hombre…, el personaje de Mercader experimenta, después del asesinato, una profunda desilusión. Tras cumplir su misión, la vida de Mercader se revela vacía, carente de propósito propio. Los dos autores narran cómo Mercader sale de prisión en 1960 siendo ya un hombre roto, solo para enfrentarse a un mundo que le es ajeno. En México, Mercader guarda silencio sobre su identidad durante 20 años; en la URSS y luego en Cuba vive en el anonimato, condecorado pero utilizado, sin poder siquiera contar su historia. Los fantasmas lo atormentan. Ambas obras sugieren que Mercader fue tan víctima como verdugo, una vida sacrificada en nombre de Stalin. La imagen de Mercader obsesionado por el recuerdo del grito de Trotsky es potente en los dos relatos: Garmabella lo menciona explícitamenteeditorialaquitania.com y Padura lo ficcionaliza en las confesiones finales a Iván. Así, comparten la idea de que el asesinato persigue a Mercader hasta su tumba –una especie de “castigo psicológico” autoimpuesto.
Perspectiva multifacética: Aunque difieren en estructura (una es biografía/documento, otra novela con varios narradores), ambas obras adoptan un enfoque multiperspectivo en cierto sentido. Garmabella, si bien se centra en Mercader, dedica buena parte de su libro a contextualizar la vida de Trotsky, a trazar paralelos entre éste y Stalin, y a describir el entorno histórico (Guerra Civil Española, la conspiración internacional, etc.). Es decir, no es una narración unilateral: abarca varios personajes históricos, desde Caridad Mercader hasta figuras como el pintor Siqueiros o el presidente Cárdenas. Padura lleva la multiperspectiva aún más lejos alternando capítulos enteros con distintos protagonistas (Trotsky, Mercader, Iván). Pero en el fondo, ambos textos entrelazan las vidas de Trotsky y Mercader. Las escenas cruciales (por ejemplo, la preparación del atentado y el momento del piolet) están narradas desde ambos ángulos en uno y otro libro. El lector obtiene una visión completa del juego gato-y-ratón entre víctima y victimario en las dos obras, como piezas que encajan: lo que en una se cuenta desde el lado de Mercader, en la otra se complementa con la voz de Trotsky, y viceversa.
Rigor histórico compartido: Sorprendentemente para un lector casual, la novela de Padura y la crónica de Garmabella coinciden en muchísimos datos y detalles, lo que habla de un tronco común de hechos históricos bien establecidos. Ambas obras mencionan, por ejemplo, cómo Mercader se ganó la confianza de Trotsky presentándose bajo identidad falsa (el belga Jacques Mornard), cómo su madre Caridad participó en la trama en México, cómo Trotsky sobrevivió milagrosamente a un atentado previo (el asalto armado de mayo de 1940), y cómo Mercader llevaba también una pistola que no llegó a usar, optando por el piolet quizá para evitar el ruido de un disparo. Estos detalles históricos aparecen en ambos libros, ya que los dos autores investigaron fuentes similares. Por ejemplo, es seguro que Padura consultó obras como la de Garmabella (y muchas otras) durante sus cinco años de documentación. La fidelidad a la realidad es un valor que comparten: incluso cuando Padura inventa al personaje Iván o recrea diálogos, el marco histórico permanece veraz y reconocible, muy alineado con lo que narran textos como el de Garmabella. En términos boxísticos, podríamos decir que ambos contendientes pelean en el mismo peso histórico, ninguno se sale de la cancha de la realidad conocida.
Humanización de los personajes: Tanto El grito… como El hombre… rehúyen presentar a los protagonistas como figuras planas o meros símbolos. Por el contrario, los dos libros humanizan a los actores del drama. Garmabella, pese a su sesgo, nos muestra a un Mercader tangible, con su mezcla de convicciones y tribulaciones; incluso incluye detalles anecdóticos de su carácter idealista y valiente contra el fascismo. Trotsky, aunque tratado con menos simpatía en su libro, aparece también en facetas domésticas (como abuelo, como escritor incansable en su estudio). Padura claramente busca la empatía del lector: pinta a Trotsky en su jardín cuidando conejos y paseando a sus perros, o leyendo a sus nietos, lo que lo hace entrañable; Mercader, aunque es el “villano”, recibe un tratamiento complejo que despierta comprensión, y el personaje ficticio de Iván actúa de puente emocional con el lector contemporáneo. En suma, ambas obras convierten la fría historia en carnes y huesos: personajes históricos que en muchos textos serían acartonados aquí cobran vida novelesca. Esto acerca al lector al drama subyacente: no se trata solo de Stalin vs Trotsky en abstracto, sino de seres humanos con luces y sombras atrapados en la vorágine.
En síntesis, Garmabella y Padura terminan coincidiendo en el retrato trágico de un mismo evento: uno y otro muestran que el asesinato de Trotsky fue más que un simple magnicidio político; fue el choque de ideales revolucionarios opuestos, el triunfo pírrico de la traición sobre la utopía, y dejó una estela de vidas arruinadas (la de Trotsky, la de Mercader, la de muchos creyentes). Como escribió Gabriela Guerra Rey al comparar ambas obras, en conjunto acarrean una pregunta: ¿Son tan ciegas las convicciones ideológicas como para conducir al homicidio?. Garmabella responde mostrando a un fanático fabricado por la historia; Padura responde mostrando a ese fanático dándose cuenta demasiado tarde de que había entregado su alma a un engaño monstruoso. Las dos perspectivas, al final, se tocan en un punto: la tragedia de la fe traicionada.
Contrastes: dos estilos frente a frente
Así como comparten mucho, estas dos obras difieren profundamente en otros aspectos. Sus divergencias temáticas, estilísticas, estructurales y narrativas son notables, casi antagónicas, y marcan el duelo estilístico entre Garmabella y Padura. Veamos los contrastes más destacados, esos golpes donde uno y otro se separan:
Género y enfoque narrativo: La diferencia más obvia es que El grito de Trotsky es esencialmente una obra de no-ficción(biografía histórica con tintes de ensayo político), mientras que El hombre que amaba a los perros es ficción novelística. Esto condiciona todo. Garmabella escribe como cronista, apoyándose en documentos, fechas, testimonios; incluso cuando especula, lo hace con tono analítico. Padura escribe como novelista, estructurando la historia con recursos literarios: flashbacks, cliffhangers al final de capítulos, diálogos recreados y saltos de punto de vista. En Garmabella, el narrador es una voz autoral unificada (él mismo como historiador implícito); en Padura, la narración es polifónica y juega con la identidad del narrador (Iván es a la vez personaje y, en última instancia, narrador de las partes históricas). Este contraste se refleja también en la libertad creativa: Padura inventa al menos un tercio de su trama (la parte cubana), mientras Garmabella se ciñe a los hechos reales conocidos. Dicho de otro modo, Garmabella nos cuenta “lo que pasó”, Padura nos invita a imaginar “cómo se sintió lo que pasó”.
Tono ideológico vs tono humanista: Probablemente el mayor choque entre ambas obras está en su visión ideológica de fondo. Garmabella adopta un tono cínico y desencantado hacia la política revolucionaria: para él, no hay héroes, Trotsky es tan déspota en potencia como Stalin, la Revolución de Octubre fue en última instancia una tragedia que derivó en totalitarismo sin remedio. Este punto de vista equiparador termina por minimizar la figura de Trotsky y, de facto, absuelve un poco a Mercader (¡si mató a otro tirano en ciernes, qué importa tanto!, parece sugerirse). Padura, en cambio, tiene un enfoque más ético y compasivo. Si bien reconoce los pecados de Trotsky, deja claro que no era lo mismo Stalin que Trotsky: Stalin aparece en la novela como un ser abyecto, un genocida sádicoz, mientras que Trotsky, con sus defectos, conserva una estatura moral mucho más alta. Padura no equipara a víctima y verdugo; al contrario, enfatiza la injusticia colosal de asesinar a alguien por sus ideas. Su novela es en buena medida una denuncia del estalinismo y una reivindicación (aunque crítica) de la figura de Trotsky como portador de una esperanza revolucionaria traicionada. Este contraste ideológico es fundamental: Garmabella lanza un gancho de realpolitik amarga (“todos son tiranos, así es la historia”), Padura responde con un gancho de humanidad y memoria (“no todos eran iguales, hubo ideales nobles aplastados por la tiranía”).
Representación de Trotsky: Relacionado con lo anterior, las obras difieren en cómo pintan a Trotsky. En El grito de Trotsky, León Trotsky aparece filtrado por la tesis del autor: se le menciona a menudo para compararlo con Stalin, sugiriendo que de haber gobernado él, habría sido igual de represivo. Se subrayan aspectos negativos o duros de Trotsky (su papel militar, sus roces con Lenin, etc.) y se le niega mayor aura heroica. De hecho, al calificarlo de “mito” y definir a Mercader como su “asesino”, Garmabella parece deleitarse en derribar la figura histórica de Trotsky. En El hombre que amaba a los perros, sin embargo, Trotsky es un personaje pleno: se nos muestran sus miedos, su dignidad en el exilio, su amor por la lectura y los animales, su dolor por ver a sus antiguos camaradas asesinados en Moscú. Padura claramente siente simpatía por el anciano revolucionario exiliado. Esto no significa que lo canonice –como dijimos, reconoce su pasado violento–, pero la balanza emotivade la novela está del lado de Trotsky como víctima inocente del sicario de Stalin. La diferencia es notoria: donde Garmabella ve a otroaspirante a dictador, Padura ve a un hombre envejecido y trágico, cargado con la derrota de sus sueños. Un ejemplo concreto: Garmabella afirma que Trotsky hubiera instaurado algo apenas distinto al estalinismo. Padura, en cambio, incluye reflexiones donde Trotsky se lamenta de la perversión de la revolución y mantiene la esperanza (vana) de un futuro socialismo más democrático, mostrando que creía en otra vía. Así, Trotsky en Padura mantiene cierto halo de idealismo hasta el final, una dimensión ausente en Garmabella.
Portrayal de Mercader: Ambas obras giran en torno a Mercader, sí, pero no es el mismo Mercader el que emerge de una y otra. Garmabella nos da un Mercader fanático pero noble a su retorcida manera: un joven valiente, “idealista”, moldeado por el Partido Comunista y por su madre, que mantiene hasta el final silencio y lealtad a “los suyos” (nunca delata a quien le dio la orden). Se diría que Garmabella incluso siente cierta fascinación por Mercader como “el hombre que mató a un mito”. En su narrativa, Mercader es casi un héroe trágico estalinista –no un villano–, alguien que cree hacer lo correcto aunque la historia quizá no lo absuelva. Padura, en contraste, construye un Mercader mucho más atormentado y víctima de sí mismo. En su novela, Mercader es en un inicio un idealista, sí, pero a medida que progresa se convierte en un hombre fracturado: duda de su identidad, sufre bajo la manipulación emocional de su madre Caridad y su amante/entrenadora Kotov (un personaje NKVD ficcional compuesto), desarrolla dependencia hacia sus controladores soviéticos. Cuando finalmente asesina a Trotsky, Padura presenta la escena desde dentro de Mercader, y es agónica: Ramón siente “un golpe seco en el alma” al clavar el piolet, queda perplejo ante la mirada agonizante de Trotsky, es reducido y golpeado, y luego en la cárcel vive una catarsis de confusión. Este Mercader llora, delira, escribe cartas que nunca envía. Ya anciano, en Cuba, admite que “nunca más pudo dormir sin pastillas” y que toda su vida se arruinó en ese despacho de Coyoacán. En suma, Padura ofrece un retrato más crítico y patético de Mercader: no hay glorificación de su idealismo, sino un sentido de lástima por un hombre que hipotecó su humanidad al servicio de un tirano. Donde Garmabella ve a un soldado leal digno de cierta comprensión, Padura ve a un peón trágicamente engañado al que la historia usó y desechó.
Estructura y amplitud temática: Garmabella se concentra en un período histórico bastante definido (los años 1930-40 y algo de las décadas siguientes respecto a Mercader). Padura abarca un lienzo temporal más amplio (desde fines de los 20 hasta los 2000) y añade la capa contemporánea cubana. Esta estructura expansiva le permite a Padura tocar temas que Garmabella no toca en absoluto. Por ejemplo, la realidad cubana de los 70-80 con sus purgas intelectuales (el caso del “quinquenio gris” en la cultura cubana, reflejado en la frustración de Iván) no aparece en El grito de Trotsky. Garmabella tampoco se ocupa de las consecuencias morales del estalinismo a largo plazo; él cierra su relato básicamente con Mercader saliendo de prisión y viviendo bajo identidad falsa en la órbita soviética. Padura, en cambio, sigue el hilo hasta el final: nos muestra a Mercader ya mayor, enfermo de cáncer en La Habana de los 70, reflexionando sobre toda su vida. También introduce discusiones sobre la memoria histórica, la censura, el desencanto post-soviético tras la caída del Muro (Iván escribe finalmente su manuscrito en los 90, cuando colapsa la URSS). Todo ese contexto más amplio brilla por su ausencia en Garmabella, cuyo foco es más estrecho y ceñido al hecho histórico puntual. Así que, en términos de alcance, Padura ofrece un panorama más amplio y complejo, entrelazando la historia global con la personal, mientras Garmabella entrega un zoom intenso en la historia inmediata de los protagonistas sin proyectarla tanto hacia el futuro.
Estilo literario: Hemingway describiría este apartado como el jab y el uppercut de cada púgil. Garmabella escribe con estilo periodístico-intelectual: hay pasajes de su libro que podrían ser un artículo de análisis político, con citas de documentos, reflexiones del autor y poca “escena” dramatizada. Su lenguaje es sobrio, un tanto irónico, con frases largas y argumentativas. Padura escribe con estilo novelístico envolvente: construye escenas vívidas (el calor de México, la nieve de Moscú, la humedad de La Habana), desarrolla diálogos extensos, perfila atmósferas psicológicas. Donde Garmabella cuenta, Padura muchas veces muestra. Un ejemplo: para decirnos que Stalin era cruel, Garmabella lo afirma didácticamente; Padura en cambio narra el terror de un personaje sabiendo que Stalin firmó la ejecución de sus amigos, o describe la carta desesperada de Trotsky tras saber del asesinato de su hijo en París por agentes de Stalin. Uno apela más a la razón del lector, el otro a la emoción. Incluso en ritmo hay contrastes: la biografía de Garmabella puede sentirse densa en algunos tramos, repleta de información histórica; la novela de Padura, pese a su extensión, mantiene un pulso narrativo que engancha como relato. Un crítico notó que Padura logra que “no decaiga el interés” del lector, situándolo siempre en el tiempo y lugar adecuadosc. En cambio, El grito de Trotsky exige quizá un lector más paciente, dispuesto a absorber contexto histórico y tesis políticas entremezcladas.
Dogmas contra dudas: Una forma curiosa de sintetizar la diferencia es esta: Garmabella escribe desde la certeza(él plantea una tesis firme: “Trotsky habría sido igual que Stalin”), Padura escribe desde la duda (su novela plantea preguntas: “¿En qué se convirtió la revolución? ¿Valió la pena? ¿Quién fue realmente Mercader?” sin dar respuestas cerradas). La novela de Padura es deliberadamente ambigua en aspectos morales, deja espacios para que el lector juzgue. La obra de Garmabella es más asertiva, busca convencer al lector de un punto de vista. Esto refleja también la distinta intención: Garmabella parece querer revisar la historia y polemizar; Padura quiere revisitar la historia y empatizar.
En conclusión, las dos obras, como duelistas, tienen estilos de pelea opuestos: Garmabella lanza puñetazos secos de realidad y opinión, Padura esgrime combinaciones elaboradas de ficción y sentimiento. Si Garmabella es directo como un gancho al mentón (¡Trotsky = Stalin, toma golpe!), Padura es más bien el estilista que desgasta round a round mostrando los matices, hasta rematar con un golpe emocional inesperado. Este contraste en técnica narrativa hace que la experiencia de leer cada libro sea muy distinta, pese a tratar sobre lo mismo. Donde uno ofrece la crónica crítica, la otra ofrece la crónica literaria. Un lector se puede informar con Garmabella, pero vibrará con Padura; con Garmabella indudablemente reflexionará sobre la política, con Padura además sentirá en carne propia la tragedia.
Vale decir que cada obra tiene elementos únicos ausentes en la otra. Por ejemplo, la trama cubana de Padura (Iván y el desencanto revolucionario en Cuba) no tiene equivalente en Garmabella, quien nunca menciona nada relativo a Cuba (más allá de que Mercader murió allí). Ese contrapunto entre la URSS y Cuba, entre Trotsky y la Revolución Cubana, es una aportación original de Padura para conectar historias de opresión separadas por décadas. Igualmente, Padura introduce el motivo de los perros como símbolo –los borzois que Mercader pasea, reflejo de los perros que Trotsky criaba en México– creando una metáfora sobre la lealtad y la domesticación que enriquece la lectura; Garmabella no emplea esa clase de simbolismos poéticos. En cambio, Garmabella incluye análisis y datos históricos (fechas, citas textuales de discursos, referencias a personajes secundarios de la política soviética y española) que Padura simplifica o no detalla para no sobrecargar la novela. Por decirlo de forma sencilla: en Garmabella sobran datos que en Padura faltan, y en Padura sobran recursos literarios que en Garmabella faltan. Son, en definitiva, complementarios.
Influencias, polémicas y ecos públicos
Dado que ambas obras abordan la misma historia y aparecieron con solo dos años de distancia, es natural preguntarse: ¿se influyen mutuamente Garmabella y Padura? ¿Hubo acusaciones de superposición indebida o plagio entre ellas? La respuesta, hasta donde llega la crónica, es que no hubo acusaciones formales de plagio ni escándalos al respecto. Sin embargo, es inevitable detectar influencias no explicitadas y comentar cómo la crítica y los lectores han señalado paralelismos y diferencias.
Primero, consideremos la cronología: El grito de Trotsky sale en 2007; Padura publica El hombre que amaba a los perrosen 2009 (aunque Padura venía trabajando en ella desde 2004, según ha contado). Es altamente probable que Padura conociera el libro de Garmabella durante su investigación. De hecho, la novela de Padura muestra conocimiento de muchos detalles que también aparecen en Garmabella o en fuentes similares (como la biografía Cómo asesinó Stalin a Trotsky de Julián Gorkin, de 1978, que Garmabella seguramente usó). No sería descabellado pensar que Garmabella allanó el terreno investigativo y Padura aprovechó parte de esa información. Padura ha dicho que recopiló muchísima documentación histórica para su novela, pero en el texto publicado no incluye notas ni bibliografía (al ser ficción, no correspondía). Así que, si bien Padura no reconoce explícitamente a Garmabella como fuente, es evidente que hubo una alimentación temática: al fin y al cabo, ambos bebieron de la misma historia real, y es natural que un novelista se apoye en trabajos previos de historiadores o periodistas.
¿Es eso influencia no reconocida? En cierto sentido sí, aunque no negativa: es normal en el género histórico. Padura toma los hechos (conocidos gracias a obras como la de Garmabella, entre otras) y luego les da forma novelística. Él mismo reconoció en entrevistas que se inspiró en leer memorias de Trotsky, investigaciones mexicanas sobre el asesinato, documentos desclasificados y “todo lo que encontró” sobre Mercader. Podemos inferir que El grito de Trotskyestuvo en su pila de libros estudiados, aunque Padura luego sigue su propio camino narrativo. Por ejemplo, la caracterización que Padura hace de Caridad Mercader (la madre) coincide en gran medida con la descrita por Garmabella y por biógrafos: una mujer fanática, desequilibrada y manipuladora. No es casualidad, es historia compartida. Pero Padura introduce escenas ficticias (como diálogos entre Caridad y Ramón) que son creación suya. No hay plagio literario en eso, solo convergencia factual.
Cabe destacar que El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perrospertenecen a tradiciones diferentes (una al ensayo histórico, la otra a la novela histórica). Por ello, los lectores difícilmente las vean como rivales directas, sino más bien complementarias. Quien quiera datos duros sobre Trotsky y Mercader encontrará en Garmabella un tesoro de información y un punto de vista polémico; quien quiera sumergirse en una narración envolvente acudirá a Padura. De hecho, medios culturales han mencionado a ambas en conjunto como dos aproximaciones que se pueden leer lado a lado. Por ejemplo, en un artículo de 2015 se señalaba que en la década anterior dos novelas (una entendida en sentido amplio) habían recreado el asesinato de Trotsky: la de Garmabella y la de Padura, y que “en su conjunto acarrean una pregunta”profunda sobre las motivaciones ideológicas del crimenEs decir, la prensa las ha asociado más por su temática común que por acusaciones de copia.
En cuanto a polémicas públicas, la principal ya la comentamos: la que suscitó Garmabella por su tratamiento de Trotsky. Esa polémica, curiosamente, realza las diferencias con Padura. Mientras unos criticaban a Garmabella por justificar (según ellos) el crimen, la novela de Padura era elogiada en círculos intelectuales de izquierda justamente por reivindicar la memoria de las víctimas del estalinismo. Organizaciones y sitios trotskistas, por ejemplo, han recomendado El hombre que amaba a los perros a sus lectores anglosajones cuando salió en inglés, llamándola “un acontecimiento literario y político” y celebrando que exponga la verdad del asesinato de Trotsky a nuevas audienciasmarxist.com. Es decir, donde Garmabella fue atacado por “desvirtuar” a Trotsky, Padura fue aplaudido por rescatarlo. En este sentido, podríamos hablar de un duelo ideológico indirecto entre los libros: Padura casi que refuta con arte narrativo la tesis de Garmabella. Un ejemplo claro: Garmabella sugiere que Trotsky habría hecho lo mismo que Stalin; Padura dedica capítulos enteros a mostrar a Trotsky horrorizado por las acciones de Stalin, es decir, enfatiza sus diferencias. En la novela, Stalin aparece como un villano sin escrúpulos, Trotsky como un hombre que –con sus falencias– mantenía principios, y Mercader como un instrumento. Esta configuración contradice frontalmente la idea de “Trotsky otro Stalin” que Garmabella pregona. Por tanto, algunos lectores han interpretado la novela de Padura casi como una enmienda histórica al tipo de relativismo que ven en Garmabella. Padura, además, añade la dimensión del desencanto cubano, equiparando a Stalin con otros dictadores y sistemas (sin nombrarlo, la sombra de Castro planea en la historia de Iván). En resumen, Padura hace una crítica global a los totalitarismos, mientras Garmabella, con su equiparación, termina sonando resignado al “todos son lo mismo”. Son mensajes distintos que han resonado de forma diferente en la opinión pública.
¿Y qué hay de posibles plagios? Hasta donde se sabe, no se ha denunciado plagio alguno. Las obras son tan diferentes en estilo que sería difícil acusar a Padura de plagiar a Garmabella (¿plagiar datos históricos? No aplica realmente, y Padura no copia frases ni nada por el estilo de la prosa de Garmabella). A la inversa, imposible, pues Garmabella publicó primero. Lo que sí existe es una cierta superposición de contenidos: hay escenas o elementos que lógicamente aparecen en ambas narraciones, porque son hechos reales. Por ejemplo, ambos relatan la escena en que Mercader espera que Trotsky se distraiga leyendo un documento para atacarlo por la espalda. Es igual en los dos libros, porque así ocurrió. Padura la adorna más (describe la tensión interna de Mercader, la luz de la tarde entrando por la ventana, etc.), Garmabella quizá se enfoca en qué decía el documento o en quién estaba en la casa. Pero no hay conflicto ahí, cada uno la cuenta a su manera. Podríamos mencionar que los lectores más atentos han notado algunas divergencias de detalle: por ejemplo, Garmabella sugiere que Mercader actuó sin casi titubear, mientras Padura muestra a Mercader dudando antes de asestar el golpe; o Garmabella destaca que Mercader llevaba una pistola y un puñal que no usó, algo que Padura menciona pero no enfatiza tanto. Son diferencias de énfasis interpretativo más que errores o plagios.
Un aspecto donde sí se puede hablar de influencia es en la tendencia cultural que ambos integran. Como apunta Iván de la Nuez, desde inicios del siglo XXI ha habido una “fascinación cíclica” por la figura de Ramón Mercader en la cultura. Garmabella en 2007 y Padura en 2009/2010 forman parte de esa ola de rescatar esta historia. De la Nuez menciona que tras ellos vinieron más obras: novelas como El hombre del piolet (2015) de Puigventós, películas como El elegido (2016) de Antonio Chavarrías, etc., y que ya antes otros escritores como Jorge Semprún en La segunda muerte de Ramón Mercader (1969) habían tratado el tema. En ese contexto, El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perros son dos hitos modernos que se alimentan también de toda una tradición previa (Semprún, Cabrera Infante que mencionó a Mercader en Mea Cuba, documentos históricos, etc.). Así que más que plagiarse, ambos beben de fuentes comunes y forman cada cual una respuesta artística propia a esa tradición.
Los críticos literarios han señalado públicamente mucho de lo que aquí hemos desgranado. Por ejemplo, en reseñas se ha comparado el enfoque psicológicamente detallado de Padura frente al enfoque más periodístico de GarmabellaTambién se ha comentado que la novela de Padura presenta la gran ventaja de la multiperspectiva radical –ver la historia desde el lado del verdugo y de la víctima simultáneamente– cosa que en un texto estrictamente histórico suele ser más difícil. Y, como ya citamos, la Izquierda trotskista no se quedó callada ante Garmabella, dejándonos testimonios de sus omisiones y manipulaciones, contrastables con la postura mucho más amigable que han tenido hacia la obra de Padura (por ejemplo, el portal Marxist.com le dedicó elogios en una larga reseña).
En redes y foros de lectores, es común encontrar discusiones del tipo “¿qué libro sobre el asesinato de Trotsky me recomiendan?”. Allí estas dos obras aparecen lado a lado. Algunos lectores prefieren la vivacidad de Padura; otros valoran la riqueza histórica de Garmabella. Es un debate sano, no exento de pasiones ideológicas (quienes son admiradores de Trotsky suelen desdeñar a Garmabella y amar el libro de Padura; quienes son más escépticos o cínicos respecto a la política pueden encontrar a Padura demasiado “sentimental” y en cambio apreciar la crudeza de Garmabella). Pero en general, ambas obras han encontrado su público y han contribuido a que hoy tengamos una comprensión más completa de aquel acontecimiento de 1940.
Al día de hoy no se conocen reclamos públicos de uno de estos autores hacia el otro. Garmabella no acusó a Padura de usar su material sin crédito (al menos no hay registro de tal cosa), ni Padura criticó abiertamente la visión de Garmabella (Padura suele ser diplomático y no entrar en polémicas directas). El duelo entre ellos, por tanto, se da más en el terreno simbólico y estilístico que en la realidad. Somos los lectores y críticos quienes los hemos sentado en un ring imaginario para compararlos.
Crónica de un duelo: veredicto final
La noche cae en la arena literaria. Tras varios asaltos intensos, El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perrosbajan la guardia. El duelo simbólico entre estas dos obras nos ha dejado una estampa digna de Hemingway: no hay un nocaut, pero sí dos contrincantes exhaustos y victoriosos a su modo. Como en aquellos combates de boxeo que describía don Ernesto, aquí ambos púgiles han intercambiado buenos golpes y han resistido de pie hasta el final, ganándose el respeto mutuo.
Imaginemos la escena final con un toque narrativo: En medio del cuadrilátero queda el piolet ensangrentado clavado en la lona, testigo mudo del combate. A un lado, Garmabella limpia el sudor de su frente con la toalla de los hechos consumados; al otro, Padura acaricia la cabeza de uno de sus perros imaginarios mientras exhala el humo de un cigarro habanero. Trotsky, el viejo León, observa desde las sombras de la primera fila, con la ceja herida y la mirada inquisitiva. Mercader también está allí, en una esquina oscura, con los nudillos apretados dentro del bolsillo, evitando encontrarse con los ojos de su víctima. En este ring figurado de la historia, ambos libros han dado su versión de los hechos: el primero con un grito áspero, el segundo con un susurro cargado de tristeza.
¿Cuál prevalece? Esa es quizás la pregunta equivocada. No se trata de proclamar un ganador unánime, porque cada obra gana en su terreno. Garmabella gana en el terreno de la investigación polémica: nos obliga a enfrentar la posibilidad de que los ideales pueden corromperse y que en la lucha por el poder nada es sagrado. Padura gana en el terreno de la conciencia humana: nos obliga a sentir el peso de la traición y el dolor de las vidas rotas por la Historia con mayúscula. Uno golpea a la razón, el otro al corazón. Ambos golpes duelen y nos dejan pensando.
En términos temáticos, Padura ofrece algo que Garmabella no: la resonancia moral. Su novela trasciende el caso particular y nos hace reflexionar sobre todas las revoluciones traicionadas, sobre los mecanismos del autoritarismo y la fragilidad de la esperanza. Garmabella, por su parte, aporta una visión crítica descarnada: nos recuerda que incluso los supuestamente “buenos” pueden tener pies de barro, y que la historia de la URSS fue una tragedia donde quizás ningún líder salió impoluto. Si le preguntáramos a Hemingway, quizá diría que Padura ha narrado la derrota con dignidad, y Garmabella la victoria sin gloria.
En cuanto a estilo, Padura triunfa en la novela como arte, creando personajes imborrables y pasajes de honda emotividad; Garmabella se impone en la crónica documental, legándonos un registro sólido de hechos y una interpretación provocadora. La diferencia es como la de un gran toro de lidia frente a un astuto matador: Padura, toro literario, embiste con fuerza emocional; Garmabella, torero analítico, lanza estocadas intelectuales precisas. En el duelo, a veces embiste la emoción y a veces corta el aire la razón. ¿Quién ganó? Ambos entregaron una faena digna.
Fuera de la metáfora, lo importante es que no hubo plagio ni trampa: cada autor llegó al duelo con sus propias armas y su propio estilo, y ambos, paradójicamente, han contribuido a enriquecer la comprensión de un mismo suceso histórico desde ángulos complementarios. El “duelo” entre El grito de Trotsky y El hombre que amaba a los perros resulta, en última instancia, fructífero para nosotros. Como lectores, somos los verdaderos vencedores: tenemos la suerte de disponer de dos obras distintas que iluminan la historia de Trotsky y Mercader, cada una con sus aciertos y sesgos. Podemos leer a Garmabella para conocer datos, contextos y un punto de vista controvertido; podemos leer a Padura para adentrarnos en las almas de los protagonistas y en las lecciones humanas de aquella tragedia.
Al final de esta crónica, solo queda el eco de un grito y el susurro de unos perros invisibles. En el silencio que sigue al combate, el grito de Trotsky aún retumba, pero ahora lo escuchamos doble: en la versión cruda de Garmabella y en la versión dolorosa de Padura. Los perros de Padura quizás gimen a lo lejos, llevándose en su trote los fantasmas de Ramón Mercader. Hemingway decía que “el mundo rompe a todos, y después, muchos son fuertes en los lugares rotos”. Trotsky fue roto por un piolet; Mercader fue roto por sus remordimientos; Iván por sus desengaños; incluso la verdad histórica fue rota en mil pedazos por décadas de propaganda. Pero gracias a libros como estos, en esos lugares rotos de la historia se ha hecho la luz y la memoria. Garmabella y Padura, cada cual a su modo, recogieron un fragmento de la verdad y lo sostuvieron ante nuestros ojos. Ni la más feroz dictadura pudo silenciar por siempre aquel chillido de 1940, que hoy vive tanto en la prosa afilada de una crónica como en la narrativa apasionada de una novela.
Así concluye el duelo: sin vencedores absolutos, con ambos contendientes abrazándose en respeto imaginario. La literatura y la historia salen del brazo, tambaleantes pero intactas. El público –nosotros– aplaude, reflexiona y, sobre todo, recuerda. Porque de eso se trata al fin: de mantener viva la memoria, ya sea a gritos o a ladridos, para que las lecciones del pasado no caigan en el olvido. Y en ese objetivo común, José Ramón Garmabella y Leonardo Padura, más que rivales, se revelan como aliados insospechados. La última campanada suena; cae el telón. En el aire nocturno de Coyoacán, quizás todavía flotan los ecos de un grito distante, mientras dos galgos fantasmas corren bajo la luna.