
El Cíclope Totalitario
Israel Centeno
Es domingo. Fui a misa. Comprendo por qué, desde el cura hasta la mujer de clase media y el homeless, todos debemos reconocer nuestra culpa y pedir misericordia. Hablando con David y repasando mi vida, le decía que había llegado a viejo sin haber matado a ningún hombre. Luego, en una revisión de conciencia más honda, me pregunté si no los habría matado por omisión, dentro del marco de las grandes tragedias humanas, de todos los horrores de los que he sido testigo.
Hoy entendí con una claridad que solo concede la madurez espiritual, el sentido del pecado original y la necesidad de un salvador. Comprendí por qué estamos rotos. Por qué no basta con tener buena voluntad o buenas ideas. Comprendí por qué Auschwitz no termina en 1945. Porque su lógica ha mutado, y hoy opera con formas más sutiles: ya no se necesita la infraestructura de los campos para perpetrar el olvido. Basta con que se suprima un expediente, se niegue un derecho, se silencie una historia. Comprendí esto mientras leía los pasajes de Nelson Rivera donde Auschwitz no es un lugar del pasado, sino un lenguaje presente: “el alfabeto del campo”, dice, “no tiene comercio alguno con la vida”. Ese alfabeto —ese dispositivo de aniquilación simbólica— se parece mucho al lenguaje administrativo de nuestros días: expedientes, bases de datos, algoritmos. Si ayer se marcaban brazos, hoy se asignan códigos. Si antes se destruía con fuego, ahora se elimina con clics. Lo entendí, no desde el dramatismo, sino desde la exactitud moral del testimonio. Comprendí que ser testigo en esta época exige también resistir esa forma nueva de desaparición: la del alma digitalizada y descartable. Comprendí que la memoria no es un pasatiempo intelectual, sino un deber moral.
Al leer los pasajes sobre el genocidio armenio y Auschwitz, uno no puede evitar la punzada en el pecho. La historia se repite, no como farsa, sino como abismo. Armenia, Polonia, Camboya, Ruanda, Yugoslavia, Siria, Ucrania. Más de cien millones de seres humanos en el siglo XX, uno a uno, uno tras otro, reducidos a cenizas por la desproporción, por una voluntad de aniquilación que no necesita razones, solo excusas. Auschwitz no fue un episodio, sino una fractura en la modernidad. Una herida que aún sangra bajo la corteza de nuestra civilización. Auschwitz es la ausencia de Dios, o su silencio, o su juicio. Es el fin del lenguaje. El punto donde toda explicación se vuelve obscena.
Y sin embargo, allí están los testigos. Las voces. Los libros de Primo Levi, de Wiesel, de Antelme, de Semprún. Esos textos no explican el horror. Lo sostienen. Lo transmiten. Nos obligan a mirar. No hay filosofía que pueda competir con la potencia moral de esas memorias. No hay teoría política que pueda sustituir el testimonio de un cuerpo torturado que escribe, que recuerda, que no concede el perdón porque no puede, porque no le pertenece.
Hoy leí también sobre Simone Veil. Su regreso a Auschwitz. Su firmeza al decir: “No, nunca he perdonado”. No por odio, sino por respeto. Porque perdonar colectivamente una monstruosidad sería trivializarla. Veil supo que el compromiso con la memoria exige más que reconciliación. Exige verdad, exige testimonio, exige continuidad.
Y aquí estoy, en Pittsburgh, intentando acompañar esa continuidad. Pensando en los campos de exterminio no como un recuerdo remoto, sino como una posibilidad latente en toda sociedad que idolatra al poder, que erotiza la obediencia, que estetiza la violencia. Hay campos sin alambradas. Hay exterminios que no huelen a carne quemada. Hay silencios que duelen igual.
Hoy también entendí que mi lugar no es el del juez. Es el del testigo. Y que el testigo no es neutral: toma partido por la víctima. El testigo se niega a olvidar. El testigo se rehúsa a volverse dato. Porque nos están volviendo dato. Porque la desaparición hoy no siempre ocurre con balas, sino con clics. No hay necesidad de campos de concentración cuando basta con suprimir a una persona de los registros oficiales, invisibilizarla en los sistemas, reducirla a una línea de código eliminada sin ceremonia. Por ejemplo: cuando un gobierno elimina el expediente migratorio de un refugiado con solo presionar un botón, no hay cuerpo que caiga, pero sí una vida que se evapora de los sistemas. No hay crimen visible, pero sí un borrado total. Es un exterminio sin humo, sin cámaras de gas, sin huellas.
Y entonces escribo. Escribo porque necesito mantener viva la lengua del testimonio. Escribo porque el silencio, en estos tiempos, puede ser complicidad. Escribo como quien reza, como quien enciende una vela en la oscuridad, sabiendo que quizás no alumbra mucho, pero que al menos arde.
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