Tag: vida

  • Testimony of a Woman Incapable of Lying. Spanish’English

    I

    A singular testimony: that of a woman of whom, unanimously, it was said she was incapable of lying.
    Her words carried the weight of naked truth, without adornment or artifice. She did not seek to persuade or embellish; she simply recounted what she had lived, with the transparency of one who knew neither calculation nor convenience.

    In her encounter with the divine, every phrase she left written —or spoken to the few who could hear her— bears the force of the irrefutable. Not because it was clothed in authority, but because it sprang from a radical purity: the incapacity to falsify.

    To such a voice, nothing can be added. One can only receive it with reverence, with the certainty that here speaks truth that burns, truth that unsettles, truth that illuminates.

    Simone Weil Encounters Jesus

    “Perhaps, in spite of everything, he does love me.”


    He entered my room and said:
    “You poor wretch, who understand nothing and know nothing – come with me and I will teach you of things you have no idea of.”
    I followed him.

    He led me into a church. It was new and ugly. He brought me before the altar and said: “Kneel.”
    I replied: “I have not been baptized.”
    He answered: “Fall down on your knees before this place, with love, as before the place where truth exists.”
    And I obeyed.

    He took me then to a garret, from whose window the whole town could be seen: scaffoldings, the river where boats were unloading. He made me sit down.

    We were alone. He spoke, and sometimes others entered for a moment, joining in the conversation before leaving again.

    It was no longer winter; not yet spring. Bare branches stretched in a cold air full of sunlight. The light rose, brightened, faded; then the stars and the moon appeared. Again the dawn returned.

    At times he would bring bread from a cupboard, and we shared it. That bread truly had the taste of bread. I have never tasted it again.

    He poured us wine, which carried the taste of the sun and the soil on which the city stood. Sometimes we lay on the wooden floor, and the sweetness of sleep descended on me. Then I awoke, and drank the light of the sun.

    He had promised to teach me, but he taught me nothing. We talked in a rambling way, as old friends do.

    One day he said: “Now go away.”
    I fell at his knees, clinging, begging him not to send me off. But he pushed me out toward the stairs. I descended as if unconscious, my heart torn to shreds. I walked through the streets, realizing I no longer knew where that house was.

    I never tried to find it again. He had come for me by mistake. My place was not in that garret. My place was anywhere else: in a prison cell, a bourgeois parlor full of trinkets, a station waiting room. Anywhere—but not in that garret.

    And yet, sometimes, words of his return to me. I repeat them with fear, never sure if I remember them rightly. He is not here to confirm them.

    I know well that he does not love me. How could he love me?
    And yet, deep within me, something trembles with the thought—
    that perhaps, in spite of everything, he does.

    Simone Weil se encuentra con Jesús

    «Quizá, a pesar de todo, él me ame.»


    Entró en mi habitación y me dijo:
    «Pobre desdichada, que no entiendes nada y nada sabes. Ven conmigo, y te enseñaré cosas de las que no tienes idea.»
    Y lo seguí.

    Me condujo a una iglesia. Era nueva y fea. Me llevó ante el altar y dijo: «Arrodíllate.»
    Yo respondí: «No he sido bautizada.»
    Él contestó: «Póstrate aquí, con amor, como ante el lugar donde habita la verdad.»
    Y obedecí.

    Luego me llevó a un desván, desde cuya ventana abierta se veía la ciudad entera: andamios de madera, el río donde descargaban los barcos. Me hizo sentar.

    Estábamos solos. Él hablaba, y a veces alguien entraba, se unía un instante a la conversación, y luego se marchaba.

    Ya no era invierno; tampoco aún primavera. Las ramas de los árboles estaban desnudas, sin brotes, en un aire frío lleno de sol. La luz crecía, brillaba, luego se apagaba; aparecían la luna y las estrellas. Y de nuevo volvía el amanecer.

    A veces sacaba pan de un armario y lo compartía conmigo. Ese pan sabía verdaderamente a pan. Nunca más he vuelto a encontrar ese sabor.

    Vertía vino para mí y para él, vino con el gusto del sol y de la tierra sobre la que estaba construida la ciudad. A veces nos tendíamos sobre el suelo de madera, y la dulzura del sueño descendía sobre mí. Luego despertaba y bebía la luz del sol.

    Me había prometido enseñanza, pero no me enseñó nada. Hablábamos sin rumbo fijo, de mil cosas, como viejos amigos.

    Un día me dijo: «Ahora vete.»
    Caí a sus pies, lo abracé, le supliqué que no me echara. Pero me arrojó hacia la escalera. Bajé como sin conciencia, con el corazón hecho pedazos. Caminé por las calles y comprendí que ya no sabía dónde estaba aquella casa.

    Nunca intenté volver a encontrarla. Comprendí que había venido a buscarme por error. Mi lugar no estaba en aquel desván. Mi lugar estaba en cualquier otro sitio: en una celda de prisión, en un salón burgués lleno de baratijas y terciopelo rojo, en la sala de espera de una estación. En cualquier parte, menos en aquel desván.

    Y, sin embargo, a veces me sorprendo repitiendo, con temor y compunción, alguna de sus palabras. ¿Cómo saber si las recuerdo fielmente? Él no está para decírmelo.

    Sé bien que no me ama. ¿Cómo podría amarme?
    Y sin embargo, hay algo profundo en mí, un punto de mi ser, que no puede dejar de pensar, con miedo y temblor, que quizá, a pesar de todo… él me ame.


    Fuente: Simone Weil, Cuadernos (First and Last Notebooks), (Wipf and Stock, 2015), pp. 65–66.

  • Dios en el Fade Out

    Israel Centeno

    Estuve pensando en Roberto Roena toda la tarde. No fue nostalgia. Fue otra cosa. Un sacudón por dentro. Un bajo, desde lo más hondo, se activaba y empezaba a remover cosas viejas. Y en medio de esa sensación aparecieron los recuerdos del 79, 80. Yo con 19 o 20 años. Saliendo de la adolescencia pero todavía sin escudo. Medio ñángara, medio malandro, en ese punto en que uno quiere cambiar el mundo y, al mismo tiempo, se derrumba si la mujer que quiere lo ignora.

    Vivía en el oeste de Caracas. Y allá la salsa no era una estética ni una pose. No era para turistas que visitan “El maní es así”, ni para la clase media haciendo su ronda emocional en Sabana Grande. Era nuestra manera de hablar del dolor sin quedar en ridículo. Era la manera de sentir sin tener que explicar tanto. Y en esa banda sonora, Roberto Roena tenía un lugar central. No era ídolo: era clave. Sus discos no eran colección de éxitos. Eran fragmentos de una verdad no revelada.

    Y claro, estaba Denise. La Negra. Una flaca hermosa y terrible. Se movía en sol mayor y en carne viva. Estaba perfecta. Pero no era para mí. Aunque a veces, por momentos, parecía que sí. En otra fiesta, semanas antes, me cayó a besos con maldad. Parecía una corroncha. Me dejó el cuello marcado. Al día siguiente todo el mundo jodiendo: “A ti te chupó un mosquito bembón”, “¿Tú eres marico?”, “¿Donaste sangre o qué?” Y uno ahí, entre la burla y la satisfacción de haber sido mordido por la negra, queriendo defender algo que ni siquiera entendía. Porque el amor, cuando no es claro, es una trampa que uno se pone solo.

    Y luego, aquella tarde en casa de Kike. No había rastro de besos ni de corronchería. Solo distancia y dialectica. Denise me bailó un par de temas, sonreía no debía nada, y de pronto se lanzó a la pista con otro. Uno más suelto, más calle, más decidido. Yo me quedé quieto, con el vaso en la mano, la lengua seca y el pecho abollado.

    Y entonces sonó “Mi Desengaño”. La percusión entró seca, el bajo pesado. Tito Cruz no cantaba. Declaraba. “Cuando despierte, diré… mi desengaño.”  la melopea de lo que yo no aceptaba. El Apollo Sound no fallaba. Era exacto. Era música y percusión con precisión asesina. Roena sabía dar espacio. Sabía cuándo dejar que las palabras hicieran daño y cuándo meter los metales para levantar al muerto.

    Y entró “Marejada Feliz”. Más melódica, más suave. Pero no por eso menos feroz. “La playa de mi cariño…” decía, y yo entendí que la felicidad era una banalidad del mal. Viene como un regalo, castiga y se va. Yo la miraba. A Denise. Girando, riendo, soltándose. Su cuerpo me descargaba y me decía: qué va, mi amor, contigo ni pa’ la esquina. Música, y Roena predicando. Era el pastor del fin de mis tiempos.

    Y ahí pasó algo que no entendí del todo. No fue iluminación ni milagro. Fue más bien una certeza sin forma. Alguien se sentó al lado mío, invisible  y no dijo nada. Solo era presencia. Un silencio que no juzga. Un acompañamiento mudo. Y supe —o creí saber— que Dios estaba ahí. No el Dios de las templos del reino, no el de los sermones. Uno más callado. Más discreto. Uno que viene y se sienta contigo cuando no queda nada y espera a que respires de nuevo. 

    La fiesta seguía, pero para mí ya todo estaba en bajada, era El guagancó del Adiós. El sonido se iba apagando. Roena entraba en fade out. Denise se alejaba. El timbal sonaba, marcaba el final de lo que nunca había comenzado pero estaba ahí, pulsátil; una hinchazón de encía. Y en medio de ese apagón lento, supe que era todo. No había más vuelta. La Negra no era mía. El amor no se fuerza. La música puede enseñarte cosas que ni los libros ni los amigos saben.

    Y cuando todo calló, cuando quedó solo la vibración en el cuerpo, yo sentado permanecí tranquilo con las remoras del alcohol, escuchando el silencio de una última nota. Y sentí que había algo más. Algo pasivo. Aunque Denise ya no estuviera, aunque el momento se hubiese perdido, aunque las bromas de los panas siguieran flotando como zancudos en la memoria, algo adentro pulsaba.

    Y era eso.

    Era el fade out.

    Era Dios.

    Sin palabras.

    Sin redoble.

  • On the Mystery of Consciousness.

    By Israel Centeno

    The human brain is a structural marvel: complex, functional, alive. It is the operations center where stimuli are processed, memories stored, motor responses organized, and commands executed. From it, the heart is regulated, light becomes color, vibration becomes sound, loss becomes pain. It is, without doubt, the most powerful biological device known to science. But it is not consciousness.

    We can observe the brain through MRIs, dissect its lobes, stimulate specific regions electrically, identify patterns in its activity. But no brain scan has ever shown us where a metaphor is born, where a heroic decision takes shape, where forgiveness forms. The brain can become saddened, can release substances that bring us down or lift us up, but it does not know what it is to be sad. It does not know what sadness feels like. Or joy. Or love. The how of emotion, its infinite shades, are not generated in the flesh — they pass through it, but they are not reducible to it.

    This is the abyss David Chalmers called the “hard problem of consciousness”: to explain how qualia —subjective sensations— arise from a purely physical basis. Even if we fully understood the mechanisms that accompany an emotion, we would still have no idea why it feels the way it does. Thomas Nagel put it starkly: “there is something it is like to be a bat,” and no third-person description can capture that first-person experience. The question at hand is not a technical mystery — it is an ontological rupture.

    Even emergentism —the idea that consciousness arises as a higher-order property of organized matter— dissolves under scrutiny. It does not explain why or how this emergence occurs; it merely asserts it. But to name is not to explain. To say that consciousness is an epiphenomenon is to admit we have no clue what we are talking about.

    Panic cannot be described from the inside. We can list its signs: racing heart, sweating, disordered thoughts. But the core of panic —that overwhelming, uncontrollable presence— is ineffable. Two people can experience the same event —a reunion, a wound, a humiliation— and yet feel utterly different. Because every consciousness is a sealed world, accessible only to itself. And that difference in experience, unique and irreducible, can be found in no fold of the temporal lobe.

    The flesh —the body, the brain, the grey matter— is the center of operations. But it is not the seat of the soul. At best, it is the stage. At worst, a prison. What is felt —what is truly lived— cannot be captured by measurements or algorithms. The lab can induce chemical pleasure, but it cannot produce the sweetness of a remembered song in the midst of grief. It can simulate anxiety, but not the internal cry of one who loves and is not loved.

    Physicist Roger Penrose sensed this from another angle: if consciousness were computable, then an algorithm could replicate it. But it is not. Reproducing neural connections is not enough. There is a presence —an interiority— that is not reducible to code or calculation. As Wittgenstein observed, “subjective experience cannot be shared; it can only be shown.”

    We might attempt to write an equation:

    Consciousness = f(brain) + X

    And that X is everything that escapes. Everything that doesn’t fit into machines. Everything that makes me me, and you you. That irreducible remainder is what gives rise to freedom, identity, art, and faith. It is that remainder which allows someone, in the midst of hunger or pain, to give their life for another. It is there that the will is born which defies self-preservation, there where an ethic appears that does not obey evolutionary logic.

    That remainder —ignored by reductionism, vaguely gestured at by emergentism— is, for some, the trace of a soul. Or at least, a sign that there is something in us that is not merely physical. Something that can be wounded without touching the body. Something that can burn without fever.

    To deny this is to deny experience itself. And not even the most advanced science can do that without betraying itself.

    Español

    El misterio de la conciencia

    Por Israel Centeno

    El cerebro humano es una maravilla estructural: complejo, funcional, activo. Es el centro de operaciones donde se procesan estímulos, se almacenan recuerdos, se organizan respuestas motoras, se ejecutan comandos. Desde allí se regula el ritmo del corazón y se interpreta la luz como color, la vibración como sonido, la pérdida como dolor. Es, sin duda, el dispositivo biológico más poderoso conocido por la ciencia. Pero no es la conciencia.

    Podemos observar el cerebro con resonancias magnéticas, diseccionar sus lóbulos, excitar regiones específicas con estímulos eléctricos, identificar patrones en su actividad. Pero ninguna imagen cerebral nos ha mostrado aún dónde se produce una metáfora, dónde nace una decisión heroica, dónde se forma el perdón. El cerebro puede entristecerse, puede liberar sustancias que nos abaten o que nos elevan, pero no sabe qué es estar triste. No sabe cómo se siente la tristeza. Ni la alegría. Ni el amor. El cómo experienciamos las emociones, los matices infinitos del sentir, no se genera en la carne: atraviesa la carne, pero no es reducible a ella.

    Este es el abismo que David Chalmers llamó “el problema duro de la conciencia”: explicar cómo surgen los cualia, las sensaciones subjetivas, desde una base puramente física. Por más que entendamos todos los mecanismos cerebrales que acompañan una emoción, seguimos sin poder explicar por qué esa actividad se siente de una forma determinada. En palabras de Thomas Nagel, “hay algo que es ser un murciélago”, una vivencia desde dentro, y eso no puede ser reducido a una descripción externa. Lo que está en juego aquí no es un misterio técnico, sino ontológico.

    Incluso el emergentismo —esa postura filosófica que intenta salvar al materialismo diciendo que la conciencia emerge como propiedad superior de la materia compleja— termina desdibujando el problema. No explica por qué o cómo ocurre esa emergencia. Solo lo postula como si nombrarlo fuese suficiente. Pero nombrar no es explicar. Decir que la conciencia es un epifenómeno es confesar que no la entendemos.

    No se puede relatar cómo se siente el pánico. Podemos enumerar sus signos: sudoración, taquicardia, desorden mental. Pero el núcleo del pánico —esa presencia devastadora, incontrolable, abrumadora— es inefable. Dos personas pueden vivir un mismo hecho: un reencuentro, una herida, una humillación. Pero cada una sentirá de modo distinto. Porque cada conciencia es un mundo cerrado al que solo accede su dueño. Y esa diferencia experiencial, única, irreductible, no puede localizarse en ningún pliegue del lóbulo temporal.

    La carne, vuelvo a repetir, es el centro de operaciones. Pero no es el lugar donde se manifiesta el alma. En el mejor de los casos, es el escenario. En el peor, una cárcel. Lo que se siente —lo que en verdad se vive— no se deja atrapar por mediciones ni algoritmos. El laboratorio puede inducir placer químico, pero no puede producir la dulzura de una canción recordada en medio de la tristeza. Puede simular angustia, pero no el llanto interior de quien ama y no es amado.

    El físico Roger Penrose lo intuyó desde otra orilla: si la conciencia fuera computable, entonces un algoritmo podría replicarla. Pero no lo es. No basta con reproducir conexiones. Hay una presencia, una interioridad, que no es reducible a código ni a cálculo. Como también sospechó Wittgenstein: “la experiencia subjetiva no se puede compartir; solo se puede mostrar”.

    Podríamos escribir una ecuación:

    Conciencia = f(cerebro) + X

    Y ese X es todo lo que escapa. Todo lo que no entra en las máquinas. Todo lo que hace que yo sea yo, y tú seas tú. Es ese resto irreductible que funda la libertad, la identidad, el arte, la fe. Es ese resto el que hace posible que alguien, en medio del hambre o del dolor, decida dar su vida por otro. Es ahí donde nace la voluntad que contradice el instinto de conservación, la ética que no obedece a la lógica de la especie.

    Ese resto —que el reduccionismo ignora y el emergentismo apenas insinúa— es, para algunos, la huella de un alma. O al menos, el signo de que hay algo en nosotros que no es meramente físico. Algo que puede ser herido sin tocar el cuerpo. Algo que puede arder sin fiebre.

    Negar esto es negar la experiencia misma. Y eso, ni la ciencia más avanzada puede hacerlo sin traicionarse.