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  • Lo eterno como rebeldía: Gen Z, Alpha y el retorno a lo sagrado

    Israel Centeno

    The Eternal as Rebellion: Gen Z, Alpha, and the Return to the Sacred


    Español

    El siglo XXI avanza con una particularidad: la transición generacional se produce bajo el signo de las plataformas digitales. La manera en que los jóvenes se definen, debaten y se agrupan ya no pasa por instituciones tradicionales, sino por redes donde conviven símbolos, discursos y comunidades dispersas. La Generación Z, que hoy tiene entre 13 y 28 años, y la emergente Generación Alpha, que apenas comienza a configurarse como sujeto colectivo, crecen bajo un escenario de saturación informativa, polarización política y crisis de sentido. En contraste, los millennials —quienes dominaron la narrativa cultural desde inicios de los 2000— comienzan a mostrar los límites de su modelo progresista, individualista y materialista. Una de las señales más claras de este agotamiento se refleja en la baja natalidad: los millennials liberales tienden a evitar la formación de familias y a postergar, o incluso renunciar, a tener hijos, mientras que sus pares conservadores han mantenido tasas de natalidad más altas1.

    Es en este cruce entre biografía, demografía y cultura digital donde se abre un espacio para pensar si el futuro inmediato no podría estar marcado por un reflujo progresista y una revalorización de los valores tradicionales, entendidos no como una restauración mecánica del pasado, sino como un redescubrimiento de aquellas fuentes de sentido que otorgan estabilidad: la familia, la religión, la comunidad, la trascendencia. Paradójicamente, lo que antes se percibía como ortodoxo o incluso como conformista —ser católico, profesar una fe, buscar en lo eterno un horizonte— comienza a adquirir un aura de rebeldía. Para muchos jóvenes de la Generación Z, asistir a la misa en latín, orar en silencio o proclamar una vida antimaterialista es hoy un gesto contracultural frente a una sociedad entregada a la banalidad del consumo y la aceleración tecnológica. En una época que se pretende emancipadora, el regreso a lo sagrado aparece como la verdadera disidencia.

    En Estados Unidos, este contraste se refleja con nitidez. De acuerdo con el U.S. Census Bureau (2024), la tasa de natalidad de los millennials progresistas es un 20% inferior a la de los conservadores de su misma cohorte, con sólo el 30% de los progresistas entre 29 y 44 años teniendo hijos, frente al 50% de los conservadores2. Esta diferencia, aunque pueda parecer pequeña, tiene implicaciones profundas: en la medida en que los progresistas priorizan el estilo de vida individual, son los conservadores quienes están criando a la Generación Alpha. La Generación Z, por su parte, ha sorprendido a analistas al mostrar una inclinación hacia prácticas religiosas que sus padres dieron por superadas. El interés por la misa en latín entre los jóvenes católicos es uno de los ejemplos más llamativos: según Barna Group (2024), un 20% de los católicos de esta generación ha asistido a parroquias tradicionales, frente a apenas un 10% de los millennials en su momento3. No es sólo una preferencia litúrgica: es un modo de afirmar una identidad en un entorno que considera la fe como algo superfluo.

    Las plataformas digitales, lejos de ser neutrales, funcionan como vitrinas simbólicas de este pulso. X, con la “X” negra que Elon Musk impuso como logotipo, se ha convertido en un espacio de resistencia frente a la censura y el control algorítmico. En paralelo, Bluesky, con su mariposa azul, es percibido como refugio progresista, aunque con alcance limitado. En YouTube y Spotify proliferan canales y podcasts de corte católico o filosófico —Sensus Fidelium, Pints with Aquinas, Word on Fire— que alcanzan millones de visualizaciones. Y en Substack, escritores de nicho conservador encuentran un hogar para pensar y discutir sin las restricciones de la corrección política. Que lo católico, lo cristiano, lo trascendente aparezca con fuerza en estas plataformas —donde lo banal y lo efímero parecen gobernar— revela que la contracultura de nuestro tiempo no lleva crestas ni consignas, sino sotanas, rosarios y textos antiguos.

    En Europa Occidental, el proceso de secularización parece consolidado, con tasas de natalidad en mínimos históricos y religiosidad institucional débil. Sin embargo, emergen resistencias: jóvenes que peregrinan a Chartres, comunidades que redescubren la liturgia tradicional, minorías que, en medio de una sociedad escéptica, se aferran a la fe como una forma de identidad. Su marginalidad, lejos de debilitarlos, les da un brillo de autenticidad. En Polonia y Hungría, la religiosidad ha recuperado un peso político y social inesperado, mientras que en Rusia y Rumanía la Iglesia Ortodoxa se afianza como pilar identitario4.

    América Latina, por su parte, mantiene un cristianismo masivo y dinámico, dividido entre catolicismo y evangelismo, pero coincidente en su énfasis en la familia y la comunidad. África, con su demografía desbordante y su religiosidad vibrante, se perfila como el gran protagonista del futuro: allí donde se concentra la vida, la fe no es un residuo del pasado, sino un motor de cohesión5. En Asia, la pluralidad es extrema: Japón y Corea del Sur encarnan la secularización, pero la India, Filipinas y la China rural conservan tradiciones que siguen marcando a millones.

    Si se observan en conjunto, estos procesos sugieren un patrón: allí donde el progresismo cultural parece triunfar, también se desgasta en la baja natalidad, en la pérdida de cohesión, en la desorientación existencial. Y allí donde la tradición parecía declinar, resurgen signos de vitalidad: jóvenes que buscan liturgias antiguas, comunidades que se fortalecen en medio de la crisis, religiosidades vibrantes en continentes demográficamente centrales. No se trata de anunciar un destino inevitable, pero sí de reconocer que, en un mundo saturado de promesas de libertad sin arraigo, lo verdaderamente contracultural parece ser volver a lo esencial: la familia, la fe, la trascendencia. Quizá el siglo XXI, lejos de ser la era de la secularización definitiva, sea el tiempo en que el alma humana, cansada del vértigo, se atreva a regresar a lo que nunca dejó de anhelar.


    English

    The twenty-first century advances with a peculiarity: generational transition takes place under the sign of digital platforms. The ways in which young people define themselves, debate, and gather no longer pass through traditional institutions but through networks where symbols, discourses, and scattered communities coexist. Generation Z, now between 13 and 28 years old, and the emerging Generation Alpha, just beginning to take shape as a collective subject, grow up in a context of information saturation, political polarization, and crisis of meaning. By contrast, millennials—who dominated cultural narratives since the early 2000s—are beginning to reveal the limits of their progressive, individualist, and materialist model. One of the clearest signs of this exhaustion is reflected in low birth rates: liberal millennials tend to avoid family formation and to postpone, or even renounce, having children, while their conservative peers have maintained higher fertility rates1.

    It is at this intersection of biography, demography, and digital culture that one can consider whether the near future may be marked by a progressive ebb and a revaluation of traditional values, understood not as a mechanical restoration of the past but as a rediscovery of those sources of meaning that offer stability: family, religion, community, transcendence. Paradoxically, what was once perceived as orthodox or even conformist—being Catholic, professing faith, seeking in the eternal a horizon—now acquires an aura of rebellion. For many young people of Generation Z, attending the Latin Mass, praying in silence, or proclaiming an anti-materialist life is today a countercultural gesture in a society surrendered to the banality of consumption and technological acceleration. In an age that prides itself on emancipation, the return to the sacred appears as the true dissent.

    In the United States, this contrast is clear. According to the U.S. Census Bureau (2024), the fertility rate of progressive millennials is 20% lower than that of conservatives in the same cohort, with only 30% of progressives aged 29 to 44 having children, compared to 50% of conservatives2. This difference, though seemingly small, has profound implications: as progressives prioritize individual lifestyles, conservatives are the ones raising Generation Alpha. Generation Z, for its part, has surprised analysts by showing an inclination toward religious practices their parents considered outdated. Interest in the Latin Mass among young Catholics is striking: according to Barna Group (2024), 20% of Catholic Gen Zers have attended traditional parishes, compared to just 10% of millennials at their age3. This is not merely a liturgical preference: it is a way of affirming identity in an environment that treats faith as superfluous.

    Digital platforms, far from neutral, serve as symbolic showcases of this cultural pulse. X, with the black “X” imposed by Elon Musk as logo, has become a space of resistance to censorship and algorithmic control. By contrast, Bluesky, with its blue butterfly, is perceived as a progressive refuge, though with limited reach. YouTube and Spotify host countless Catholic or philosophical channels and podcasts—Sensus Fidelium, Pints with Aquinas, Word on Fire—that reach millions. And on Substack, conservative niche writers find a home to think and debate without the constraints of political correctness. That Catholicism, Christianity, and transcendence should appear so strongly in these platforms—where banality and ephemerality seem to reign—reveals that the counterculture of our time wears no mohawks or slogans, but cassocks, rosaries, and ancient texts.

    In Western Europe, secularization appears consolidated, with fertility rates at historic lows and institutional religiosity weakened. Yet resistance emerges: young pilgrims walking to Chartres, communities rediscovering traditional liturgy, minorities that, amid skeptical societies, cling to faith as a form of identity. Their marginality, far from weakening them, lends them an aura of authenticity. In Poland and Hungary, religiosity has regained unexpected political and social weight, while in Russia and Romania the Orthodox Church consolidates itself as an identity pillar4.

    Latin America, meanwhile, maintains a massive and dynamic Christianity, divided between Catholicism and Evangelicalism but converging in its emphasis on family and community. Africa, with its overflowing demography and vibrant religiosity, stands as the great protagonist of the future: where life abounds, faith is not a residue of the past but a motor of cohesion5. In Asia, plurality is extreme: Japan and South Korea embody radical secularization, while India, the Philippines, and rural China retain traditions that continue to mark millions.

    Viewed together, these processes suggest a pattern: where progressive culture seems triumphant, it also suffers wear—low fertility, loss of cohesion, existential disorientation. And where tradition seemed in decline, signs of vitality reappear: young people seeking ancient liturgies, communities strengthening amid crisis, vibrant religiosity in demographically central continents. This is not to proclaim an inevitable return of traditional values, but to recognize that in a world saturated with promises of rootless freedom, the truly countercultural act may be to return to the essential: family, faith, transcendence. Perhaps the twenty-first century, far from being the age of definitive secularization, will be the time when the human soul, weary of vertigo, dares to return to what it never ceased to long for.


    Notes


    Footnotes

    1. Pew Research Center, “Religion and Family in America,” 2023. 2
    2. U.S. Census Bureau, Fertility by Demographic Groups, 2024. 2
    3. Barna Group, Faith Trends among Gen Z, 2024. 2
    4. José Casanova, Public Religions in the Modern World, University of Chicago Press, 1994; Pew Forum, Europe’s Changing Religious Landscape, 2022. 2
    5. United Nations, World Population Prospects 2023. 2